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El chocolate español, ese oscuro objeto de deseo

La pintura de bodegón del siglo XVIII se empezó a llenar de este producto considerado un “alimento de los dioses”, traído de América y que solo salía en contadas ocasiones fuera de España

La pintura 'Bodegón con cofre de ébano' (1652), de Antonio Pereda, parte de la colección del Museo del Hermitage.
La pintura 'Bodegón con cofre de ébano' (1652), de Antonio Pereda, parte de la colección del Museo del Hermitage.

Todo está listo en Bodegón con cofre de ébano de Antonio Pereda para que comience el espectáculo de una merienda aristocrática española del siglo XVII. Con el chocolate americano como indiscutible protagonista, y en un despliegue casi teatral, desfila ante nuestra vista el distinguido elenco para este evento social, que demuestra, además, las amplias redes comerciales del imperio español: la chocolatera de mano y su molinillo, el gran terrón de azúcar, una bandeja de bizcochos, las tres jícaras de Delf, China o Manises, la jarra de Talavera, un búcaro (quizás de Tonalá) o una vasija con engastes de plata de factura europea. Toda esta parafernalia se exhibe ante los ojos del espectador, que queda fascinado hasta el punto de no darse cuenta de un significativo detalle: ¿dónde está el protagonista de semejante espectáculo? ¿Dónde está el chocolate?

La respuesta, con casi total seguridad, se encuentra encerrada bajo llave en los cajones del delicado cofre que centra la composición y que muestra tanto como esconde. Podría parecernos una alegoría, tan común entre los artistas del Barroco, y, sin embargo, todo apunta a que este cuadro tiene más de documento que de metáfora: fueron precisamente los guardajoyas de la corte española los que atesoraron por primera vez en Europa, como ha demostrado la historiadora Carmen Simón, las remesas de este “alimento de los dioses”. Así, junto a las piedras preciosas y las joyas procedentes de las Indias occidentales, se conservaba este producto que llegaba de América y que, durante décadas, solo salió en contadas ocasiones fuera de España, a veces de la mano de las hijas de los reyes que se casaban en cortes extranjeras, como María Teresa de Austria, hija de Felipe IV, que endulzó su desdichada estancia en Versalles junto a Luis XIV con los chocolates preparados por su dama Molina e introdujo así de paso la bebida en Francia.

Pero, además del celo de sus dueños en España, otra razón puede explicar la omisión realizada por Pereda: el miedo a mostrar explícitamente un alimento que generaba controversia, cuando no rechazo, dentro de la Iglesia. Desde que se había tenido conocimiento de este producto en tierras americanas, el clero se mostraba preocupado porque el oscuro brebaje parecía incitar a los fieles a cometer dos pecados capitales: la gula, dado su desmedido consumo (incluso dentro de las iglesias), y la lujuria, debido a su carácter vigorizante y a que, como confirmaba Bernal Díaz del Castillo, el mismísimo Moctezuma lo consumía “para tener acceso con mujeres”. Con todo, lo que más preocupaba a la Iglesia era la posibilidad de que los devotos quebrantaran el ayuno católico al consumirlo con el pretexto de ser una bebida. Lejos de ser una anécdota, esta polémica hizo correr ríos de tinta y se invocó a los padres de la Iglesia para justificar posturas, hasta que el cardenal Brancaccio, en una decisión salomónica, sentenció aquello de liquidum non frangit jejunum y apeló a la conciencia del consumidor para decidir si lo que tomaba era bebida o comida.

'Bodegón con servicio de chocolate y bollos' (1770), de Luis Egidio Meléndez, que pertenece al Museo del Prado.
'Bodegón con servicio de chocolate y bollos' (1770), de Luis Egidio Meléndez, que pertenece al Museo del Prado.

Una buena prueba de que estos recelos pudieron influir en la eliminación del chocolate no solo en el cuadro de Pereda, sino en la práctica totalidad de las representaciones de esta temática en el siglo XVII, es que, precisamente, una vez finalizada la controversia, los bodegones comienzan a llenarse del producto, bien en forma de pastillas, como en el Bodegón con servicio de chocolate y bollos (1770) de Meléndez, bien rebosando en sensuales tazas, como en el Bodegón de fresas y chocolate (ca. 1775) de Juan Bautista Romero. Además, también aparecen por primera vez sus orgullosos comensales, que, ya sin remordimientos, se dejan retratar degustando su merienda favorita.

Con la llegada del siglo XVIII, su consumo se dispara y, para hacer frente a la demanda, se toman medidas ambiciosas, como la creación de la Compañía Guipuzcoana de Caracas (1728-1785), fundada por Felipe V con el objetivo de afianzar el negocio de los productos coloniales y acabar con el contrabando, lo que se tradujo en el monopolio absoluto del comercio de cacao venezolano durante los 57 años de su existencia y en un suministro constante a la Península.

Pero la generalización de su consumo no significó que todas las capas de la sociedad tomasen el mismo producto. Mientras que las tazas de los más pudientes se llenaban con los más selectos cacaos procedentes de los puertos de Venezuela y Guayaquil, los chocolates populares sufrieron frecuentes adulteraciones a lo largo del siglo XIX, con el fin de abaratar los costes y vender un producto más económico, pero de peor calidad. Fueron numerosos los estudios publicados en la época que alertaban sobre las manipulaciones que sufría este alimento y que incluían desde la adición de sustancias ajenas a la receta, como almidón y fécula de patata, hasta mantecas animales y diversos tipos de harinas, cuyo color blanquecino se disimulaba fatalmente con minio, almagre, cinabrio, el llamado “pavonazo” (un peróxido de hierro de color rojo oscuro) e, incluso, ladrillo molido.

Anuncio de chocolates Matías López (ca. 1871), en una imagen de la Biblioteca Nacional de España.
Anuncio de chocolates Matías López (ca. 1871), en una imagen de la Biblioteca Nacional de España.

La segunda amenaza para el chocolate español en el siglo XIX llegó con la inminente pérdida de sus colonias americanas y, con ello, de buena parte de este lucrativo negocio. Pero España, como otras potencias, ya tenía puesta la vista en una tierra que prometía ser un segundo hogar para el cacao: África. De esta forma, los territorios españoles en el golfo de Guinea comenzaron a albergar las primeras plantaciones en torno a 1850 y, en pocas décadas, sus frutos llegaron a convertirse no solo en el principal producto exportado por Guinea, sino también en la base de la pujante industria chocolatera española. Espoleados además por los avances técnicos de Van Houten, Robert Lindt o Henry Nestlé, el sector se frotaba las manos.

Sin embargo, las precarias infraestructuras en la colonia, la dramática falta de mano de obra y la disputa constante entre los distintos implicados en el negocio, mermaron las opciones del chocolate patrio. Para suplir la endémica falta de calidad y promover su consumo, vinieron al rescate los nacientes medios de comunicación de masas, primero en forma de carteles publicitarios y después con jingles de radio y anuncios televisivos que todavía sobrevuelan el imaginario colectivo español (difícil no empezar a tararear aquello de “Yo soy aquel negrito del África tropical”).

Anuncio de Cola Cao aparecido primero como jingle en la Cadena Ser en 1955 y como spot televisivo en 1962.
Anuncio de Cola Cao aparecido primero como jingle en la Cadena Ser en 1955 y como spot televisivo en 1962.

Con la independencia de Guinea Ecuatorial en 1968, España quedó definitivamente despojada de su papel protagonista en la historia del chocolate. No sucedió así con otras potencias, como Francia, Inglaterra o Bélgica que, pese a las respectivas independencias de sus colonias, convirtieron al continente africano en un infatigable surtidor de cacao. Al menos, hasta ahora. Porque las noticias que llegan de aquel continente en los últimos meses resultan preocupantes para los amantes de este alimento. Factores como la especulación, la crisis climática, la compleja situación de los productores y el crecimiento de la demanda en países asiáticos han aumentado el precio del producto más de un 250% en el último año, convirtiéndose así en un verdadero oro marrón que, quizás, si nadie le pone remedio, tengamos que volver a conservar como un tesoro en nuestros preciados guardajoyas.

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