La emigración, episodio casi obligado en un español
Cuarenta años después de ser elegido miembro de la Real Academia de Ia Lengua, Salvador de Madariaga leyó su discurso de ingreso. Se tituló De la belleza en la ciencia, del que ofrecemos un resumen«Señores académicos:
Pues claro que la tuve: la tentación de comenzar este discurso con un resonante Decíamos ayer.. Pues, claro que la tuve. Pero no cedí, ni ceder podía, porque me faltaba la gente con que llenar ese decíamos. Primera persona plural que ni es profesoral ni política, sino algo más sutil y fino que engloba a los que escuchan sin por ello absorberlos. «Decíamos». Todos. Yo, que hablo, y vosotros que... pero ¿quién sería ese vosotros, vivo hoy y vivo en aquel ayer? La respuesta, a la vista está. De los que me eligieron, sólo responden hoy nuestro ilustre decano y mi compañero de emigración Tomás Navarro Tomás. Todos los demás pueden alegar total inocencia.
Tanto mayor habrá de ser mi gratitud por las virtudes de amistad que en mi caso habéis derrochado: espíritu cívico, paciencia, confianza y magnanimidad. Las virtudes son de tan delicada tesitura que a veces el mucho elogiarlas puede ofenderlas. No seguiré, pues, tocando esta tecla porque aun explicarlo puede sobrar, y, al fin y al cabo; a buenos entendedores hablo y media palabra basta.
Predecesores
Como si esta recepción de un académico novel, a los cuarenta años de su elección no, viniese ya de suyo cargada de ironía quiso la suerte juguetona o la sesuda Providencia (que sobre esto no he acertado todavía a formarme opinión) que mi predecesor contara ya setenta y seis años cuando vino a sentarse en esta silla que ocupó dieciséis años, de modo que dejó la Academia y el mundo a los noventa y dos.Casares nos lo pinta con segura pluma de artista: «aquel viejecito vivaracho y afable», y a fe que el retrato es bueno y recuerda bien la impresión de viejos que causaban entonces los noventones, aunque ya los hubiera entre ellos más frescos que una lechuga. Afables, sin duda, pero también solían ser estos viejecitos no poco cascarrabias, pues algo habían de cascar, si las muelas no daban para nueces, pero la cosa no pasaba a mayores porque aquellas rabias no eran tan duras de cascar como las de hoy.
Pero ¿cómo podría seguir hablando de él sin mencionar a su predecesor, a aquel don Francisco Andrés Commelerán que fue mi rector y mi profesor de latín cuando vine de La Coruña al Cardenal Cisneros?
El exilio como obligación
Nada de este corretear por los pasillos, del Cardenal Cisneros osaría frivolizar la vida activa y creadora de Gutiérrez Gamero, vida en la que hallo algún que otro rasgo semejante a tal o cual de la mía. No os recordaré su período de emigrado político en Francia, porque éste es episodio casi obligatorio en un español. Francia e Inglaterra han sido siempre, al menos desde la Reforma, y más aún desde la Revolución Francesa, como dos almohadas sobre las que España tenía, a veces, que posar, su cansada y abatida testa.En los archivos de San Pedro se hallará (si se busca bien) lo que pasó entre el Santo Portero de la Eternidad y el Creador y Señor de ella cuando, abrumado por la espantosa realidad, San Pedro confesó al Señor que tenía en la puerta esperando a un tan inmundo pecador que el mismo Infierno le parecía, más que castigo, lugar de recreo para tamaño monstruo; lo cual hizo meditar dolorosamente al Señor y al fin sentenciar el casó: «Que vuelva a la Tierra y que nazca español inteligente».
Emigrado fue Gamero y aficionado a números como agente de bolsa, lo que le llevó a sentir verdadero interés por la ciencia, ya que sólo hay ciencia de lo mensurable. Y aquí me vuelvo a encontrar con él, porque en su discurso de entrada, camino de su tema, la novela social, plantea otro que me ha fascinado siempre: el de la belleza de la ciencia.
¿No valdría más decir belleza en la ciencia? Con vuestra venia, aspiraría yo aquí a aclarar el problema apoyándome en algunos recuerdos de mis estudios físico-matemáticos en París.
Abordo el tema al modo empírico, recordando que, in illo tempore, acercándome a los veinte años, venía descubriendo a la vez la gran música europea y la gran matemática europea. Ahora bien, ocurría que dos de mis profesores de matemáticas eran geniales Henry Poincaré y Henry Becquerel; pero como profesores eran tan ineptos como lo hubiera sido Cristóbal Colón de profesor de feografía; en cambio, había en l'Ecole Polytechnique entonces un profesor auxiliar -repetidores les decían- que se llamaba Humbert, y que, dotado por la naturaleza de un asombroso don de exposición, hacía nuestras delicias con sus lecciones de análisis algebraico.
Y éste es mi primer encuentro con la divina realidad: que pronto me puse a comparar mi goce al oír a Humbert por la mañana y mi goce al oír Bach o Beethoven por la noche, goces, me decía con asombro, que eran de idéntica índole.
Llegado así a las cosas por este camino, parece como si la belleza fuera, como la verdad, un concepto y una vivencia puramente objetivos, sin mezcla de influencia subjetiva alguna. Pero la experiencia parece sugerir vivencias más complejas y, pensando en el poder soberano del amor en todo lo que es vida, me ha ocurrido alguna vez definir la belleza como «el resplandor de un objeto (cosa o persona) que se mira con amor». ¿Cómo explicar de otro modo que el mismo rostro, garbo y ser se afirmen como belleza irrefutable por el novio, sin que la convicción pase al cura o a los padrinos?
Así, pues, el problema que la belleza científica nos plantea es si, para ser bello, el objeto ha de menester de un aporte en términos de armonía, o si basta mirarlo con ojos de amor.
El deseo de saber
La conclusión nos envuelve en bruma de perplejidad. Vamos por el mundo ciegos, apoyados en el bastón blanco de los cinco sentidos, impulsados por un deseo de saber. De saber ¿qué? La índole misma de lo que deseamos saber no la sabemos. Ignoramos lo que sea la esencia de nuestra ignorancia; pero queremos saber. Y quizá con el andar del tiempo y el mucho haber vivido se va concretando, si no el misterio, por lo menos el misterio del misterio. Queremos saber quién es Dios.Observamos lo verdadero, hacemos lo bueno, sufrimos, nos consumimos, ardemos en lo bello.
Quizá se encuentren los tres allá en el infinito, como las rectas paralelas.
Babelia
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