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Los cristianodemócratas alemanes se unen a las protestas de Roma y París

Las recientes declaraciones del canciller Federal, Helmut Schmidt, ofrecidas al público alemán en una discusión televisada, provocaron un revuelo exhorbitante, sin duda más por la personalidad y el peso de su autor, que por su contenido.

Schmidt dijo, más o menos, que «en Europa había partidos comunistas importantes donde, con violencia y fuerza, se petrificaron, a lo largo de decenios, las viejas estructuras. O sea, en Portugal, España, Italia y, hasta cierto punto, también en Francia, caracterizada por el gaullismo». En Francia e Italia, sobre todo, las alusiones críticas de Schmidt desencadenaron una profusión de comentarios y protestas cargadas de pasión y sentimientos antialemanes, no siempre objetivos. Ahora bien, tampoco en la República Federal fueron acogidas positivamente las frases mencionadas de Schmidt.

La peligrosa claridad del canciller

Sobre todo, los cristianodemócratas se vieron obligados a solidarizarse con sus amigos de Roma y París, los destinatarios principales de las iras del Canciller Federal, que, haciendo caso omiso de tacto diplomático, tuvo la osadía de hablar como en él es habitual.Sería peligroso, sin embargo, sobrestimar el análisis de situación de Schmidt en lo que se refiere a los países que constituyen el punto débil de la Alianza Atlántica y de la Comunidad Europea. El punto fuerte de Schmidt no es la política exterior. O, mejor dicho, no le concede la importancia que otros reclaman para ella. El punto fuerte del actual canciller es su claridad expositiva. Expuso en pocas palabras, lo que, en su opinión, falta en la Comunidad Europea. Adolece esta del consenso claro en la política estructural, social, económica y financiera que impida la amenaza comunista.

Para París, aunque abiertamente no lo dijera el Canciller, los problemas de prestigio siguen siendo primordiales. Para Italia, lo primordial es su desventajosa situación económica con respecto a los otros.

Cada cual con lo suyo y nadie con los demás. Ahora bien, la vertebración europea sólo será posible sí, al menos París y Bonn consiguen construir el puente que una a todos. Un puente que parecía un hecho en los tiempos de Adenauer y De Gaulle y que hoy ya no lo debe ser por las diferencias entre las dos capitales. Estas, quiérase o no, constituyen la columna vertebral de un continente sumido en diferencias de todas las clases.

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Entre París y Bonn nada parece ir bien, pese a la amistad personal entre un presidente, el francés y un canciller, el alemán. Una amistad personal que, en opinión de los eternos optimistas, presagiaba tiempos más felices para la familia europea. De nada sirven las amistades personales cuando se trata de la lucha por la supervivencia. Tanto para Giscard D'Estaing como para Schmidt, éste es el verdadero problema. Los demás, aunque sean importantes, quedarán al margen y se resolverán -como ya viene siendo habitual en la Europa de los Nueve- por su propio peso.

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