Los monstruos son personas normales. Ese es el problema
Dominique Pélicot, que drogó a su mujer para que fuese violada por 52 hombres, no es el único criminal que lleva una vida aparentemente anodina. También tenían el mismo perfil el ‘carnicero de Rostov’ o el violador del Sambre
En los albores de HBO, cuando nadie intuía el cambio brutal que se avecinaba en el mundo de las pantallas, la entonces cadena de cable estrenó solo para televisión Citizen X, la historia de la caza del mayor asesino en serie de la historia de la URSS, Andrei Chikatilo, el carnicero de Rostov, un depredador sexual que en los años ochenta mató a 52 mujeres y niñas. En algunos casos practicó el canibalismo. El filme —por el que Donald Sutherland, fallecido este verano, recibió un Emmy, uno de los pocos premios de su carrera—, es un retrato del socialismo real; pero también una reflexión sobre la naturaleza del mal. Porque Chikatilo era una persona que llevaba una vida aparentemente normal. De hecho, le detuvieron y le soltaron por presiones políticas, porque era miembro del Partido Comunista y un camarada ejemplar.
Se trata de un caso apasionante, sobre el que se han escrito varios libros —es muy impresionante El comunista que comía niños, del periodista David Grieco—. Solo cuando llega la perestroika, el policía que perseguía a Chikatilo logra los medios para poder detenerle con la ayuda del personaje de Sutherland, que conoce cada recodo de la burocracia soviética. Pero, sobre todo, le permite acercarse al caso con una visión mucho más amplia y encargar un informe a un psiquiatra que dictaminó que el asesino podía ser cualquiera. El médico es interpretado por Max von Sydow y el investigador por Stephen Rea.
Pero esa ceguera para detectar el mal en nosotros mismos —la idea de que cualquiera puede ser un asesino o un violador si se dan las circunstancias adecuadas no es un espejo en el que sea cómodo contemplarse— no es algo que solo ocurriese bajo la dictadura soviética. Nadie fue capaz de detectar el mal que se escondía detrás de la vida, aparentemente anodina, de Dominique Pélicot, el monstruo que drogó a su mujer durante una década para que la violasen 52 hombres (un caso que Daniel Verdú está relatando magníficamente en este diario). Los violadores también eran personas normales. Pero no es, ni de lejos, un ejemplo único.
En Movistar Plus se puede ver la serie El caso Sambre, que relata la historia real de un individuo, Dino Scala, que estuvo violando a mujeres durante casi 25 años en un radio de unos pocos kilómetros en el norte de Francia, siempre a la misma hora (pronto por la mañana), siempre con el mismo método. En total, cometió 65 agresiones —es posible que fuesen bastantes más— entre 1988 y 2012.
Pero las fuerzas de seguridad no cruzaron los datos, nunca buscaron un perfil como el del auténtico criminal. Cuando una de las primeras víctimas fue interrogada, un policía le preguntó si tenía acento. Ella respondió extrañada por la pregunta que no. Y, entonces, el policía aclaró lo que de verdad quería preguntar: si tenía acento árabe. Ella responde que en absoluto, que tenía acento de la zona. El violador era un padre de familia, que antes de ir a trabajar cometía sus crímenes. Era apreciado en su empresa, entrenador de fútbol. Un tipo popular. Y un criminal sexual que arruinó la vida de decenas de mujeres, que jamás se recuperaron ni física ni psicológicamente de la agresión.
Como ocurre ahora con el caso de Gisèle, la víctima de años de violaciones propiciadas por su marido, el caso Sambre provocó un enorme escándalo en Francia, porque demostró que había algo profundamente podrido en el sistema. Si la serie es impresionante, el libro de investigación en el que se basa, Sambre, es todavía peor porque muestra con mucho más detalle todo lo que falló y hasta qué punto la vida de las víctimas quedó destrozada (desgraciadamente no ha sido traducido). A lo largo de 400 páginas, su autora, Alice Géraud, documenta minuciosamente el caso, siempre desde el punto de vista de las mujeres que sufrieron las agresiones y la incompetencia policial y judicial. Denuncias perdidas, datos que jamás se cruzaron, juezas que intentaron hacer avanzar el caso y chocaron con el sistema, falta de ordenadores, la negativa a reconocer que existía un violador en serie, un retrato robot que ni siquiera se enseñó a las víctimas… Todo falló. También es cierto que, cuando empezaron las violaciones, la técnica del ADN era desconocida. Pero, por encima de todo, falló que los agentes tardaron demasiado tiempo en buscar un perfil como el del culpable.
“Mis víctimas no tienen rostro, no sé nada de ellas, las olvido. Son como fantasmas”, dijo Scala a la policía. La historia del caso Sambre también tiene unas cuantas heroínas: las mujeres que nunca renunciaron a que se hiciese justicia o Annick Mattighello, una alcaldesa comunista —en una parte de Francia devorada por la ultraderecha que caza votantes en las zonas deprimidas y desindustrializadas—, que quiso denunciar públicamente los hechos en una rueda de prensa y le desaconsejaron hacerlo para que no cundiese el pánico en una región ya de por sí bastante arrasada socialmente. En una conversación con Géraud, la exalcaldesa se lamenta de que no se hubiese protegido a las mujeres. “Piensa una y otra vez en todas las violaciones que no fueron evitadas en todos esos años”, escribe. Tal vez, la policía habría tenido que empezar por mirar a los monstruos en el lugar adecuado, entre las personas normales, entre nosotros mismos.
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