Alice Munro y su yo valiente
La escritora canadiense fue una diosa de la construcción de mundos en pocas páginas y su obra elevó al cuento a la dimensión superior en la que nunca se le sitúa
Hay algo definitivo, apasionante, poderosísimo, en aquello que te convierte en escritor. Es algo imperceptible para el resto, pero tan revelador para ti que es como si alumbrara a otro yo. Un yo que hasta el momento había permanecido a la espera, un alguien que eras tú y a la vez no lo eras, un otro, el yo valiente, decidido a tomar el mando para reescribir lo que ve y no le gusta. Alice Munro, fallecida este lunes a los 92 años, no fue a recoger su Premio Nobel. Ese Nobel que elevó el cuento —o la novela en miniatura: Munro fue una diosa de la construcción de mundos en pocas, las justas, páginas— al lugar que merece, la dimensión superior en la que nunca se le sitúa, y permitió que se rescatase a autoras, genias, que no habían sido apreciadas en su fabulosa medida en su momento —como Lucia Berlin, como Grace Paley, como Amy Hempel, como Edith Pearlman— y abrió puertas a las que vendrían después —desde Samanta Schweblin hasta Anna Starobinets: de repente el cuento importaba, y por una vez, el cuento escrito por una mujer también—.
Pero decía que Alice Munro no fue a recoger su Nobel. No hubo, pues, un discurso en el que, probablemente, se habría reconstruido a sí misma, y habría reconstruido su universo, como lo hizo en sus cuentos. Porque lo que de ella queda es no solo ella misma, sino todo aquello que creció a su alrededor. Todo lector de Munro sabe cómo de complicado era llevar una granja de peletería —como la que tenía su padre— durante la Gran Depresión, conoce la apartadísima casa familiar, y cómo fue tener que ocuparse de una madre enferma siendo aún una niña, casarse y tener hijos demasiado pronto; sabe mucho de la culpa, y de intentar aprender a perdonarse a uno mismo. Pero ¿saben qué hubo? Hubo una entrevista, y en esa entrevista Munro habló de un cuento de Hans Christian Andersen. Un cuento injusto para la entonces apenas niña Munro, que de ninguna manera podía dormir tranquila pensando que aquella historia acababa así. ¿Adivinan qué hizo? Le inventó un nuevo final.
El cuento era La sirenita. Alice Munro era tan pequeña que ni siquiera lo leyó ella. Se lo leyeron. Y cuando terminó, pensó que no estaba nada bien que aquella chica sufriese tanto para nada. Que perdiese su identidad —la cola de sirena— y todo su mundo para acabar ahogándose. Porque en el relato, la sirenita ni siquiera conseguía al chico. No conseguía nada. ¿Y acaso no lo merecía? Contó la escritora en aquella entrevista que se enfadó tantísimo que salió afuera y empezó a imaginar un final mejor, un final feliz para aquella chica pez. Se diría que no hizo otra cosa durante el resto de su vida que buscar algún tipo de final mejor a todo aquello que vio y vivió. Encerró en pequeñas casas —eso dice Sara Mesa de sus cuentos, que son como casas, que se mueven por estancias; eso quiso Munro que fueran, en realidad, entes vivos que se contaban, de alguna forma, a sí mismos— mundos que sin ella, sin su yo valiente, jamás habrían existido así.
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