Los efectos deseducadores de las corridas de toros
Debemos preguntarnos si es conveniente para la sociedad seguir manteniendo expresiones culturales que promueven valores confrontados con “la felicidad pública” de la que hablaba Jovellanos
La discusión acerca de si la tauromaquia es o no cultura resulta, a día de hoy, irrelevante. La tauromaquia es, sin duda alguna, un fenómeno cultural. Por tanto, el debate a este respecto se acaba aquí, dejando paso a otra cuestión mucho más interesante y, partiendo de la cual, debemos preguntarnos si es conveniente para la sociedad española seguir manteniendo determinadas expresiones culturales que, como la tauromaquia, promueven una serie de valores confrontados abiertamente con lo que autores como Jovellanos denominaron “la felicidad pública”.
Efectivamente, un país está definido, entre muchas otras cosas, por sus ritos, costumbres, tradiciones, referencias culturales y, también, por sus diversiones. Y el interés general de una nación —su “felicidad pública”— depende en gran medida de los efectos que estas generen en la sociedad. En esta línea, y siguiendo con Jovellanos, el progreso de un país, el “bien general”, están en estrecha relación con las diversiones públicas que, escribió el pensador asturiano, no pueden ser “abandonadas a la casualidad o al capricho de los particulares”, ni “a una ciega y desenfrenada licencia”. Dicho de otro modo: es necesario que cualquier sociedad cuente con momentos de ocio cultural, con diversiones y entretenimientos, pero no a cualquier precio. Por eso la cuestión reside en qué tipo de esparcimiento cultural conviene más al país.
Francisco Silvela, por ejemplo, el político conservador del siglo XIX que llegó a ser presidente del Gobierno español, consideraba que las corridas de toros debían ser arrinconadas por sus efectos deseducadores. Por ello luchó con denuedo para sacar adelante su Ley de descanso dominical, a través de la cual se proponía la prohibición de que las corridas se pudieran celebrar los domingos y que, lamentablemente, tuvo un muy escaso recorrido.
Pero Silvela no fue el único en proclamar que la tauromaquia fomenta valores contrarios a la educación, a la necesaria regeneración del país o a su no menos necesario progreso. En realidad, desde el Renacimiento más humanista, desde Gabriel Alonso de Herrera —comienzos del siglo XVI— en adelante, son muchos los autores que defendieron esta misma postura. De Quevedo a Larra, de Pardo Bazán a Joaquín Costa, de Unamuno a Baroja o de Arsenio Martínez Campos a Pi i Margall, este último quien fuera efímero presidente de la I República española y que llegó a preguntarse si acaso no llegará nunca a haber en nuestro país un gobierno que “ponga fin a tan salvajes fiestas, y nos moralice y civilice en más dignos espectáculos”.
Por tanto, el debate debe estribar no tanto en los fenómenos culturales o tradicionales en sí mismos, sino en los efectos que producen en las sociedades. Desde ese punto de vista, tanto histórica como actualmente, son muy numerosas las voces que argumentan que la tauromaquia debe desaparecer de nuestras costumbres.
Porque el hecho de que algo en sí mismo sea considerado cultura —lo mismo que si es tenido como una expresión artística, una tradición o un modelo de negocio— no supone gran cosa, sobre todo partiendo de la base de que la cultura puede serlo todo. Por ejemplo, la violencia machista o el racismo tienen una fuerte base cultural. Son fenómenos culturales negativos, así como hablamos de que vivimos en una cultura del alcohol, del juego o de una cultura dominada por las redes sociales.
No toda cultura conviene al país. Se debe tratar de discriminar entre aquellas que aportan valores compatibles con el progreso, la educación, la paz, el humanismo y, muy ligado a todo ello, la defensa de los seres más vulnerables de nuestras sociedades —entre los que se encuentran los animales—, y entre otras que, como la tauromaquia y como decía Silvela, solo deseducan a la ciudadanía a base de la normalización de la violencia.
Los poderes públicos deben perseguir la felicidad pública, la educación social y el interés general. Y, en este caso, el nuestro, como país y como sociedad, debe tratar de que la tauromaquia se extinga. La decisión del ministro de Cultura de eliminar el Premio Nacional de Tauromaquia supone un gran paso. Ojalá sea el primero de muchos, los que nos han de llevar a esa regeneración integral que tenemos pendiente y que, sin duda, pasa por la desaparición de la deseducadora tauromaquia.
Babelia
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