Los otros inquilinos de Abbey Road
Arquitectos de formación y buscadores de vocación, los miembros de Pink Floyd hicieron levitar al estudio más famoso del mundo


Uno se acerca a los estudios londinenses de Abbey Road como si se adentrara en un santuario: el santuario de los Beatles. El mismo nombre proviene del último álbum del conjunto de Liverpool: anteriormente funcionaban como EMI Recording Studios. Un auténtico lugar de peregrinación, como evidencia la apoteosis de grafitis de fans en los muros exteriores. Siempre me extrañó que, aparentemente, nadie recuerde a los otros artistas que grabaron allí. Por ejemplo, los revolucionarios Pink Floyd.
El grupo de Syd Barrett entró en el edificio en enero de 1967. Cabría esperar que se produjera un choque cultural: chavales marcados por el LSD frente a técnicos funcionarios, cuyo mayor exceso era ponerse camisas de amebas. Sin embargo, no hubo grandes conflictos: los músicos eran universitarios, de buenas familias, educados y curiosos; los trabajadores del estudio sabían que el negocio del pop requería cierto relajamiento.
Con todo, ocurrió algún incidente: ansiosos de volumen, el primer día los visitantes reventaron cuatro micrófonos. Empeñados en experimentar, habían aceptado una reducción en royalties a cambio de disponer de tiempo ilimitado en el estudio. Eso se tradujo en voces dobladas o distorsionadas, contrastes entre el órgano espacial y la guitarra torturada, desarrollos extensos, sonidos extramusicales, recurrencia del collage, letras evasivas, exploración de la estereofonía, seriedad alternando con lo que —a falta de mejor alternativa— llamaríamos seco humor británico. Nadie diría que el nombre del grupo venía de dos obscuros bluesmen nacidos en las Carolinas, Pink Anderson y Floyd Council.
Tampoco es que los músicos supieran exactamente lo que querían. Se habían habituado a los temas extensos para disimular en los primeros bolos la escasez de material original. Escuchaban a Stockhausen, a Sun Ra y, claro, a los Beatles (que elaboraban entonces Sgt. Pepper, prácticamente una orden para que sus colegas imaginaran nuevas formas y texturas). Ellos integraron cierta nostalgia triste en un impulso crítico que se acentuaría según Roger Waters adquiriera el control conceptual, potenciando siempre la dimensión escenográfica. Crecieron en ambición al incorporar grandes coros y secciones de metales, a pesar de que aquellos instrumentistas se burlaban de unas pop stars que no sabían leer partituras.
Pink Floyd creció como un ente misterioso, con unas reglas impenetrables manifestadas en incidentes como la sedosa sustitución de Barrett por David Gilmour, por no hablar de las enigmáticas portadas de Hipgnosis. Esa reputación se incrementó en España, donde costaba localizar sus discos, a pesar de que se sabía que visitaban las Baleares con regularidad.
En tiempos en los que se valoraban los comportamientos ejemplares, ejercieron tímidamente de hippies —aquel concierto gratuito en Hyde Park— antes de exhibir unos valores eminentemente capitalistas. De hecho, sus broncas tuvieron más que ver con el dinero que con el ego, que también. Waters lideró el castigo al teclista Rick Wright, expulsado del grupo, aunque luego repescado como instrumentista a sueldo. Sin olvidar algún publicitado desastre al poner sus considerables ahorros en una empresa, el Norton Warburg Group, que prometía retornos impresionantes. Una ruina.
Fue otra compañía de inversiones, Terra Firma, la que compró EMI y dudó públicamente entre convertir Abbey Road en pisos de lujo o en atracción turística: ignoraban que era territorio sagrado. No prosperó y hoy, tras su fachada victoriana, sigue funcionando como estudio.
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