Para sacar a Raphael del agujero negro
El cantante de Linares ha pasado a la fase de icono indiscutible, apto para series y documentales. Sin embargo, esas producciones audiovisuales evitan las aristas del personaje, precisamente lo que le humaniza
En una entrega de su Salón de los pasos perdidos, Andrés Trapiello hace un memorable retrato de Raphael. Por indicación de su editorial había sido invitado a compartir un viaje en AVE desde Sevilla a Madrid. Toda una experiencia: “Desde que nos sentamos tomó la palabra para hablar de él y sus circunstancias. Tres horas. Tenía uno la impresión de que aquel hombre habría podido ser normal cogido a tiempo”.
En el texto de Trapiello vemos al personaje cuando no tiene un micrófono delante. Ni aun así abandona la lucha por el escalafón: “Tenía mucha gracia cuando hablaba de los compañeros y demás folclóricas, a los que despellejaba finísimamente: ‘Doña Concha Piquer era una maravilla. No tenía voz, cantaba poquito, pero era la mejor”.
Trapiello no recoge nada sobre Julio Iglesias, al que Raphael ha disputado durante décadas el título de “cantante español más internacional”, a veces con maldades muy imaginativas: “Julio me llevaba las maletas y me llamaba maestro”; metafóricamente hablando, igual tiene sentido. Sin embargo, respecto a la universalidad, Julio desarrolló dotes políglotas y evitó papelones como aquella evocación del musical hippy Hair, con Raphael —vestido de negro mafioso— celebrando la Era de Acuario.
Las propias entrevistas con Raphael son minas de oro dignas de ser exploradas. Así, la incluida en Qué me dices (Libros de la Resistencia), reciente antología de José Miguel Ullán. En 1979, el poeta entrevistó al cantante para El País Semanal. Retado por el artista, Ullán recoge íntegramente sus respuestas, solo acotadas por breves descripciones de sus gestos.
Ullán rema a favor: es un admirador de Raphael y acepta sin rechistar las caprichosas cifras que pretenden cimentar el mito del artista sideral; prefiere dejarle hablar. Que cantó ante Franco Un largo camino, que precisamente tiene arreglo de marcha militar, pero “la elegí porque me dio por allí”. Que la estrella debe parecerlo: en sus inicios, gastaba su ínfimo caché viajando en taxi o, si salía a provincias, alojándose en la mejor suite del hotel. Que iba a las concentraciones de adhesión al Caudillo en la plaza de Oriente madrileña (“y no nos daban bocadillos”).
Una peculiaridad de las entrevistas de Raphael es que rara vez se habla de música. Y casi mejor así. En directo en la cadena SER, se atribuyó ser pionero en la canción protesta, precisamente con Digan lo que digan, donde Manuel Alejandro destapaba su lealtad franquista con un ataque malévolo contra Luis Eduardo Aute, que entonces no facturaba canciones particularmente subversivas (que conste que la letra del jerezano se aminoró en la versión grabada). Pude ver a Raphael epatando al presentador de un programa televisivo mexicano, al asegurar que “en España me siguen los punks, las primeras filas son siempre punks” (imagino que se refería a Alaska y su cofradía, pioneros en reivindicar al Ruiseñor de Linares). En tiempos recientes, tras aparecer en el festival Sonorama, en Aranda de Duero, gusta de presentarse como “el mayor indie del mundo”. Dudo que pudiera citar un disco punki o indie, aunque nadie le pondrá en ese brete.
En general, Raphael tampoco habla de sus discos. Ese es un síndrome muy propio de nuestras superestrellas, que derivan su autoestima de triunfar en los directos… y nadie lo hace con la rotundidad y regularidad de Raphael. Una (dudosa) teoría sostiene que no se siente orgulloso de buena parte de sus grabaciones: a principios de siglo, lo que entonces se llamaba EMI planteó editar una caja integral; el proyecto fue vetado.
El legado discográfico es una especie de agujero negro en el que no se suele entrar. Hay excepciones, claro. En el tomo Raphael. Digan lo que digan (Editorial Milenio, 2022), Luis García Gil, especialista en cantautores, traza una biografía profesional, lo que incluye repasar su discografía —¡y su filmografía!— con respeto, aunque el valor del libro como obra de referencia flaquea por la ausencia de un índice. Y hay mucha tela que cortar: la dirección musical de Raphael pudo girar en, por ejemplo, 1966, con la esbelta Estuve enamorado de ti, que se presentó a medios como sonido Nashville.
Escuchando hoy a Raphael, parece una bola de pinball, yendo de lo sublime a lo ridículo, posiblemente sin advertir la diferencia. En el presente siglo, como ocurrió con Tom Jones o Tony Bennett, los hijos empujaron para un aggiornamento que ha generado repertorio fresco y, ay, demasiados duetos. Por no hablar del baboseo generacional: Iván Ferreiro le define como una mezcla de Sinatra y Bowie. Benditos sean los fans.
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