Luis Enrique, un seleccionador en la trinchera
Luis Enrique Martínez García, de 52 años, se enfrenta al reto de su vida: el Mundial de Fútbol masculino que comienza el próximo domingo en Qatar. Deportista de resistencia y sufrimiento, amado y odiado a partes iguales, el campeonato supone una lucha contra el mundo y contra sí mismo
Pepe, el barbero, suspira, suelta el peine y la maquinilla, improvisa sobre la encimera un campo de fútbol con los frascos de colonia, jabón y fijador, convierte sus dedos en jugadores y explica la formación 4-3-3 a su cliente: “Luis Enrique juega con este sistema; es un modelo rápido y ofensivo; se trata de estar siempre en posesión de la pelota y, si la pierdes, recuperarla enseguida; presionar y atacar arriba. Buscar el gol. Corres riesgos, tienes la defensa muy adelantada, te puedes agotar, pero le tocas las narices a cualquiera; es un heredero evolucionado del fútbol total de Cruyff, el del Barça, aunque el de Luis Enrique es más rápido e intenso que el de su amigo Guardiola”, sentencia mi barbero.
Decía Napoleón que cada soldado francés llevaba en su macuto el bastón de mariscal. Trasplantado a España, todo aficionado al fútbol lleva en su interior un seleccionador nacional. En la práctica solo hay uno. Se llama Luis Enrique Martínez García, tiene 52 años, nació en Gijón, comenzó a jugar a los siete; fue con diversa fortuna futbolista en el Madrid y el Barcelona y más tarde entrenador de ese equipo; un jugador italiano llamado Mauro Tassotti le partió de un codazo la nariz ante la pasividad del árbitro en el Mundial de 1994, provocando un drama nacional; es un deportista de sufrimiento y resistencia; se lleva muy mal con la prensa. Y cobra por sus servicios a la Real Federación Española de Fútbol durante su contrato como preparador de la selección masculina (desde 2018 hasta el final del Campeonato del Mundo de Qatar, más allá todo son conjeturas) en torno a tres millones de euros por temporada. En contra de lo que se podría pensar, dada la trascendencia patriótica de la Roja, se trata de dinero privado, como lo es la Federación, “una entidad asociativa privada, pero de utilidad pública”, según explica Pablo García Cuervo, su director de comunicación, en el frío cubo de hormigón y cristal de la Ciudad del Fútbol de Las Rozas (Madrid). “De nuestros 400 millones de ingresos, solo 1,6 millones proceden de ayudas finalistas públicas que provienen de las quinielas”. Por lo tanto, si Luis Enrique no recibe dinero público, nada le obliga a ser transparente. Nadie manda realmente en él. Da la sensación de ir por libre. Su figura está siempre envuelta en una atmósfera de total hermetismo. Acceder a su burbuja es complicado.
Luis Rubiales, el presidente de la Federación que lo fichó como seleccionador en 2018 fiándose de su olfato, explicó recientemente a EL PAÍS lo que esperaba de su trabajo: “Una selección reconocible, que va a tener siempre más el balón que el rival, que va a jugar con descaro y atrevimiento”. Luis Enrique coincide en esa fórmula que él materializa en “jugadores talentosos, no muy fuertes físicamente, pero pícaros, pillos, listos”. Concordancia de ideas. Entre las condiciones de su contrato también estableció que no iba a conceder entrevistas, tan solo ruedas de prensa. Son para él un mal menor. En ellas se siente como un gladiador entre fieras. Y brota lo peor de él: el desafío, el mal gesto, el monosílabo. Aunque sea un tipo dialécticamente brillante, capaz de monologar durante horas sin papeles y con un humor vitriólico, odia esas comparecencias. Como entrenador del Barça (2014-2017) llegó a hacer 124 en un año. Un exdirectivo del Barcelona lo explica: “Lleva fatal hablar con los periodistas porque sabe que, si se expone mediáticamente, tiene más posibilidades de contradecirse y meter la pata. No es tonto”. Para otro, “necesita alguien a su lado como lo que representa Manel Estiarte para Pep Guardiola en relación con los medios: un pacificador. Pero este no se fía ni de su sombra; es inmanejable”.
Luis Enrique no es un seleccionador al uso, que hasta ahora había sido un señor mayor y sabio, escaso de forma y un poco gruñón, en el final de su carrera deportiva, al que si todo le salía bien podía aspirar a un marquesado, como Del Bosque tras ganar el Mundial de 2010. Y que con la excepción de Javier Clemente entre 1992 y 1998 (que es el modelo que sigue Luis Enrique), se llevaba bien con los medios: al menos una comida de vez en cuando con su capillita periodística. Pero Luis Enrique Martínez cree que no tiene que almorzar con nadie; no se ve al borde de la jubilación; se siente en activo, en plenitud, con una carrera por delante; joven y con una forma física de ironman. Es la única estrella de una selección sin estrellas, de clase media, “sin jugadores diferenciales”, como nos explica el exjugador y entrenador Jorge Valdano: “Son gente muy joven que pueden ganar o perder con cualquier favorito. Nunca fue tan necesario para un equipo un entrenador tan bien formado y con una convicción tan grande como Luis Enrique”. Esa reflexión la comparte el veterano periodista deportivo Santiago Segurola: “Es el mejor seleccionador posible; la selección juega como él quiere, es un juego moderno, intrépido, con coraje, aunque con carencias defensivas; es su único líder por carácter e ideas; y van a jugar como él quiere, sin cambiar ni un mínimo su esquema, aunque no convenza a nadie”. Y la abrocha Andoni Zubizarreta, el exguardameta y después el director deportivo que le fichó en 2014 como entrenador del Barça: “El fútbol es un juego de incertidumbre, el peor equipo te puede ganar en el último minuto. Y el jugador no quiere incertidumbres, quiere certezas. Como entrenador tienes que convencer al jugador, eliminar parte de esa incertidumbre. Y eso lo hace muy bien Luis”.
Moral de victoria, como en la guerra. Los periodistas deportivos, con su afición a la épica, califican a los seleccionados como los “pretorianos”, “centuriones” y hasta “gurkas” de Luis Enrique. Esta selección es la suya. Para bien o para mal. Con los jugadores de nacionalidad española de todas las edades, categorías y ligas que ha tenido la potestad de elegir en todo el planeta. Ha ojeado y analizado a unos 70, y a partir de ahí hizo, según sus palabras, “un lifting”. Los convocados, estén donde estén, tienen la obligación administrativa de acudir a sus concentraciones. Y cobran 25.000 euros por partido. Tras las puertas de la Ciudad del Fútbol, entre esos selectos, el modelo de juego y la visión del fútbol, de la vida, de la relación entre las personas, de la lealtad, la discreción y la rectitud son los del míster. Y si no lo asumes con ahínco, sin discutir, te marchas. Ya seas un futbolista o un miembro de su staff (así rodaron las cabezas de algunos de sus más estrechos colaboradores, Robert Moreno, Jesús Casas, José Sambade o Marcos López). En la selección no está permitido más ego que el suyo. Luis Enrique es un maestro (agresivo, pero no leñero) en el juego del uno contra uno desde que se inició como profesional en el Sporting. Puro cuerpo a cuerpo. Tú o yo. Blanco o negro. Una filosofía que se concentra en esta frase que profiere a sus chicos en el documental hagiográfico sobre la selección, La fuerza del grupo: “¡Chavales, que el día que os puedan pisar la cabeza os la van a pisar!”.
Luis Enrique es, por otra parte, el introductor de la modernidad y las tecnologías de la información en la selección. Capitanea un cambio de era. La anterior se inició con la cremallera de victorias de 2008 (Eurocopa), 2010 (Mundial) y 2012 (Eurocopa), y concluyó con la derrota a la primera de cambio en el Mundial 2014. Adicto a todo lo nuevo, cueste lo que cueste, lector implacable, ha aplicado el análisis del big data a la estrategia y la táctica de su equipo. Cuenta con un staff de fieles cuya función es observar cómo juega la selección y cómo juegan sus rivales; cruzar toda esa información mediante aplicaciones informáticas, y sacar conclusiones. Por ejemplo, cómo colocarse, sobre la marcha, incluso en el descanso de un partido. Durante las concentraciones, en el campo de juego, Luis contempla evolucionar a sus chicos como un emperador desde la altura de un andamio omnipresente en la Ciudad de Fútbol, se comunica con cada uno de ellos con un radiotransmisor y controla a través de GPS y sondas situadas en sus chalecos sus movimientos, cuánto corren, a qué velocidad, con qué potencia y frecuencia cardiaca. Nada se le escapa. El que no juega con la intensidad exigida, se cae del equipo.
Qatar supone para Luis Enrique Martínez el reto total. Quizá el de su vida. Lo hace feliz representar a España. Se siente “gijonudo”, asturiano y muy español. Exactamente igual que aquel chaval que junto al equipo de España conquistó el oro en los Juegos Olímpicos en Barcelona 92 ante 100.000 personas en el Camp Nou. Es un desafío. Algo similar a pedalear al límite una quebrantahuesos de 205 kilómetros y cinco puertos; correr por el desierto de Marruecos con 10 kilos a la espalda y los pies ensangrentados; aguardar durante horas la ola perfecta en Noosa Beach (Australia) o bajar de las tres horas en un maratón entre el mármol renacentista de Florencia. En cada partido no solo se enfrenta a un rival deportivo, también a los medios de comunicación, las redes sociales y, si es necesario, la grada. Se enfrenta a sí mismo y al mundo. Lo nutre de adrenalina. Lo explicó tras un accidentado partido contra el Madrid cuando ya militaba en el Barcelona: “Yo quería que me silbaran mucho. Hay dos formas de volver al Bernabéu: o pasando totalmente inadvertido o puteándote mucho. Y yo prefiero que me puteen. Quería que me silbaran mucho. Eso quiere decir que les dolió que me marchara”.
Es la historia de un seleccionador que un día fue Luisín, después Lucho, más tarde Luis Enrique y hoy, simplemente, Luis. Su sistema operativo es el mismo. “Porque su juego es una reproducción perfecta de su forma de ser”, explica el periodista Ladislao J. Moñino.
José María Fernández de Brito, de 70 años, atesora en su domicilio del barrio gijonense de Pumarín cuatro décadas del fútbol base en cajas de zapatos. Entre miles de fotografías, cartas y documentos, uno se topa con la primera licencia federativa de Luis Enrique Martínez, aún sin cumplir los 10 años, como jugador del Xeitosa. Brito fue su descubridor. “Los niños del barrio no tenían campo, jugaban en la calle del Bierzo, que no tiene salida y casi no tenía coches. Un día me trajeron un chaval de siete años para verlo jugar. Era muy competitivo. No creía en la derrota. Subía muy rápido. Llegó a ser muy completo. Me sorprendía que nunca llorara, era muy duro; no lo he visto soltar una lágrima en mi vida”.
Luis Enrique vivió en la calle de Guipúzcoa y después en la de Entrego en Gijón. Bloques similares de clase trabajadora. Su padre, Luis Felipe, natural de Sapinas, era camionero por cuenta ajena, y su madre, Nely, de Soirana, costurera. Tuvieron tres hijos, Argen, Luis y Felipe. No les sobraba el dinero. Colegios públicos y veranos de bici y balón en el pueblo. Y jamás un abono para El Molinón, el mítico estadio del Sporting. Luisín, fibroso, maquinador, liante y peinado a flequillo, iba a ser el clásico producto de la cantera del fútbol de provincias. Hizo la lenta peregrinación por las categorías inferiores, con mucho sacrificio, sinsabores y sin cobrar un duro. Listo y rápido de reflejos, pero jamás interesado por los estudios, probó la FP en el instituto de los jesuitas de Revillagigedo sin pena ni gloria. Por fin recaló con 19 años en el primer equipo del Sporting de Gijón la temporada 90-91, con un sueldo de 10 millones de pesetas al año (60.000 euros). Había llegado a la tierra prometida. Su entrenador, Carlos García Cuervo (que simultaneaba ese trabajo con el de ferretero), dibuja al personaje mientras paseamos por la Escuela de Fútbol de Mareo, donde se preparaban: “Me sorprendió la ilusión tan tremenda que tenía. Era muy finito, tardó en desarrollarse, pero era valiente y no se amedrentaba. Era delantero punta, se le metía en la cabeza el gol e iba a por él”. Joaquín Alonso, su compañero en aquel equipo, es sucinto en su primer juicio caminando por el césped de El Molinón: “Fuerte en la disputa”. Luego lo completa telegráficamente: “Peleaba todos los balones; nunca daba uno por perdido; siempre pensando en ganar; apasionado; salida fuerte”. Aquella temporada, Luis Enrique marcó 17 goles con un Sporting endeudado y que fijó en 250 millones de pesetas el precio de su cabeza si algún equipo de Primera quería contar con sus servicios. Y comenzaron a llamar.
Luis Enrique se convirtió aquel verano en el jugador de moda. La revelación. “Principito de Asturias”, titulaba El Mundo Deportivo en 1991. El Madrid, el Barcelona y el Atleti lo cortejaron. Tenía 20 años. Se compró un Opel Calibra rojo y en el verano de 1991 fichó por el Real Madrid por cinco temporadas a 600.000 euros (100 millones de pesetas) por año. El Barça se retiró de la puja. Lo comparó con un melón sin abrir. Y se quitó de en medio.
¿Era un madridista con alma culé? Al parecer, sí. En privado no lo ocultaba. Los del Sporting eran barcelonistas por tradición, al igual que sus rivales del Oviedo, merengues. El sueño de su abuela Argentina García era verlo vestido de azulgrana. Pero se fue al Madrid. ¿Por qué? Como diría años después en una entrevista con el ciclista Ibon Zugasti: “Yo trabajo por la pasta como todo dios”. ¿Estaba convencido del paso que daba? Según un amigo: “Profesionalmente, era para él un éxito, pero nunca tuve claro si ir al Madrid lo hacía feliz”. Otro íntimo recuerda una convocatoria de la selección en Cervera de Pisuerga, en 1992, en la que el hoy seleccionador le confesó que no encajaba en el Madrid. Era su primer año de blanco y la cosa ya se había comenzado a torcer.
En el primer piso del diario EL PAÍS, en Madrid, se conserva el búnker que alberga el archivo de papel del diario. Centenares de miles de recortes de todos los periódicos de cada época perfectamente clasificados. La carpeta de Luis Enrique no abulta mucho. La primera parte se centra en aquellos años del Real Madrid. Repasándola con calma, uno no llega a entender cómo se gestó el desencuentro entre el jugador y la hinchada madrileña hasta su huida al Barça en 1996. Era un jugador sin más. Pero con la piel más fina.
No llegó al Madrid en un buen momento. Se sucedieron los presidentes y los técnicos. Luis Enrique llegó tarde a la entrañable Quinta del Buitre y demasiado pronto al sofisticado Madrid de los Galácticos, que se inició en 2000 con el fichaje de Figo y los posteriores de Zidane, Beckham y Cristiano. Era un jugador joven, tímido, paletillo, de la cantera del Sporting (que como el Athletic de Bilbao o la Real Sociedad abastecían a los grandes) que nunca se metió en el bolsillo a la afición. En lo personal, estaba solo, lejos de Gijón, no comía con sus compañeros y rehuía la vida social (aunque hizo negocios de construcción). Y, sobre todo, esquivaba y no le gustaban los reporteros. Algo que ya había empezado a hacer en el Sporting, según el periodista Lluís Lainz en su libro El método Luis Enrique.
Se sentía infravalorado. Era delantero centro. Le habían fichado del Sporting con fama de ser un jugador que veía el gol. Pero los entrenadores blancos tiraron de su polivalencia y le situaron cada vez más atrás. Imposible el lucimiento. Era un comodín. Fue lateral derecho e izquierdo, punta y extremo. Nunca se sintió fijo ni seguro. Para José Manuel Lázaro, exdirector de comunicación del Barcelona, “un futbolista se juega mucho en muy pocos años. Estás o no estás. Más allá de lo económico, tienes que estar en los títulos, los fichajes, los titulares, las polémicas, si no te olvidan”. Solo marcó en cinco años irregulares y sin brillo 14 goles en 157 partidos. Su descubridor, José María Brito, recuerda una conversación con su viejo pupilo: “Luis había tocado el cielo en el Real Madrid, pero se quejaba de que no jugaba lo suficiente, que tenía mucho más que dar. Yo le dije que mirase la edad que tenía y dónde estaba…”. La grada empezó a pitarle. Y la prensa deportiva madrileña a zurrarle. Uno de los santones radiofónicos de la época, Gaspar Rosety, le lanzó en las ondas: “Luis Enrique es más inútil que la primera rebanada del pan Bimbo”.
Su contrato con el Real Madrid vencía en 1996 y un año antes, su representante, Ginés Carvajal, el más poderoso de la época, se puso manos a la obra. Según confesó en una entrevista en 2018 a El Confidencial: “Yo tenía un jugador que era imposible que conectara con la afición del Bernabéu, Luis Enrique. El Real Madrid dijo que no le iba a renovar y buscamos un sitio para acomodarle”. Ese sitio era el Barcelona. El rumor de que se pasaba al enemigo se comenzó a extender. Y arreciaron las pitadas y los insultos en el Bernabéu. Todavía sin cumplirse su contrato con el Madrid pasó en secreto el reconocimiento médico con el Barça. Y le pillaron. Y agredió al fotógrafo Luis Ángel Alonso. Días después firmaba cinco temporadas con el Barcelona que serían ocho. Después de 26 años, el madridismo aún no se lo ha perdonado. Y esa situación afecta a su papel de seleccionador. Sobre todo, cuando no convoca a casi ningún jugador madridista. Y, por el contrario, lo hace con el barcelonista Ferran Torres, un joven delantero que antes jugó en el Manchester City, y es el novio de su hija mediana, la exitosa jinete profesional Sira Martínez, de 22 años.
Para Alfredo Relaño, periodista deportivo y exdirector del diario As, “la segunda religión de este país es el madridismo y nunca ha olvidado su traición”. A la inversa, lo mismo se podría decir del Barça. En el documental El caso Figo: el fichaje del siglo, se relata la oscura contratación de Luis Figo en 2000, un héroe del Barça abducido por el Madrid a cambio de un talón de 60 millones de euros firmado por el entonces ascendente Florentino Pérez. Y la posterior guerra sin cuartel que los extremistas culés libraron contra su antiguo icono portugués al grito de: “Traidor, pesetero, Judas, venderías a tu madre si la conocieras”, mientras le arrojaban cabezas de cerdo y botellas de JB cuando regresaba al Camp Nou. En el caso de Luis, el cántico insultante del despechado madridismo radical incluía además un elemento racista que le ha perseguido durante estas décadas: “Luis Enrique, tu padre es Amunike”. Emmanuel Amunike es un futbolista nigeriano que llegó al Barça el mismo año que el hoy seleccionador.
Con su marcha al Barcelona en 1996, Luis Enrique concluía su juventud futbolística e iniciaba su madurez deportiva y vital. El Barça le daría todo y él le daría todo. Hasta gritar “¡visca Catalunya!” en la plaza de Sant Jaume. Se iba a convertir en un ídolo culé, una afición que siempre supo apreciar su defección del gran enemigo y que, además, a la primera de cambio, echara leña al fuego: “La época en el Real Madrid no me trae buenos recuerdos. Me veo en los cromos de blanco y no me reconozco. Creo que el azulgrana me sienta mucho mejor”, llegó a decir. Jugaría en el Barça ocho temporadas, 303 partidos oficiales y marcaría 110 goles. Conseguiría títulos, dinero, la posición de capitán y, sobre todo, crearía una familia. La estabilidad que buscaba. Barcelona ha sido siempre su punto de llegada.
Al año de aterrizar en el Barça, en diciembre de 1997, contraía matrimonio con Elena Cullell i Falguera en la elegante catedral de Santa Maria del Mar de Barcelona. Solo 200 invitados y seguratas con pinganillo. Ella era una economista formada en Chicago y miembro de una familia de la alta burguesía catalana, conservadora, afincada en el Baix Llobregat, con negocios y blasones, y cercana a Convergència i Unió. Cuando se casaron, ella dejó de trabajar. Se habían conocido en el aeropuerto de El Prat y su relación se cimentó surfeando en Castelldefels, donde ambos vivían y han vivido 20 años. Tendrían tres hijos a los que iban a poner nombres asturianos: Pacho, Sira y Xana. En muchas de las aventuras deportivas de su pareja, Elena Cullell le ha acompañado conduciendo la furgoneta. Y ha participado en carreras de resistencia. La familia es la auténtica razón de ser de Luis Enrique.
De cerca, el seleccionador es menos alto de lo que parece. Apenas 1,80. Quizá sean sus largas y finas articulaciones y su delgadez fibrosa las que causan ese efecto. Nunca llega a los 70 kilos, tiene un control preciso y diario de su peso y alimentación, sin azúcar ni grasas, y exhibe unos abdominales perfectos. La piel de su rostro está siempre cortada, como azotada por el viento y el sol. Al estilo de un ciclista o un montañero. Como todos los grandes deportistas veteranos, camina desmadejado, con cierta inestabilidad. Es el resultado de la alta competición. Rotura de nariz y de pómulo; operaciones de rodillas; una de ellas machacada; infiltraciones, tendones de Aquiles triturados. Víctor Gonzalo, el exciclista que le preparó durante dos años para correr maratones, recordaba: “Un día le escuché decir que el lunes después de un partido, con todos los golpes e impactos, se levantaba como una persona anciana, peor que después de un ironman o un maratón en tres horas”. Obsesionado por su aspecto juvenil, viste ropa cara pero de aire casual, de Stone Island, Replay o Diesel. Con la selección va de El Ganso y Adidas. Tiene aspecto de chaval, un eterno Peter Pan, pero el pelo se le ha vuelto gris en poco tiempo.
En el Barça, de futbolista, como otros compañeros del equipo, se aficionó a los tatuajes. La persona que se los realizó, Lluís Navarro, casi un chamán para los jugadores barcelonistas, recuerda que le hizo tres: “Una pulsera polinesia en la muñeca, todo el hombro derecho polinesio y otro tatuaje en el otro hombro”. Atesora más, alguno con el nombre de sus tres hijos. El último es una gran letra X que le cubre el interior del antebrazo izquierdo. El mismo símbolo que aparece en su cuenta de Telegram. Es la inicial de su hija Xana, que falleció en agosto de 2019, a los nueve años, víctima de un osteosarcoma. Él mismo lo anunció en una cuenta de Twitter que apenas usa: “Nuestra hija Xana ha fallecido esta tarde a la edad de nueve años después de luchar durante cinco intensos meses contra un osteosarcoma”. Tras su muerte, la familia se ha cerrado en sí misma y mudado a una masía aislada y entre bosques en Begues, no lejos de su mansión de siempre, junto al mar, en Castelldefells. Y Luis se ha vuelto aún más impenetrable. Aunque los que le conocen coinciden en que la tragedia le ha enseñado a relativizar: “Con la selección desdramatiza muchas situaciones; ya no tiene miedo a perder”, explica un amigo.
Luis Enrique ha manejado los tiempos de su vida de una manera magistral. Ha dado los pasos en el momento justo: ha conseguido jugar 13 años en los dos equipos más grandes del mundo; retirarse de cuajo en 2004 cuando con 34 años aún le quedaba combustible para hacer caja en el fútbol inferior; marcharse a vivir a Australia con la familia a surfear y aprender inglés; superar los cursos de entrenador de la UEFA del tirón entre 2005 y 2006; hacerse maratones, ultracarreras, ironmen y pruebas ciclistas más duras del planeta; comenzar desde abajo una carrera como entrenador, con paradas en la Roma y el Celta, y estación de llegada durante tres años en el Barça, ganando 10 millones por temporada, llevándose Liga, Copa y Champions y plantando cara al propio Leo Messi (lo que casi le cuesta el puesto). A partir del 20 de noviembre, su apuesta a todo o nada es el Mundial. Y el único mensaje de “papá”, como se autodenomina entre sus chavales, es: “¡Ganar, ganar y ganar!”.
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