La muerte de un payaso
Ha muerto Fofó. Su entierro ha sido impresionante. Diez mil niños le han acompañado hasta Vallecas, han derramado unas lágrimas y han alzado unas simples y purísimas pancartas: Adiós Fofó, Fofó, te queremos mucho. No te olvidaremos, Fofó. Fofó, ya es sabido, era un payaso.
Nada más y nada menos que un payaso. Oficio que el buen diccionario de la Academia define torpe, errada y feísimamente: «Titiritero que hace de gracioso, con traje, ademanes y gestos ridículos». (Como, según el mismo diccionario, titiritero es la «persona que trae o gobierna los títeres», la papeleta es un puro resbalón). Fofó era un payaso, definido, en esta hora más que nunca, por las palabras de Hamlet, palabras con un curioso eco maríriqueño: «¿Qué se hicierón de tus bromas, tus canciones, tus piruetas, tus gestos de buen humor, que hacían prorrumpir en carcajadas a la masa entera?». Algo se hizo. Algo serio e importante, que ha llevado a 10.000 niños a despedir a un payaso. Algo tan hermoso que seguramente el mismo Fofó habría preferido su entierro vallecano a todas las glorias de Rigoletto en la corte de Mantua.
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