Sandra Gamarra convierte el Pabellón de España en Venecia en un museo efímero para descolonizar el arte (y las mentes)
La artista peruana, primera latinoamericana que representa al país en la mayor cita mundial del arte contemporáneo, reinterpreta obras históricas de Velázquez, Murillo o Zurbarán para revelar el sesgo colonial que oculta el patrimonio español
En el museo alternativo que Sandra Gamarra acaba de inaugurar en el Pabellón de España en la Bienal de Venecia hay versiones adulteradas de cuadros de Velázquez, Murillo o Zurbarán. Jardines tropicales en los que los pintores románticos, obnubilados por su éxtasis sensorial, olvidaron incluir a la población autóctona, sobre los que la artista ha inscrito un puñado de citas de pensadoras ecofeministas. Taxonomías de las castas en el México colonial que daban cuenta de todas las uniones posibles entre colonos e indígenas, reflejando el racismo institucional pero también el papel de la mujer como mera máquina reproductora. Y también imágenes de pueblos desertados en la España vacía de hoy, reproducidos sobre láminas de cobre como hacían los pintores durante su grand tour por las ruinas de Italia y Grecia, que Gamarra ha expuesto en vitrinas prestadas por la Casa de la Moneda.
Gamarra, nacida en Perú hace 52 años y residente en Madrid desde hace dos décadas, es la primera latinoamericana que representa a España en la mayor cita mundial del arte contemporáneo. Su proyecto, Pinacoteca migrante, revisita, reinterpreta y vuelve a pintar una cincuentena de cuadros históricos de las colecciones españolas, de la etapa del Imperio a la Ilustración. Reposan en el Prado, el Museo de América, el MNAC de Barcelona, el Museo Militar de Toledo, la colección Thyssen-Bornemisza o en museos de Valencia, A Coruña, Canarias o Melilla, aunque no siempre estén expuestos en sus salas. Gamarra las exhibe en este pastiche de museo enciclopédico, más travieso que violento en su disidencia, que recorre los géneros clásicos en la pintura —paisajes, retratos, bodegones, ilustraciones científicas y dibujos botánicos— para desvelar, siempre con media sonrisa, el sesgo colonial que oculta el patrimonio artístico español.
“Si hay algo que me ha radicalizado es tener un hijo. La capacidad de nuestra generación de inventar soluciones está extinta”, asegura la artista
El proyecto se opone a la visión del museo como entidad neutra o apolítica, y propone otro modelo institucional que no tenga miedo a enfrentarse a la herida colonial y se atreva a abordar asuntos tan espinosos como el racismo, el sexismo o el extractivismo. ¿Un intento rotundo de descolonizar las instituciones artísticas, el verbo de moda desde que lo utilizó el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, y que tanto molesta a sectores de la derecha y la ultraderecha? A Gamarra, esta guerra cultural parece importarle poco: lleva 15 años tratando estas cuestiones en su trabajo sin inmutarse por lo mucho o lo poco que irriten. “El contexto político no ha cambiado mi propuesta. Si hay algo que me haya radicalizado es haber tenido un hijo. Me he dado cuenta de que la capacidad de nuestra generación de inventar soluciones está extinta”, aseguraba Gamarra en Venecia, a pocas horas de la inauguración.
Su pabellón es “una herramienta” donada en vida a los que vendrán después. “La descolonización no puede limitarse solo a la restitución de obras de arte. Tiene que ser un proceso que se mantenga en el tiempo”, sostiene la artista. A su lado, el comisario del proyecto, Agustín Pérez Rubio, asentía. “Es una palabra con la que me siento cada vez menos cómodo, porque se está abusando de su uso hasta resquebrajarla. Los museos deben descolonizarse, pero de nada servirá si no lo hacemos también con la escuela, con el relato histórico y con nuestras propias mentes”. En un rincón de la muestra se encuentran las huchas del Domund, recipientes de cerámica que representaban a niños afrodescendientes o asiáticos, que servían para recaudar pesetas para las misiones católicas. “Yo tenía una de pequeño”, admite Pérez Rubio, miembro de una generación que desayunó Cola-Cao y merendó Conguitos.
En la misma sala aparece la reinvención de Gamarra de Los tres mulatos de Esmeraldas, el retrato de Andrés Sánchez Gualque que el Prado usó como imagen de su exposición Tornaviaje, la primera dedicada al arte producido en los virreinos españoles, y que llegó a convertir, con una torpeza que le afearon las redes sociales, en tres tabletas de chocolate con el porcentaje de cacao sobreimpreso. “Puede parecer una anécdota, pero dice mucho sobre la sociedad española”, dice el comisario. “De todos los implicados en su fabricación, ¿nadie lo vio? Y, si se dieron cuenta, ¿nadie dijo nada?”. Gamarra ha llenado otra sala de retratos de afrodescendientes, “ocultos en la narración oficial”, que ha cobijado con mantos por pudor o ternura. Uno de ellos contiene una cita de Paul B. Preciado: “El cuerpo trans es a la heterosexualidad normativa lo que Palestina es a Occidente, una colonia cuya extensión y forma se perpetua únicamente a través de la violencia”.
Agustín Pérez Rubio, comisario del pabellón: “Los museos deben descolonizarse, pero de nada servirá si no lo hacemos también con la escuela, con el relato histórico y con nuestras propias mentes”
El proyecto aspira a “poner el dedo en la llaga”, como reconoce Pérez Rubio. Los títulos de las salas, como “gabinete del racismo ilustrado” o “retablo de la naturaleza moribunda”, tampoco dejan lugar a dudas. Y, a la vez, sus responsables aspiran a provocar “una reflexión sosegada” que pueda llevarnos a un futuro distinto. No es casualidad que el recorrido termine con un “jardín migrante”, iluminado por la luz natural que se infiltra, por el techo, desde la laguna veneciana. Un oasis poscolonial que sustituye los monumentos en honor a los conquistadores por otros que homenajean a los líderes indígenas que murieron por la emancipación de sus países, como la peruana Micaela Bastidas o la boliviana Juana Azurduy.
La muestra se inscribe en la continuidad respecto a Buen gobierno, la polémica exposición orquestada por Gamarra y Pérez Rubio en la Sala Alcalá 31 de Madrid en 2021, cuando la Comunidad de Madrid censuró el texto del panel introductorio y obligó a suprimir palabras como racismo o restitución. Esta vez, en cambio, ambos se han sentido respaldados por las autoridades. “Tal vez no fuéramos los favoritos para ganar el concurso, pero nos han entendido. El respeto ha sido brutal”, asegura el comisario. No temen que, con la inauguración del pabellón, regresen las críticas de ciertos sectores. “Que se moleste quien se tenga que molestar”, se resigna Pérez Rubio, que precisa, por transparencia, que el proyecto costó 400.000 euros (en comparación, el pabellón de Francia se eleva a los cuatro millones).
A ambos les gustaría participar en una reflexión que lleve a España a pedir perdón a sus antiguas colonias. ¿Llegarán a verlo en vida? El grado de optimismo de cada uno difiere, aunque artista y comisario coinciden en una idea, que pronuncian, como dos cabezas que llevan meses obrando mano a mano, casi al unísono: “No trabajamos para hoy, sino para mañana”.
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