Juguetes tontos para burgueses aburridos
Alguien definió cierta parcela del arte actual, la de algunos objetos -móviles, rompecabezas en metales nobles, juegos de luz, espacio o sonido- como «juguetes tontos para burgueses aburridos» Uno de estos primeros juguetes fue y es aún esa variante de los viejos rompecabezas, que hoy llamamos puzzle, y en el que, reducidos a dos dimensiones, se nos presentan desafíos que, en tres, nos regalaban en los perdidos días de la infancia. Su finalidad viene a ser la misma: matar las horas, pasar el tiempo, desafiarnos a nosotros mismos para, al final, descubrir una historia que ya conocemos desde siempre porque siempre es la misma. Los hay más o menos complicados, para distintos grados de afición, para largas enfermedades o vacaciones cortas, y su forma y el tamaño de sus piezas suelen venirnos dados por el capricho o la sabiduría de sus asiduos fabricantes.Este film del prolífico Lelouch -cinco películas en dos temporadas-, responde a ese viejo esquema, favorito de los autores policíacos. Sus piezas, movidas exhaustivamente, son París, por supuesto, con su torre Eiffel al fondo, el consabido policía simpático, con su ayudante no menos afable, un robo de obras de arte, un muerto, casas de alta burguesía, estudios de cine y, sobre todo, almuerzos a gogó en el hogar, en restaurantes más o menos populares y en algún que otro cuatro estrellas, donde se desenredan los últimos flecos del enigma. Hace tiempo, quizás porque el cine respondía a una sociedad menos hedonista, los diálogos solían tener lugar a orillas del Sena o en la penumbra de más o menos lujosos automóviles; hoy las conversaciones tienen lugar a lo largo de recitales gastronómicos, de los que este film es buena muestra. En la confección de este tipo de pasatiempos existe, como en sus rompecabezas precursores, un riesgo evidente: el de que las piezas resulten demasiado sofisticadas, más allá de su inmediata finalidad. Así sucede aquí, donde Lelouch nos somete a unos juegos de cámara subjetiva, dignos de quien, a ratos, no sabe qué hacer con ella con tal de amenizarnos el consabido diálogo.
El gato, el ratón, el amor y el odio
Argumento, guión y dirección: Claude Lelouch. Intérpretes: Michele Morgan, Serge Reggiani, Valerie Lagran , Philippe Leotard y Jean Pierre Aumont. Comedia policíaca. Francia. 1975. Cine Amaya.
A su cámara-personaje de pronto le nace un brazo que ofrece un cigarro habano a su interlocutor, va y viene de un rostro a otro, en barridos insoportables, se convierte en lo que nunca debe ser: protagonista. Otras piezas de este juego lelouchiano son viejos actores, como Michele Morgan y Jean Pierre Aumont, bazas seguras para un público femenino no emancipado que Lelouch nunca olvida, algún que otro chiste combinado con toques políticos, que también fuera de España se agradecen, y una música melancólica, a fin de que el espectador recuerde «Un hombre y una mujer» y comprenda que no se halla ante ningún realizador recién llegado. Lo malo es que entre tanto salto atrás, el público se le acaba tomando por más pueril de lo que es, sobre todo en el final, aún más pueril de lo que se acostumbra en estos casos.
Se dirá que la película es un juego. Puede ser; pero, como en todos los juegos de esta clase, demasiado conocidos o demasiado usados, no todo se explica al final, faltan piezas y ya se sabe que los rompecabezas incompletos no cumplen el fin previsto, no nos cuentan su historia, ni en el mundo del cine, ni en el perdido tiempo de los niños.
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