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Tribuna:La guerra civil en Málaga / 3
Tribuna
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La hora de las represalias

Los ataques aéreos, aunque no producían daños militares, provocaban profunda indignación y deseo de revancha. En respuesta, la fuerza aérea malagueña, compuesta de cuatro pequeños aviones de pasajeros, hizo una salida para bombardear la Alhambra; se decía que al lado habían instalado una batería, y los pilotos aseguraron haberla acertado, aunque en realidad no dieron en el blanco. Pero la gente de la calle pedía sangre. Durante los primeros ocho días después del alzamiento, como pude comprobar más adelante, nadie fue ejecutado, aunque la prisión estaba llena de sospechosos.

Pero ya empezaban a discutir si cada vez que hubiera un ataque aéreo que causara bajas, no habría que sacar unos cuantos prisioneros de la cárcel y fusilarlos. También hicieron su aparición grupos de terroristas reclutados entre los miembros de la FAI que recorrían la ciudad y el campo en busca de fascistas. De repente, en unos días, esta palabra, fascista, apenas oída antes, llegó a significar un ser casi mítico, un enemigo de la raza humana, algo así como las brujas en el siglo XVII. Las emisiones de Queipo de Llano habían contribuido a ello creando una imagen de furia sádica y de salvajismo. Gente así tenía que ser exterminada, Mi primer atisbo de este aspecto siniestro de la revolución data de fines de julio. Un camión armado de las juventudes de la FAI se presentó en nuestro pueblo, declarando que habían venido para llevarse a los fascistas locales a la prisión de Málaga. Un hombre muy impopular, un carabinero retirado, estaba confinado en el calabozo del pueblo, y como me dijeron que también pretendían llevarse a un amigo mío llamado Juan Navaja, me apresuré a salir a la calle para ver si podía intervenir en favor suyo. Al llegar, encontré un camión abarrotado de muchachos —sólo uno tenía más de veinte años—- vestidos con camisas rojas y armados de fusiles y metralletas. No habían encontrado a Juan, pero después de un gran revuelo y de muchas protestas de la gente que se había reunido, se llevaron al carabinero. Cómo garantía de que no lo liquidarían durante el viaje, permitieron que su mujer y su hija lo acompañaran. Apenas había salido el camión cuando llegaron los dos secretarios del comité del pueblo. Indignados ante está autoritaria manera de proceder, montaron en un coche, alcanzaron al camión y obligaron a los muchachos a devolver al prisionero. Porque los principios del comunismo libertario exigían que cada pueblo juzgara a sus propios habitantes.

Aquella tarde los dos secretarios del comité vinieron a verme para solicitar un donativo. Uno de ellos era un hombre joven y agradable, de menos de treinta años, que hablaba un castellano muy correcto. El otro era unos doce años mayor: elegido por su elocuencia, podía haber sido en época distinta un fraile franciscano de grandes ojos húmedos y hablar suave y suplicante. Se sentaron a beber un vaso de cerveza conmigo y les felicité por haber rescatado al carabinero.

« Yo soy partidario de matar a los realmente malos», dijo el primero. «La muerte no es nada. Se acaba enseguida, así que, ¿por qué temerla? Pero este carabinero no era demasiado malo, y ahora que ha recibido una lección quizá se arrepienta y se haga bueno».

Su compañero de más edad se mostró de acuerdo con él.

«Hubiera sido terrible que lo fusilaran. Es un hijo del pueblo. Su familia vive entre nosotros. ¿Como podríamos mirarles a la cara si dejáramos que lo mataran?»

Desconfianzas

Y empezó a extenderse con tono lacrimoso en comentarios sobre el terror que el pobre hombre habría padecido. Quizá, como escribí en mi diario, no existe tanta diferencia como uno podría imaginar entre la piedad sentimental de esta clase y una satisfacción de tipo sádico. En épocas revolucionarias, reflexionaba yo, se hace bien desconfiando de todos los que encuentran un estimulo emocional en la muerte violenta o en el sufrimiento de otros. Esto no sucede en las guerras entre naciones.

Pero el carabinero no estaba a salvo. Pocos días después las juventudes de la FAI volvieron con sus camisas color rojo sangre y su camión erizado de armas y se lo llevaron. Los dos secretarios del comité habían sido advertidos de que podría ser peligroso tratar de resistir la voluntad del pueblo, y habían salido de Churriana para no estar presentes. Nadie se atrevió a oponerse a aquella partida de terroristas. Mientras pedaleaba en mi bicicleta, camino de Málaga, al día siguiente, vi el cuerpo del pobre hombre, a un lado de la carretera: no era ya un ser humano, sino un simple muñeco roto.

Las personas sentenciadas a muerte no eran, sin embargo, las más conspicuas. Los comités de los sindicatos no habían preparado listas de sus enemigos antes del alzamiento. Su desconocimiento de quienes deberían eliminar por razones ideológicas ponía de manifiesto una ingenuidad casi conmovedora. Mataban simplemente a la gente que no les gustaba: de ordinario, hombres de posición muy humilde que habían ejercido algún tipo de tiranía sobre ellos. Era como si en un motín militar se fusilara a todos los sargentos pero a muy pocos oficiales. Un caso aparte fue la ejecución de todos los sacerdotes y frailes así como los miembros de la familia Larios, propietarios de la gran fábrica de algodón. En todas las revoluciones del siglo pasado habían sido los primeros en sufrir las consecuencias. Pero a los terratenientes no les pasó nada. Vivían en sus cortijos, que no eran grandes, y eran bien conocidos de los hombres que trabajaban en sus tierras. Entre ellos, por ejemplo, mi vecino el coronel Ruiz, conocido por el "el coronel del millón de pesetas". La historia que se contaba era que, cuando trabajaba en Marruecos como habilitado, se había dejado tentar por un paquete que contenía un millón de pesetas en billetes, y subiéndose a su coche, se marchó con él. Al descubrir que le perseguían, se detuvo junto a un kiosco de periódicos, en Larache, envolvió los billetes con un papel impermeable y los arrojó encima del kiosco. Le registraron nada más detenerlo, pero al faltar la evidencia del robo tuvieron que dejarlo en libertad aunque le obligaron a retirarse del ejército. Dos años después volvió a Larache, encontró el hato de billetes todavía sobre el techo del kiosco, y se lo llevó a casa. Gastó el dinero en comprar un buen cortijo en Churrriana. Cuando unos años después el general Primo de Rivera subió al poder, a él le pareció prudente retirarse por una temporada a Paris. Pero tampoco esta vez se encontró evidencia contra él, así que regresó a su casa. Como en el interregno había quedado viudo, se casó con su ama de llaves. Fue este matrimonio, más incluso que el escándalo financiero, lo que le distanció de los otros miembros de su clase, los cuales se negaron a aceptar a su mujer. Como represalia, no quiso suscribirse al periódico conservador El Debate, y lo hizo, en cambio, al liberal El Sol, aunque carecía de convicciones políticas. Esto le hizo bienquisto de la izquierda, y cuando murió, su hijo, un simpático homosexual muy divertido, heredó su popularidad.

Caso excepcional

Un caso más excepcional, sin embargo, fue el del marqués de las Nieves, hijo mayor del duque de Aveiro, que poseía una gran propiedad llamada El Retiro, fundada por un hijo ilegítimo de Felipe IV que llegó a ser obispo de Málaga. Esta casa, con su famoso jardín ornamental, estaba situada a mitad de camino entre Churriana y Alhaurín de la Torre. La familia vivía en Madrid y pocas veces venía a Málaga: en cuanto a las tierras, excepto las que estaban destinadas a parque y jardín, se las dejaban cultivar a los campesinos. Esto quiere decir que se les conocía muy poco en el distrito. Sin embargo unos días antes del alzamiento el marqués de las Nieves se presentó en su cortijo.

Alhaurín de la Torre era un pueblo muy anarquista, donde la tierra estaba bien distribuida. Cierto panadero, miembro de la FAI y muy fanático, formaba parte del comité. Ya fuera por algún resquemor personal o porque no le gustaban los marqueses, decidió que este joven aristócrata había que «darle el paseo». Pero los habitantes de Churriana sentían una antipatía tradicional por los de Alhaurin. Ese era el esquema tradicional: cada pueblo odiaba al vecino, pero tenía sentimientos amistosos hacia el pueblo de más allá. Cuando se supo que los de Alhaurín se preparaban para resolver por su cuenta el caso del marqués, se produjo un revuelo. Discutieron el asunto en la casa del pueblo, donde se decidían los asuntos locales. Yo estaba presente aquella noche, de pie cerca de la puerta. El secretario lacrimoso se dirigió a la asamblea. Al llamado marqués, dijo, no había que hacerle daño. Una prueba de su buena voluntad era su contribución de doscientas pesetas para los gastos del comité. Considerando que había sido criado en el vicio y en la ociosidad, su donativo era prueba de un carácter noble y de sus simpatías hacia la nueva era de libertad y fraternidad que comenzaba. Nadie disintió, tomándose la decisión de proporcionarle una guardia permanente que él, por supuesto, tendría que pagar y alimentar. El marqués de la Nieves sobrevivió hasta que, en el éxodo genera, a raíz de la toma de Málaga por las tropas italianas, una camarilla de Alhaurín lo fusiló.

El primer anarquista que conocí

El panadero de Alhaurín, conocido con el nombre de El Guacho, había sido durante cierto tiempo buen amigo mío. Hacía un pan moreno excelente que traía todos los días a lomos de burro y, como era el primer anarquista que conocía, entablaba conversación con él frecuentemente. Estaba bastante al tanto de la literatura libertaria y se mostró muy cordial cuando le dije que había leido uno de los libros de Kropotkin y conocía incluso a uno de sus amigos. Era muy fanático en todo y especialmente sobre los alimentos. El vino, el café y el té eran, en su opinión, drogas perniciosas que había que prohibir, mientras que la carne y el pescado no sólo envenenaban el cuerpo, sino que destruían las defensas morales. De hecho, ni siquiera creía que fuera conveniente comer pan: si siguiéramos a la naturaleza como era nuestro deber, tendríamos que vivir únicamente de los frutos de la tierra. Sin cocinar.

Una de aquellas mañanas le alcancé por el camino mientras volvía en burro a su pueblo, y fui andando a su lado algún trecho. No recuerdo cómo, las ejecuciones sumarias de los jóvenes de la FAI salieron a relucir.

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Frenesí de muerte y destrucción

PUBLICADO POR AUTORIZACIÓN ESPECIAL DE ALIANZA EDITORIAL CON MOTIVO DE LA SALIDA DE "EL PAÍS"

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