El triunfo del tiburón
Para sobrellevar su propia leyenda, un futbolista necesita despojarse de toda empatía y sentimientos
El momento más melancólico del Mundial ha sido el penal que falló Messi contra Islandia. O el instante siguiente, cuando el mejor jugador del mundo se quedó paralizado en el área rival, aturdido, observando el juego desde un planeta lejano. O un poquito después, cuando se agachó a rumiar su dolor, más solo que una canoa en medio de un huracán.
Messi no hizo un mal partido. Creó peligro. Luchó a brazo partido contra los vikingos y, por cierto, también lidió con su propia selección, bastante menos eficaz que el Barcelona. Aun así, los periodistas argentinos lo destrozaron. Las redes sociales lo frieron. La prensa le recordó otro penal fallado, en la final de la copa América de 2016. Messi ha liderado a su selección hasta las tres últimas finales de copa continental y mundial. Pero para los suyos, es el culpable de perderlas, un traidor que abandonó Argentina por dinero y ahora conspira para hundirla. Su peor oponente no es su rival de turno, sino su propia hinchada. Y ese enemigo nunca duerme.
El rosarino es un héroe sensible, dolido, capaz de romperse y anunciar que se retira de la selección. En cambio, Neymar cambia de club por aburrimiento. Messi es parco, y solo se expresa en la cancha. Por su parte, Neymar es un personaje de carnaval. Baila en público. Protagoniza escándalos de prensa rosa. Bromea tirándoles huevos a sus compañeros. Se pone en la cabeza peleas de gatos que parecen peinados.
Y sin embargo, la alegría tampoco aplaca al hincha. En su debut mundialista, Neymar fue masacrado sin piedad por los defensas. De las 19 faltas de Suiza, 10 le cayeron a él. Ni siquiera así, su gente mostró compasión. Un analista de ESPN Brasil lo acusó de merecerse las faltas, por “egoísta”. Otro comentarista de Fox lo insultó como se ofende a la clase alta, llamándolo “vulgar”.
De los caudillos de la élite mundial, solo ha brillado en la primera ronda de Rusia Cristiano Ronaldo. Sí. El mismo que cree que el mundo lo envidia por ser “rico, guapo y gran jugador”. Ese que comete fraude fiscal y exige que el presidente del Real Madrid lo apoye públicamente, para luego anunciar que abandona el club en la mismísima celebración de la Champions, antes de ducharse.
Precisamente esa encarnación del narcisismo megalómano es el único que se enfrenta a una de las selecciones más potentes del mundo y le calza un hat-trick. Tira tres veces y hace tres goles. Puedes imaginártelo gritándoles a sus compañeros “¿Por qué no me has pasado la pelota, inepto?”. Y lo peor es que se la pasarías. Después del partido, era imposible saber si celebraba la victoria portuguesa o el aumento de su valor bursátil.
Va a resultar que para enfrentar la presión de la hinchada, para sobrellevar su propia leyenda, un futbolista necesita despojarse de la empatía, el carisma y la alegría, para convertirse en un tiburón sin sentimientos.
Y luego dicen que el deporte saca lo mejor de nosotros.
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