La primera vida del inmortal Najdorf
Una novela de Gabriel Siegel muestra la tragedia y el brillo deslumbrante de un ajedrecista excepcional
Si alguien es capaz de jugar 45 partidas simultáneas de ajedrez a ciegas y ganarlas casi todas, ya merece un lugar de honor en la historia de los cerebros prodigiosos. Si además hace eso para averiguar si algún familiar judío ha sobrevivido al genocidio de Hitler, requiere una película que aún no ha hecho nadie. Casi la primera mitad de la asombrosa vida del polaco-argentino Miguel Najdorf acaba de ser plasmada en una espléndida novela de Gabriel Siegel.
Empiezo por el final, porque es el hilo conductor del libro, que sólo cuenta hechos reales; “lo único novelado es intrascendente, y sólo para que el relato no sea una simple enumeración de hechos”, señala el autor. Najdorf, controlado en todo momento por un médico, se enfrenta a ciegas (sin ver los tableros, memorizando la situación de las piezas en cada uno de ellos) en Sao Paulo (Brasil) durante casi 24 horas consecutivas, sin dormir, a 45 rivales simultáneos; gana a 39, empata con cuatro y sólo encaja dos derrotas. Es una hazaña cercana a los límites del cerebro humano. El pasado 4 de diciembre, el estadounidense de origen uzbeko Timur Garéyev batió esa marca en cuanto al número de tableros (48), con 35 victorias, siete empates y seis derrotas. Tanto Najdorf como Garéyev necesitaron semanas para que su cerebro recuperarse el funcionamiento normal.
Una de las características extraordinarias de La primera vida de Miguel Najdorf (Editorial Maipue, 2016) es precisamente el hecho de que contar el final no supone, en absoluto, reventar el gran interés del libro, que radica sobre todo en el arduo, vibrante y trágico camino que Najdorf recorre desde que nace en Polonia, el 15 de abril de 1910, hasta que consigue esa proeza, el 25 de enero de 1947. Con una pluma ágil y buena documentación, Siegel glosa los 37 primeros años de una vida cuyo dramatismo supera con creces a los guiones de no pocas películas dramáticas.
Pero no voy a destripar lo mucho novedoso -y espeluznante a veces- que contiene esta obra. Algunos aficionados saben que Najdorf se libró del asesinato en masa de judíos en el gueto de Varsovia, o de los campos de concentración y las cámaras de gas, porque jugó con la selección polaca la Olimpiada de Ajedrez de Buenos Aires, en 1939. Pero casi ninguno conoce lo que ocurrió antes y después de ese torneo, ni por qué esa sucesión de hechos desembocó en que Don Miguel batiese por dos veces el récord del mundo de simultáneas a ciegas, para saber si sus familiares estaban vivos o muertos.
En consecuencia, voy a contar algo que no está en el libro porque ocurrió en Madrid mucho más tarde, a finales de junio de 1997, una semana antes de que nuestro héroe, conocido entonces cariñosamente como El Viejo, falleciese en Málaga a los 87 años. Para entonces, Najdorf se había ganado el cariño universal de los demás grandes maestros y de quienes frecuentábamos el circuito del ajedrez profesional. Un torneo con él, aunque sólo estuviera como espectador, era mucho mejor que un torneo sin él. Su simpatía personal, sus bravatas sin malicia, su inquietud permanente y su portentosa memoria convertían en inolvidable cualquier conversación con él, por no mencionar su enorme contribución al ajedrez, en forma de partidas maravillosas (al final de este texto se incluyen cuatro vídeos de la colección El Rincón de los Inmortales de este periódico) e ideas de aperturas que aún hoy perviven.
Yo era aquel día el maestro de ceremonias de una exhibición de simultáneas por Internet, organizadas por EL PAÍS, que Gari Kaspárov dio desde Madrid contra aficionados de varias ciudades de los cinco continentes. Tras presentar al campeón del mundo, llamé a Najdorf al escenario, como invitado especial. Kaspárov, poco dado a los gestos amables, fue corriendo desde el otro extremo hasta las escaleras, ayudó a subir al patriarca argentino y se fundió en un abrazo con él mientras el público, de pie, rompía en un largo aplauso.
Najdorf me pidió el micrófono y, a los 87 años, hizo un alarde de agilidad mental más propio de alguien de 40. Su cerebro era aún extraordinario, y quien lea la novela de Siegel comprenderá que no estoy exagerando.
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