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Columna
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‘Del Diestro, Villalobos, Rico’: homenaje inédito de Javier Marías a Francisco Rico

El novelista, que usó al académico en varios de sus relatos, cuenta en este texto los choques entre ambos a cuenta del nombre del personaje

Javier Marías
Javier Marías, en 2014, y Francisco Rico, en 2005.
Javier Marías, en 2014, y Francisco Rico, en 2005.

Este es el texto fechado en febrero de 2020 que Javier Marías envió a Luis García Montero para participar en un homenaje a Francisco Rico, organizado por el Instituto Cervantes, y cancelado por el confinamiento de la pandemia.

A Francisco Rico, lamentablemente, le debo mucho, más que sus lectores y alumnos y sus a veces envidiosos colegas. Porque no sólo le debo, como ellos, iluminaciones y agudezas sobre el Quijote y el Lazarillo, sobre Petrarca y Nebrija, así como algunos excelentes poemas semicultos. Le debo un personaje, o quizá varios, y no pocas de las páginas más graciosas y logradas que he escrito, según bastantes personas y, desde luego, según él mismo. No ha tenido reparo en confesarme que, cuando publico una novela, la hojea en busca de su personaje. Si sale, lee sus intervenciones y el resto lo aparca en la mesilla de noche sine die. Si no sale, creo que el destino inmediato de mis libros es la estantería polvorienta. No se lo reprocho, nadie tiene por qué leer lo que alumbro, y menos que nadie Francisco Rico, a quien poco interesa lo posterior a 1615. Él no está para lo pasajero, si no efímero.

La primera vez que lo saqué en una novela, en 1989, lo llamé Profesor Del Diestro. La segunda, Profesor Villalobos. Y aquí vino su protesta. Aunque esta conversación ya la conté en una falsa novela de hace más de veinte años, casi nadie la recordará por eso mismo, así que valga repetirla en esta celebración, con variaciones. Me exigió sin ambages que, si volvía a utilizarlo, debía ser con su propio nombre. En 1998 aún era novedoso, casi insólito, que en una obra de ficción se introdujeran personas reales (hoy es ya un lugar común), de modo que le respondí:

—Eso es imposible. Si estamos en una ficción, no puedes figurar con tu verdadero nombre, como Francisco Rico. Quebraría las convenciones y los pactos.

—¿Por qué no? Qué tontería. ¿Acaso en una obra de ficción no te refieres al Museo del Prado o al Convento de las Descalzas? No te inventarías el Museo del Palo ni el Convento de las Descamisadas.

—Ya, pero eso son monumentos e instituciones, y tú no eres ni lo uno ni lo otro.

—¿Cómo que no? —me interrumpió al instante, ofendido. —Claro que lo soy, y del más alto rango. No veo por qué Francisco Rico no puede estar presente en una ficción. ¿Acaso no llamarías “Cervantes” a Cervantes, “Dante” al Dante y “Maquiavelo” a Maquiavelo?

—Pero no los haría hablar y moverse, como a ti. Vaya, no creo.

—Porque a ellos no los has visto y no resultarían creíbles. Pero como a mí me tienes delante; como tienes a la vista el modelo y te doy medio trabajo hecho, tus lectores futuros (si los hay, lo cual dudo sobremanera), están en su derecho a identificarme con nitidez y sin disfraces ni nombres falsos. Lo contrario sería ridículo.

—No creerás que vas a ser tan conocido, de aquí a unas décadas o a unos siglos, como los autores que has mencionado. Te veo muy optimista.

—Tanto da, tanto da. En todo caso soy inequívoco, casi el creador de un arquetipo. Si en una novela francesa aparece un novelista gordo, mulato y con bigotes, sería grotesco que no fuera Dumas. Si en una inglesa aparece otro de origen polaco, con fuerte acento y puntiaguda barba, sería imbécil que no fuera Conrad. Etc. Si yo soy inconfundiblemente el que soy, ¿qué sentido tiene camuflarme? Soy y seré reconocible, allí donde vaya. La lástima es que de aquí a un tiempo no te leerá nadie. De hecho me extraña que en la actualidad te lea alguien. Más aún tantos como se cuenta, y encima en varios países: incomprensible. Debe ser la fuerza de los vivos, del insoportable presente que nubla los juicios.

Por supuesto satisfice su petición, y desde entonces, en tres o cuatro más de mis novelas, Francisco Rico fue “Francisco Rico”.

Mi problema es que al Rico de carne y hueso, al que veo de vez en cuando en la Academia o escogiendo delicatessen en las tiendas de la ciudad en que vive, no lo distingo ya bien del de mis novelas, o me creo que el segundo es el primero. Me invade una sensación contradictoria: la de tener poder sobre él y dictarle situaciones, frases y gestos, y la de estar a su merced, porque el modelo es tan potente que me brinda ideas y me dicta a mí lo que escribo, cuando lo convoco. Eso, en parte, me ha llevado a prescindir de su personaje últimamente. Para no reconocerle que me tenía un poco “esclavizado” en algunos pasajes (nada le habría gustado más), se lo comuniqué de este modo:

—Ya no das más de ti. Te me has agotado. No evolucionas, no eres lo bastante cambiante. Te faltan ambigüedades, oscuridades, sombras. Y bueno, al fin y al cabo siempre fuiste un personaje secundario, si no episódico. Un “Leporello”. —En referencia al ayudante del Don Giovanni de Mozart.

—¿Episódico yo? ¿Yo episódico? Qué equivocado estás, ni siquiera sabes leer bien lo que escribes. Soy el que salva tus novelas, soy la sal y la gracia, soy el Esperado, el que las hace elevarse un poco, la corriente oscura que las sustenta. Y es Leporello el que lleva la cuenta, y su canto el más recordado. Tú verás, pero sin mi concurso te hundirás del todo.

Lo único que puedo añadir, para no alargarme en esta ocasión u homenaje, es que quizá, como a menudo, el Profesor Rico acierta. Puede que incluso acierten Del Diestro y Villalobos, que figuraron brevemente pero no suelen olvidar los lectores, respectivamente, de Todas las almas y Corazón tan blanco, que inversosímilmente todavía existen. Y aunque acabara abandonando del todo a Rico en mis pobres y futuras páginas (jamás se sabe), la lástima es que ya le debo demasiado, y eso siempre es un fastidio. Por así decir, le debo varios mundos: el de Cervantes, el del Lazarillo, el de Petrarca y el de tantos otros que sin él no serían los que hoy conocemos, irrenunciables. E incluso alguno mucho más modesto que durante unos días de embeleso ante mi máquina, llegué a creer que era mío sin ayuda de nadie.

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