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Columna
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Salman Rushdie o la valiente irreverencia

En dos horas de almuerzo solo se le oyó una queja, y a uno le da la risa del asombro, la estupefacción y el respeto humano

El escritor Salman Rushdie, el lunes en Madrid.
El escritor Salman Rushdie, el lunes en Madrid.EFE
Jordi Gracia

Las puñaladas que le cayeron a Salman Rushdie no le han cambiado el humor. Es raro, de acuerdo, pero sonríe, no está amargado, no destila rencor ni odio, no está en guardia ni actúa como un hombre alerta ante cualquier posible ataque verbal o físico. Lleva solo 30 años con una fatua (iraní) encima, y 30 años después recibió el ataque que le ha dejado ciego de un ojo y secuelas físicas que cuenta con una naturalidad desarmante. Siente a sus 76 años que después del proceso de recuperación —del que los médicos daban por hecho que no saldría vivo— solo mantiene en forma el 75% de su energía. En dos horas de almuerzo solo se le oyó esta queja, y cuando lo dice sonriendo, guiñando el ojo que le queda, a uno le da la risa del asombro, la estupefacción y el respeto humano. Es feliz, o algo parecido a la felicidad, porque sigue vivo, porque sigue con su mujer, porque sus hijos lo quieren y porque nada le impide seguir escribiendo libros y hasta proyecta otro más mientras está hablando del que acaba de publicar sobre el asalto que padeció. Como le dijo un médico, y cuenta en Cuchillo, tuvo la suerte de que el atacante no supiese cómo usar un cuchillo para matar a una persona, pese al empeño que puso.

Cuando gira la cara hacia su derecha prolonga el gesto algo más de lo natural porque con el ojo derecho no ve: las gafas están montadas con un cristal oscuro y el ojo no ve porque la agresión recibida durante 28 segundos interminables y en los que no reaccionó físicamente (o fue incapaz de reaccionar físicamente) dejaron múltiples secuelas en Salman Rushdie. No lo parece, la verdad: contesta con amabilidad, espera pacientemente la traducción de las preguntas y las respuestas, come sin ansia ni avidez pero sin desmayo y sobre todo atiende a los demás con cordialidad exquisita, casi como un privilegiado de la vida, que es lo que es. Quizá el secreto está en la fábula menor que contó: cuando el miedo asalta, mejor meterlo dentro de una caja con tapa y aparcarlo en un rincón de la habitación.

¿Es un gran libro Cuchillo? No, claro que no lo es, pero contiene un montón de páginas valientes y valiosas sobre una experiencia extraordinaria. El talento del escritor está en saber reconvertir la experiencia de vivir un intento de asesinato en un libro de exaltación de la vida cuando las cosas llegan del lado más oscuro posible; es también un libro de amor a su mujer —el asalto arrojó a la visibilidad de las redes sociales una relación de más de cinco años hasta entonces mantenida en la clandestinidad pública— pero es, sobre todo, una emocionante defensa de la libertad del humor, de la sátira, de la subversión y la transgresión contra las religiones, se pongan como se pongan, incluso cuando se ponen fanáticamente intransigentes, creyéndose con la legitimidad de imponer sus delirios a los demás, en una larga tradición de brutalidad que a Rushdie no ha conseguido derribarlo ni física ni moralmente. Esta frase es de Cuchillo: “Las religiones merecen la crítica, la sátira y, sí, nuestra valiente irreverencia”. Las nuestra, las nuestras, también.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.
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