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El mundo participa en la conmemoración

No hay rincón del planeta donde, en una u otra forma, no sea visible su gravitación de poder. El mundo del apogeo romano era sólo un pedazo del mundo. Los grandes imperios modernos tuvieron zonas de influencia, más o menos vastas, pero limitadas. En cambio, la influencia de los Estados Unidos ha rodeado el planeta en mil formas, desde la política hasta la economía, desde la literatura hasta las modas, desde los hábitos alimenticios hasta la música popular.No es sólo la múltiple dimensión y presencia del poder político que se advierte en todas las latitudes, ni la del potencial económico, que dirige el comercio, la producción y las finanzas mundiales, sino hasta los hábitos de vida.

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Ha sido un caso de penetración sin precedentes. Ni la Francia napoleónica, ni la Inglaterra victoriana soñaron con alcanzar un grado semejante de expansión y de influencia. Eso que hoy se llama la globalización de la cultura es, en gran parte, la extensión de los modelos norteamericanos de vida, deportes y usos, a todos los continentes.

La mayor parte y la más efectiva de la capacidad económica y científica del mundo está en sus manos. La mayoría de los progresos científicos del último medio siglo y de las maravillas tecnológicas se han producido en sus laboratorios.

Su literatura es posiblemente la más viviente, innovadora y variada de nuestros días. Escritores como Norman Mailer, Philip Roth, Samuel Bellows, entre otros, dominan la narrativa actual. En las más recientes formas de las artes plásticas, el arte abstracto y el pop-art, han llegado a desempeñar un papel predominante.

Se puede considerar esta suma exhorbitante de recursos y poder con simpatía o con antipatía, según las ideas y deseos que se tengan sobre el porvenir del mundo, pero esto no cambia el hecho fundamental que consiste en la simple realidad del extraordinario fenómeno.

Lo que realmente debería interesar es tratar de comprender y explicarse cómo este prodigioso proceso de crecimiento pudo realizarse en dos siglos. Como las trece aisladas colonias de Gran Bretaña, que proclamaron su independencia el 4 de julio de 1776, pudieron llegar a semejantes resultados.

No hubo, desde luego, un designio del Estado. En los Estados Unidos, el Estado fue tardío y débil. No hubo ni una secta, ni un gran dirigente inspirado que lanzaran al pueblo a un definido objetivo histórico. No hubo ni César, ni Napoleón, ni Bismarck.

Fue un curioso fenómeno de crecimiento casi espontáneo. Masas de inmigrantes europeos, con un ideal de libertad civil y religiosa y con un intransigente espíritu de independencia y de trabajo, se lanzaron a cultivar y poblar las soledades del Nuevo Mundo. En el primer siglo cubrieron el espacio geográfico que les había de servir de base. Mucho más que conquista militar, hubo expansiva ocupación de poblaciones migrantes desde el Atlántico al Pacífico. Algunas de sus mayores adquisiciones territoriales fueron el fruto de transacciones mercantiles, así adquirieron Luisiana, Florida y Alaska. Cuando hubo necesidad de usar la fuerza no vacilaron en arrebatar a México el inmenso territorio del noroeste. Alexis de Tocqueville, que los observó con agudeza, en mitad del proceso de desarrollo del siglo XIX, decía que eran «una sociedad de vecinos», de gentes de simples y prácticos ideales y de elementales virtudes de frugalidad, laboriosidad y ahorro.

Lo que ese pueblo de inmigrantes ha logrado en doscientos años es uno de los grandes fenómenos de la historia universal, con un sistema político simple pero práctico, sin sacrificar las libertades públicas y manteniendo un máximum de movilidad social y de capacidad de iniciativa personal.

Un sistema político que ha sido capaz de soportar sin ruptura grandes guerras mundiales e inmensas crisis internas. Los procesos de Vietnam y Water gate, no hubiera, podido resistirlos ningún sistema político actual. El sistema de los Estados Unidos le permitió resolver radicalmente estas crisis, deponer a un presidente, realizar un inmenso acto público de revisión y depuración y mantener en funcionamiento el mismo sistema formal de hace dos siglos.

La consideración objetiva de este extraordinario hecho, más allá de sarcasmos y diti¡ambos, podría ser el mejor fruto que la amenazada humanidad de nuestros días podría obtener de esta celebración

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