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García Lorca, Valle-Inclán y Alberti en la próxima temporada

Según parece la próxima temporada teatral -septiembre- va a iniciarse con algunos espectáculos de gran tonelaje: El adefesio, de Rafael Alberti; La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca; Divinas Palabras, y Los cuernos de don Friolera, de Valle-Inclán; y otros títulos de muy buen rango dramático. Habremos llegado así, con el inevitable retraso, a un punto de confluencia entre las buenas intenciones y las altas calidades. La falta de uno cualquiera de esos dos pilares ha hecho renquear, gravemente, a nuestra vida teatral. Ni puede postularse un teatro evasionista, desasido de la piel social, ni la buena intención socio crítica puede ocultar las enormes insuficiencias cualitativas de muchos espectáculos muy bien intencionados y pésimamente realizados.Si los proyectos citados se confirman, nuestra vida dramática asumirá finalmente que el teatro es, por supuesto, un hecho social pero que ese hecho es a la vez, un producto de la cultura. Lo es desde sus orígenes, poco después que el primer borracho gimotease entre los pámpanos, con las mejillas rojas y las ropas teñidas con las heces, y unos hombres fenomenales se rieran a carcajadas ante el batacazo. Casi inmediatamente se convirtió el teatro en un rito emocional, de características muy parecidas al de los sacrificios a los dioses o cualquier otra explosión colectiva de solidaridad. La verdad es que hasta que no se derrumbó aquel mundo, solidario para la pasión religiosa o patriótica, no tuvo entrada en la escena el argumento. Al principio, como diríamos hoy, no pasaba nada. Es decir: sólo pasaba, como una ola, la pasión pura, el fantasma de la solidaridad colectiva: la alucinación.

Por supuesto que cuando el mecanismo cultural se apodera verdaderamente del teatro es cuando nace el primer argumento. Desde ese instante es posible hablar de un arte, y por tanto, de un sujeto de dicho arte. Se puede, francamente, hablar de teatro.

Hecho necesario

Todo esto, que el teatro sea un hecho social y un producto de la cultura, explica que su nacimiento fuese un hecho necesario, y no como parece a simple vista, un suceso fortuito. El teatro, como toda manifestación artística, nació en las mañanas de la historia, como una fórmula salvadora a la que el hombre se asía para defenderse contra el cósmico terror. Para aquel ser confundido por los fenómenos naturales, horrorizado ante la naturaleza, tan desconocida como misteriosa y enemiga de su mundo, fue un admirable salvavidas todo el ritual primero de las futuras artes. «Dada pues -dice Worringer en La esencia del estilo gótico esta relación de terror en que el hombre primitivo vive frente al mundo de los fenómenos, surge en su pecho, como la más poderosa exigencia espiritual y psíquica, la aspiración hacia valores de necesidad que le salvan del capricho caótico en que se suceden las impresiones del espíritu y la visión».Bien. Más, ¿por qué ese deseo de fijar ciertos valores de necesidad se concreta en el drama? ¿Por qué aparece la fórmula artística que llamamos teatro? ¡Ah! Es que lo que aquel hombre horrorizado inventa no es aún el teatro. Es, simplemente, una versión popular de los mitos religiosos, de las orgías rituales, con Baco y Dionysos al fondo; es, para decirlo claramente, una alucinación voluntaria. Pero de ella va a surgir lo que hoy llamamos teatro. Conviene no olvidarlo. Porque eso -la desconfianza de un pueblo equilibrado y poco amigo de fantasías- dejó sin teatro a Roma, ha dejado sin teatro a los pueblos semitas y deja sin teatro -en este sentido, claro, de forma expresiva de determinadas alucinaciones voluntarias- a gran parte de nuestra actual cultura. Teóricamente, con los conceptos griegos, sólo ha habido teatro, desde entonces a hoy, en la época tumultuosa de Shakespeare, que demandaba a la escena el viejo calor de las etapas intranquilas del mundo.

Porque el clásico, como no sufre, como tiene el mundo a sus pies, divinamente explicado, o al menos, así lo cree, no necesita del arte más que como de una creación lujosa a la que sólo se le debe pedir belleza. En cambio el hombre intranquilo lo que pide no es sólo belleza sino verdad, análisis vital. Algo, dicho sea de paso, que explica cierta condición del arte moderno, sea música, sea pintura, sea sobre todo, teatro. La de ser una abstracción que surge, de vez en cuando, como un recuerdo de aquel primitivo sentimiento de terror que pide, angustiadamente, ser tranquilizado. En ese sentido, evidentemente, el teatro es un bálsamo. Y su catarsis curativa, una medicación social ancestral y permanente.

Teatro crítico

Pero no hay que buscarle a ese gato más pies de los que tiene. Ni menos. Cuando se suscita ese tema es vieja costumbre indagar en fuentes misteriosas para clarificar esa idea de la alucinación voluntaria. Y, no obstante, es una idea con una carga bastante inteligible. Se trata de algo que presupone una manifestación teatral capaz de interesar, por igual, a toda la sociedad, a la multitud, a todas y cada una de las gentes. Algo que necesita una comunidad de sentimientos. Claro: esa actitud comunitaria no la logran los argumentos sino las pasiones; no deriva de lo que le pasa al actor sino de cómo le pasa.Las tragedias helénicas contaban y volvían a contar mitos muy conocidos; la comedia del arte repetía una y otra vez los mismos episodios con los mismos personajes; Shakespeare, hombre de pasiones, renunció a la originalidad argumental y tomó sus asuntos de puras tradiciones verbales; nuestros autos sacramentales desenvolvían siempre un tema religioso bien conocido. Pero todos ellos proponían, con un guiño de ojos, dejarse alucinar voluntariamente, poniendo en juego, además del espíritu crítico, el espíritu cordial, que era como una especie de noble deseo de llorar o reir por las mismas razones que el vecino del asiento. En fin, creo que algo de esto es lo que ha sucedido tanto tiempo a los españoles cuando asistían muy complacidos, cada noviembre, a la aventura de ese sinvergüenza que mataba a quien se le ponía por delante, asaltaba los conventos y raptaba a su novia sevillana salvándose, encima, al final y logrando con unas décimas que una proposición de apariencia tan inmoral le pareciese divinamente a todo el mundo.

Ahora estamos descubriendo ese trasfondo y ello es muy saludable. De tal manera que, si se cumplen las profecías, tendremos en la temporada un teatro crítico, social, culto y popular; el teatro necesario.

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