Aquel verano de... Claudia Piñeiro: en el Reveillon de Río de Janeiro
La escritora argentina celebró con amigas a sus 23 años, la primera vez que podía pagarse unas vacaciones, el Año Nuevo en la ciudad brasileña
Alguna vez tuve 23 años, era verano y por primera vez podía pagarme unas vacaciones. A mi amiga María Justa le pasaba lo mismo. Nos habíamos conocido en la universidad y, recién recibidas, nos pareció una gran idea pasar Año Nuevo en Río de Janeiro. Su fiesta de Reveillon, desde hacía algunos años, ganaba tanta fama como su carnaval. María Justa me propuso sumar a otras dos amigas —Carina y Verónica―, a quienes yo no conocía. Estuve de acuerdo. Armamos un encuentro para coordinar aspectos del viaje. Recuerdo la insistencia de Carina, que interrumpía cada propuesta para decir: “Yo lo único que quiero es que lo que alquilemos tenga aire acondicionado”. Es cierto que en Río hace mucho calor, pero a los 23 años el protagonismo del aire acondicionado me parecía un exceso. Carina me cayó pésimo, por supuesto.
Decidimos alquilar un departamento en Copacabana. Por entonces no se trataba de meterse en una app, elegir alojamiento y pagar con tarjeta. Había que buscar en avisos clasificados publicados en algún diario. Se ordenaban por destino turístico: Mar del Plata, Villa Gesell, Río de Janeiro. Elegimos uno acorde a nuestro presupuesto: “Copacabana, 2 dormitorios, aire acondicionado”. La reserva se pagaba en una oficina en Buenos Aires, y el resto en Río, en la dirección del propietario.
Cada una sacó billete de avión según su conveniencia. María Justa y yo viajamos juntas, llegamos a la media noche del 30. Carina ya estaba allí desde esa mañana. Verónica recién vendría al día siguiente. Me demoraron en el aeropuerto de Río donde tenían un sistema de luces que indicaba si el pasajero podía pasar o debía mostrar qué llevaba en la valija. A Roly —un chico argentino que aún no conocía— y a mí nos detuvo luz roja. Su primo y María Justa nos esperaron del otro lado del control. Compartimos un taxi a Copacabana. Nosotras nos quedamos frente al departamento, esperando que Carina nos abriera. Ellos se fueron a buscar dónde dormir. Era cerca de la una de la mañana y Carina no aparecía. Roly y su primo pasaban caminando cada tanto, sin encontrar dónde alojarse. Los motivos por los que Carina no atendía podían ser múltiples: desde que el timbre no funcionara o que ella durmiera profundamente, a que le hubiera pasado algo. El enojo iba mutando a preocupación. En aquel tiempo de mis 23, no existían tampoco los teléfonos móviles. De pronto recordé que teníamos la dirección del dueño, a quien Carina debió haber visto esa mañana para pagarle y recibir las llaves. Fuimos hasta su casa; Roly y su primo se ofrecieron a acompañarnos. Tocamos el timbre. Después de unos minutos, el hombre nos abrió la puerta: estaba totalmente desnudo y no hizo esfuerzos por cubrirse. En un colchón dormía una mujer, también desnuda. Tenían derecho, en Río hace mucho calor, como bien nos había advertido Carina. Le contamos el inconveniente, le pedimos otra llave para entrar y ver qué pasaba. El hombre, entre dormido y asombrado, nos preguntó: “¿Su amiga no les avisó que cambió de departamento?”. No, nos había avisado. “Es que en el otro el aire acondicionado enfriaba poco”. Maldije a Carina. El hombre nos dio la nueva dirección y nos deseó suerte. Tocamos timbre, ella nos abrió contenta: “Las estaba esperando. ¡Cuánta demora!”. Apenas le respondí. Me acosté pensando si iba a ser posible remontar ese primer desencuentro. A Roly y su primo los dejamos dormir en el living, se lo merecían.
Pero la energía de Río calma cualquier enojo. Al día siguiente, recibimos el año nuevo en la playa, vestidos de blanco. Como todos, llevamos nuestra bebida y nuestra comida para compartir. Junto a familias, grupos de amigos y solitarios, disfrutamos de los fuegos artificiales y los conciertos. Tiramos flores al mar y pedimos deseos. Metimos los pies en el agua y saltamos las tres primeras olas del nuevo año, siguiendo la tradición. Bailamos hasta que salió el sol, nos reímos, cantamos, nos abrazamos con desconocidos. Fuimos felices. Tanto que ese verano resultó inolvidable. Las cuatro sellamos una amistad entrañable que aún perdura. Carina es una de mis mejores amigas. A Roly y su primo los vimos unas veces más y después les perdimos la pista. Pero 20 años después, al llegar a una charla en la librería Ateneo Gran Splendid, me esperaba un ramo de flores. La tarjeta decía. “Felicitaciones por tu libro, ¿te acordás de aquel verano en Río? Besos, Roly”. Y sí, claro que me acordaba.
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