Se fue la inspiración
Igual que los dos años anteriores, nos vamos de aquí con una sensación agridulce. El nivel de juego fue muy elevado, pero nos queda otra vez la sensación de haber dejado escapar una gran ocasión
Once años después de la mítica final de 2008, mi sobrino Rafael y Roger Federer volvieron a enfrentarse en el mismo escenario. Ambos llegaron a la semifinal con números parecidos, dando ambos la sensación de haber accedido a la penúltima ronda en un gran estado de forma. Al igual que su último encuentro en Wimbledon, Rafael, a mi modo de ver, partía como ligero favorito. Si en aquella ocasión fue el quien se hizo con la victoria, esta vez fue Roger el que salió como justo ganador.
Aunque mi sobrino tuvo sus opciones –en el tie break del primer set rompió por dos veces el servicio del rival y se adelantó en el marcador, y en el tercero dispuso de claras ocasiones para recuperar el break perdido–, mi sensación en las dos últimas mangas fue que la semifinal estaba más en manos del suizo que en las de él.
Federer jugó de manera soberbia, muy agresivo desde el fondo de la vista, con escasos errores y sin ceder nunca un ápice de terreno, inquietando a Rafael desde el primer golpe tanto con el saque como al resto. Mi sobrino, por el contrario, no tuvo un día tan inspirado como los anteriores. Es difícil determinar si eso se debió a razones propias o si el causante fue el oponente que tenía enfrente.
Roger combinó golpes tan planos como rápidos, con reveses cortados difíciles de devolver y subidas a la red. Mientras, Rafael no golpeó el revés con la misma potencia y colocación de sus partidos previos y también estuvo algo más errático en la devolución. Tal vez uno de sus errores fue restar demasiado lejos de la línea de fondo tanto sobre el primer saque del helvético como sobre el segundo, cediendo así la iniciativa del juego. Obtuvo un 38% de puntos ganados sobre el segundo servicio del rival, mientras que Federer, jugando más agresivo, consiguió un 52%.
Una derrota de estas características siempre escuece. Rafael se ha que dado de nuevo a las puertas de disputar una final tan deseada como la de Wimbledon. Igual que los dos años anteriores, nos vamos de aquí –escribo esto de camino ya al aeropuerto– con una sensación agridulce. El nivel de juego fue muy elevado, pero nos queda otra vez la sensación de haber dejado escapar una gran oportunidad.
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