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Luis Mario, escritor: “La palabra ‘joder’ tiene una carga poética como pocas”

El autor cántabro recurre a la oralidad y la incorrección total en su novela ‘Calabobos”, un retrato de personajes de su región

Luis Mario, escritor cántabro autor de 'Calabobos', fotografiado en la editorial Penguin Random House.
Berna González Harbour

¡Atención, puristas! La novela Calabobos llega cargada de violaciones de las reglas gramaticales hasta convertirse en desafío total a la corrección. El libro de Luis Mario (Reservoir Books) nos sirve una mitología de su Cantabria natal en un lenguaje que allí solemos escuchar, pero no leer. Expresiones coloquiales como “si habría…”, “la dices…” y muchas más conviven con la mirada más brutal que anida en un pueblo contra homosexuales, personas con discapacidad o quienes no encajen en las normas. Con dos grandes protagonistas: esa lluvia invisible que nos empapa sin que nos demos cuenta y el mar Cantábrico, una identidad en sí misma que en nada se parece a costas más pacíficas. Luis Mario, nacido en Suances en 1992 y afincado en Cataluña, ha pasado unos días por Madrid.

Pregunta. ¿Tiene miedo al mar?

Respuesta. Le tengo mucho miedo, mucho respeto. Un marinero croata me dijo una vez que, de todos los mares, el Cantábrico era el más peligroso. Tiene una fuerza que yo no he visto en los demás, te chupa hacia abajo, te absorbe. Cuanto más embravecido está, más calma y placer siento. Pero, cuando estoy dentro, eso se convierte en respeto absoluto. Admiración y miedo a partes iguales.

P. ¿Usted ha ido a por percebes, como los personajes de su novela?

R. No, pero mi abuela ha ido toda la vida y he mamado esas historias. Yo soy un poco miedica, me da pavor infringir la ley y meterme en sitios tan peligrosos. Pero me fascina el riesgo que están dispuestos a asumir quienes van y esa sublegalidad, el mundo escondido que existe en los pueblos que genera sus propios leyes. A veces para el disfrute, como en el caso de los percebes. Y a veces en apartados morales muy cuestionables.

P. Por ejemplo, la homosexualidad. El pueblo de su novela condena al “maricón”.

R. Exacto. Cuando yo empecé a intuir que me sentía atraído por los hombres, en mi adolescencia, pasé noches en vela por el sufrimiento de que existiera esa mínima posibilidad porque en mi pueblo te ponían la cruz, era una desgracia y “el maricón del pueblo” era el blanco de todas las bromas. La posibilidad de que fuera cierto que me atrajeran los hombres fue para mí una auténtica agonía.

P. ¡Aún en su generación! Usted tiene 33 años.

R. La novela no está ambientada en mi tiempo, pero mi experiencia sí: en los noventa y los 2000. Hoy hemos evolucionado, recientemente descubrí que un pueblo del interior de Cantabria como Reocín de los Molinos celebraba el día del orgullo LGTBI y me pareció precioso que hubiera llegado a un lugar tan recóndito. Pero al mismo tiempo, en Bezana, otro ayuntamiento de mi región, PP y Vox prohibieron Buzz Lightyear por un beso homosexual. Tras irme para estudiar, yo tardé muchos años en viajar a Cantabria a ver a mi familia y llevar un pañuelo al cuello. Todavía hoy no me atrevería a llevar ciertos accesorios en mi pueblo. Sucede todavía esta mirada hacia lo diferente.

P. También el pueblo trata mal al personaje con discapacidad. ¿Es la crueldad un hábitat natural?

R. Hay unos que se ríen mucho de ese personaje y otros que se compadecen, pero todos ellos actúan con discriminación. Yo nací con una enfermedad rara, tengo la discapacidad otorgada y he vivido cómo el trato es muy diferente. Un día en un museo, por ejemplo, al pedir dos entradas, una con carné de discapacidad, la trabajadora dejó de dirigirse a mí y empezó a explicar a mi compañera cómo ponerme la pulsera. Hay un trato de infantilización constante. A mi tía, con síndrome de Down, le siguen diciendo “niña” a los 60 y muchos, como a mi personaje. Y he escuchado decir sobre una persona con discapacidad que ha pescado tres chicharros: “Para ser subnormal, sabe pescar”. Esto existe y quería abordarlo.

P. ¿Se fue de Cantabria para huir de esa cerrazón?

R. Había que irse para estudiar y tampoco era consciente de que fueran tan cerrados. Para mí era la realidad. Incluso yo, gracias a mucha terapia, he tenido que perdonarme comentarios que hice allí siendo joven, a los 16. Los tengo grabados a fuego y he sufrido cargo de conciencia hasta que he entendido que en aquella entonces era mi realidad. De ahí que el narrador de mi novela sea homófobo y diga “subnormales, maricón...”. El personaje es una especie de reflejo personal, pero va evolucionando. Al principio no se da cuenta de que va empapado porque solo vemos la caladura en el otro. Aceptar que has errado es lo más complicado en la vida.

P. ¿Cómo llama a su lenguaje? ¿Cántabru, oralidad?

R. Yo me he enterado actualmente de que el cántabru tiene una gramática propia y me habría gustado saberlo. Lo mío no es cántabru, pero es oral. Mi novela nació como relato mitológico, admiro la mitología cántabra y creo que es fantástica, un folclore que fuera de las fronteras no es conocido y que es espectacular. El bestiario tan amplio y las tradiciones precristianas que se siguen celebrando me parecen algo muy bello y como tal quería que fuera un relato mitológico: porque estos sirven para contar cosas difíciles de explicar y porque, al hablar de historias sencillas, con mucha carga poética, debían ser contadas de forma oral. También por un ejercicio de democratización de la literatura. Esta aún ocupa un lugar un tanto clasista. El lenguaje de los discursos políticos o de la prensa en ocasiones es muy técnico e inaccesible, es una herramienta clasista para coartar el acceso a determinadas obras. Se trataba de simplificar la lengua y llevarla a los límites. Creo interesante que todo el mundo pueda acceder a las ideas.

P. ¿Intenta romper los límites?

R. Mi abuela Conchita me ha contado cuentos toda la vida con un lenguaje muy accesible y no dejan de ser preciosos y de haber trascendido de generación en generación. Más aún que el Quijote. Todo el mundo conoce Caperucita roja y no todo el mundo ha leído el Quijote. Ella ha escrito la mitad de este libro sin saberlo.

P. ¿No ve peligro de vulgaridad en tantos “si habría...”?

R. La connotación negativa de la palabra vulgaridad se la atribuimos nosotros. Caer en la vulgaridad no debería ser algo negativo. Me encanta una charla de Gloria Fuertes y Camilo José Cela sobre la palabra coño. Hay pocas palabras que transmitan tanto como las palabrotas. Cuando te das un golpe y se te escapa “joder” tiene una carga poética y comunicativa como pocas palabras.

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Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.
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