Opciones ideológicas y encuadramientos políticos
En la ceremonia de la confusión que padecemos, la proliferación de siglas que recubren grupos, tertulias, capillitas, al lado de partidos, prepartidos y embriones de partidos políticos, es la manifestación más visible, y también la más desconcertante, para el hombre de la calle. Esta especie de libertad vigilada o de clandestinidad más o menos perseguida y mejor o peor tolerada es la lógica consecuencia de cuarenta años de autoritarismo antidemocrático. En estas condiciones hay que ser muy escéptico respecto del resultado de esas encuestas que ponen de relieve que la democracia cristiana o el socialismo alcanzarían determinados porcentajes porque a la mayoría de los españoles, que no han conocido en su vida las manifestaciones más elementales de una democracia pluralista, preguntarles por sus intenciones de voto ofreciéndoles como alternativa unos nombres que en España y ahora significan muy poco es algo así como preguntarle a uno de nuestros cristianos, que han vivido tranquilos descansando en la fe del carbonero, si son partidarios de la teología de Karl Rahner o la antropología de Theillard de Chardin. Lo más que ellos pueden contestar es que son forofos del Cristo de Medinaceli o de la Virgen del Rocío.¿Qué puede significar para el futuro democrático del país el que un 25 ó un 30 por 100 de los encuestados afirmen que ellos se sienten demócrata-cristianos cuando bajo esa etiqueta hay que incluir desde un Ruiz-Giménez hasta un Silva Muñoz pasando por un Gil-Robles? Es posible que en Alemania el término de democracia cristiana se suficientemente representativo, aunque no olvidemos que no suena lo mismo en Munich que en Frankfurt. Es indudable que en Italia declararse demócrata-cristiano suponía, antes más que ahora, una clara opción, aunque los cuatro o cinco grupos que integran la democracia cristiana no se han llevado nunca especialmente bien, y en bastantes momentos se han tratado especialmente mal. Pero en España hay una docena de grupos que se califican de demócrata-cristianos -¿quiénes somos los de fuera para negarles ese calificativo aunque ellos naturalmente lo hacen entre sí?-, y esto es igualmente aplicable a los comunistas, los socialistas, los social-demócratas, los liberales y a los integrantes del llamado franquismo sociológico, sin olvidar a los carlistas más o menos tradicionalistas y a los falangistas más o menos ortodoxos.
Quizá por eso no sea ocioso, como una primera vía para iniciar el proceso de clarificación reconocer que hay dos planos ligados pero distintos: el plano de las opciones ideológicas y el plano de las estructuras de encuadramiento. Una organización social, la comunidad nacional concretamente, tiene que caracterizarse por los criterios de organizacion en lo político y en lo económico, y la ciencia y la experiencia demuestran que sólo existen dos esquemas básicos y alternativos: la democracia y la dictadura en lo político; el capitalismo y el socialismo en lo económico. Si pensamos que esos cuatro elementos pueden combinarse dos a dos resultan cuatro formas de organización social: un socialismo totalitario, un socialismo democrático, un capitalismo liberal y un capitalismo autoritario. Se trata de cuatro modelos aunque, naturalmente, dentro de cada uno de ellos existen ciertas variantes. Pero hay un punto que conviene subrayar. Tres de ellos han existido o existen en la realidad. El cuarto no ha pasado de los proyectos.
Formas de colectivismo totaliario están vigentes, para limitarnos a países con cierto grado de desarrollo, en China, en Rusia y en los diferentes países europeos del área oriental. Por supuesto que no es lo mismo el colectivismo staliniano que los esquemas yugoslavos de autogestión o que el socialismo con rasgo humano abortado en la primavera de Praga, pero todos son variantes de la misma familia. El capitalismo liberal domina en la mayor parte de los países europeos y algunos americanos. Por supuesto que no es lo mismo el capitalismo enormemente permisivo en lo cultural y socializado en lo económico de los países nórdicos que un capitalismo puritano mucho más liberal, como es el norteamericano o esas fórmulas «sui generis» de economía «concertada» propias de los países latinos, que son el francés y el italiano. Al capitalismo autoritario responde lo que fue el nazismo alemán o el fascismo italiano y esas fórmulas específicas del capitalismo dictatorial de economía «recomendada» de la península ibérica. Todas estas formas han existido o existen. Lo que no ha logrado consolidarse en ninguna parte es el socialismo democrático, que es, insisto, intelectualmente, muy atractivo, pero que desgraciadamente no ha pasado de los manuales. Por eso es tan difícil comparar la autopía con la realidad. Y esta comparación siempre es en favor de la utopía y en detrimento de la realidad. Para quienes creemos que un sistema social sólo se justifica en la medida que establezca el marco institucional en el
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que el hombre pueda dar de sí lo mejor que lleva dentro, sin necesidad de pedirle virtudes en grado heroico, no puede olvidarse la forma en que los únicos socialismos que funcionan actualmente están llevando a la práctica los valores que dicen defender. Porque son muchos los que con su actuación demuestran que sigue vigente la desdeñosa exclamación de Lenin, «¿Libertad, para qué?», con la que respondió a la pregunta formulada hace medio siglo por Fernando de los Ríos, un español que creía en la democracia, luchaba por el socialismo y no quería renunciar a la libertad.
La clase política que ha venido usufructuando el poder y los que quieren ocuparlo mañana dedican mucho tiempo y esfuerzo a cuestiones de precedencias, de acoplamiento, etc. También a elaborar programas. Pero temo que están poniendo la carreta delante de los bueyes. Dedicar horas, días y semanas a discutir por la eliminación de un adverbio, la suavización de un adjetivo, la inclusión de una reserva expresa, la introducción de una frase equívoca que permita ulteriores y coyunturales interpretaciones, etc., me parece, con arreglo a la terminología de mi profesión, que tiene una productividad marginal rápidamente decreciente. Cuando los partidos estén consolidados y de sus militantes tengan que salir los futuros gobernantes a todos los niveles -un partido que no aspire a eso con razonables probabilidades no tiene nada serio que hacer en una democracia- será el momento de elaborar respuestas operativas a los problemas concretos con los que se efrenta el Gobierno. Y para eso no bastan declaraciones y manifiestos. Se necesita un serio trabajo de acumulación de datos, de análisis de soluciones, de valoración de las consecuencias, etc. En definitiva, una tarea responsablemente crítica de la actuación de los gobernantes para convencer a los electores de que existen soluciones de recambio y que merece la pena ensayarlas. Eso sólo lo puede hacer un partido que cuente con unos cuadros dirigentes, unos servicios técnicos, una organización electoral extendida por todo el país y muchos miles de militantes dispuestos a apoyarla con su esfuerzo y su sacrificio.Y «last but not least» una ideología clara y coherente que inspire un esquema de sociedad para cuya consecución la lucha permanente de los militantes intenta atraer periódicamente el voto de los ciudadanos, la mayoría de los cuales nunca llegarán a adscribirse activamente a las formaciones políticas en liza.
Esto nos vuelve al punto de partida. Si se acepta que no hay más que cuatro grandes esquemas de organización, y que en un país del mundo occidental con un cierto nivel de desarrollo los extremismos totalitarios o autoritarios es muy poco probable que alcancen un respaldo democrático mayoritario, ¿qué sentido tienen muchas de las polémicas que está aireando la prensa y otras, probablemente más duras, que se desenvuelven entre bastidores nace poco me decía un político que acababa de llegar del extranjero que sus colerrigionarios alemanes no entendían las diferencias del encuadramiento entre quienes declaran compartir la misma ideología y, todavía menos, los encuadramientos conjuntos de grupos y personas que se adscriben a ideologías que en Europa tienen claros significados diferentes. Muchos españoles que no pertenecemos a la clase política opinamos igual. Comprendemos que en este período de transición sea, quizá, inevitable, pero lamentamos que no se avance más deprisa hacia la institucionalización y consolidación de la media docena de partidos que han de protagonizar el futuro.
Discutir sobre si reforma o ruptura, polemizar sobre si los cambios, imprescindibles e inevitables, profundos y urgentes, que van a a producirse en todo caso, deben ser objeto de concesión, de negociación o de imposición, es una pérdida de tiempo. Porque los hechos son más fuertes, que las ideologías y los personalismos. Un verdadero político se nota que lo es cuando huele el signo de los tiempos; un auténtico estadista demuestra que lo es cuando asume con realismo y generosidad las exigencias del momento. En mis años mozos se cantaba, con música de chotis, aquello de: «Que estamos en Madrid / y no t'has, enterao / de qué han canalizao el Manzanares». Cuando veinticinco millones de españoles, más o menos, vamos a tener la oportunidad de expresar con nuestros votos en qué tipo de sociedad queremos vivir, y qué riesgos estamos dispuestos a asumir para conseguirlo -Herrero de Miñón acaba de llamar a este periódico, muy oportunamente, la atención sobre este aspecto- la clase política, sin excepciones, aunque en grados diversos, tiene una gran responsabilidad en hacer viable la consulta electoral. Porque su primera tarea es la de ofrecer opciones inteligibles para unos electores desorientados. No minimicemos el riesgo de un abstencionismo masivo que se orquestaría con música de organillo: «Que aquello se acabó / y no t'has enterao / que ahora hay que jugar con los mirones». No será fácil que sé decidan a pedir cartas o que sepan lo que han de hacer con ellas, muchos de los que durante cuarenta años han estado marginados de la vida política. Y no basta para inducirlos a participar el que se les diga que están legalizados los partidos porque no faltan tampoco quienes están deseando acusar al «croupier» de tramposo para dar una patada a la mesa en la espera de que lleguen los guardias y levanten la partida. No sería sólo un fracaso para el reformismo gubernamental -lo que al fin y al cabo importa poco porque los políticos han de quemarse en servicio del pueblo-, sino un serio revés en la marcha del país hacia un futuro democrático en paz y convivencia y hacia una sociedad más libre y más justa.
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