Los últimos días de Francis Bacon en Madrid, según la ficción poética de Fernando Beltrán
Un libro recrea libremente el fin del artista británico para reflexionar sobre la creación artística y tratar de comprender la mente del pintor más perturbador del siglo XX
A los 82 años, el 28 el abril de 1992, el pintor Francis Bacon murió en Madrid. Fue en la clínica Ruber, de una afección cardiaca, y fue una sorpresa: no se sabía que estaba en la ciudad. “Asmático, Francis Bacon murió del corazón, agitado por una respiración difícil, con sus pulmones fatalmente deteriorados al final de su vida. Cada vez pintaba menos y cada día se acentuaba más, al final de su vida, la raíz de su escepticismo”, escribió entonces el periodista Juan Cruz en este periódico.
Este hecho sorprendente le sirve ahora a Fernando Beltrán (Oviedo, 67 años), uno de los poetas más reconocidos del panorama español contemporáneo, el poeta arrebatado al que se le humedecen los ojos cuando recita, el que mejor estruja el corazón del público, para enhebrar una pequeña novela poética, cerebral, muy sentida, donde se reflexiona sobre “el abismo y la belleza” de la creación artística: Bacon sin Bacon (Árdora Ediciones). Es su primera experiencia en la narrativa, pero es que es una narrativa que es casi un poema sobre este Bacon, que no era un estrella del rock n’ roll, sino “una estrella del naranja cadmio y la devastación”, según lo escribe Beltrán.
El pintor británico, de origen irlandés, díscolo como los sempiternos rizos que le caían sobre la frente, no quiso ninguna ceremonia fúnebre ni ningún acto de reconocimiento artístico, según explicitó en su testamento. Ahora Beltrán, autor de poemarios como La semana fantástica, Hotel Vivir o el torrencial El corazón no muere (todos publicados en Hiperión), con quien comparte las iniciales FB (cosa que se señala poéticamente en el texto), dialoga imaginariamente con el arrebatado artista y ficciona partes de aquellos últimos días solitarios en la capital, donde probablemente acudió para despedirse de su amante, contra el consejo de los médicos (aunque este detalle no se trata en la obra).
“Yo recibí la bofetada de Bacon”, dice el poeta, en referencia a la primera vez que vio su obra. “Si Bacon no te incomoda, es que no has entendido nada”, añade. Para Beltrán, Bacon nos habla del “destino fatal de la condición humana, de la brutalidad de los hechos, de la decadencia del cuerpo, de la vida, que acaba mal”. Después de aquellos primeros contactos virulentos, la relación entre el poeta asturiano y la obra del británico se reafirmó cuando el primero cogió un tren desde Madrid para visitar la exposición del segundo, que se inauguró en el Museo Guggenheim de Bilbao en 2016.
“Curiosamente, aquella mañana la exposición estaba vacía, así que pude estar a solas con el artista”, recuerda. Y, claro, de “la suma de la pasión y obsesión” comenzó a emerger el texto a borbotones, centrado en esa enigmática visita solitaria de Bacon a Madrid, que acabó en su muerte, acompañado, como refiere Beltrán, de una monja a la que no conocía. “¡Él, el grandísimo ateo!”, apunta el autor. Bacon era, además, un amante de la cultura española y, por supuesto, adicto a la obra de Goya y Velázquez que se expone en el Museo del Prado (del sevillano versionó, aún más terroríficamente, el retrato del papa Inocencio X).
La salvación de las metáforas
Beltrán vivió la misma soledad que experimentó Bacon, también al borde del abismo, también en un hospital; fue a principios de abril de 2020, cuando la crisis del coronavirus se estaba cobrando más vidas. Una semana ingresado y 56 días convaleciente en casa. “Vi morir a mucha gente alrededor, y a gente que en principio estaba mejor que yo”, recuerda. Ahí fue donde vio sus iniciales en un papel, FB, y se percató de que eran las mismas que las de Francis Bacon. Se acercaba el 28 de abril: el día que había muerto el pintor. “Pensé que quizás estaba destinado a morir en la misma fecha que Francis Bacon”, recuerda.
Salió adelante gracias a su sistema inmunológico y al cuidado médico, pero también al jazz de Chet Baker, a su mirada poética de la luz que entraba cada mañana (significaba un día más con vida) y la observación de los mirlos despeinados que se posaban en la ventana. Eso no le evitó el shock postraumático que le dejó la experiencia: tardó muchos meses en dejar de tener pesadillas con el hospital. “Me salvé por las metáforas”, dice.
En la novela de Beltrán, ahora pura ficción, Bacon coge un taxi que le lleva a un sitio equivocado, una taberna de la mala muerte, en un sótano cerca del río Manzanares. Un escenario muy apropiado dada su fama de esforzado bebedor y bohemio. “El sótano como metáfora del fuego interior de la creación”, se explica el poeta. Ahí el pintor se encuentra con esa inspiración ardiente para uno de sus famosos trípticos: a un lado, una pareja se besa en una esquina oscura del bar; al otro lado, un borracho solitario en la barra, con la mirada perdida; en el medio, el viejo pintor, enfermo, también perdido. Será su último tríptico.
En la obra, de carácter fragmentario, más que sucederse los hechos, se suceden los pensamientos, que zigzaguean en la mente del pintor y en el papel (a veces recuerda lejanamente a la prosodia del nobel Jon Fosse, aunque sin tanta obsesión), y que en ocasiones se mezclan con los del propio autor, que entra y sale del texto, como un demiurgo extraño. En ocasiones la voz protagonista se da cuenta de que está manejada por un narrador externo, y se queja de ese “extraño narrador, goliardo infame” que le tira de la lengua aprovechando sus últimos días. Incluso se infiltra en la voz de Bacon algún verso camuflado del poeta, solo evidente para los más conocedores de la obra del asturiano: “El perro que nos mordió la pierna, y era la de apoyar la vida que vendría después”, primeramente aparecido en el poema El camión de la basura.
Un monólogo interior, proveniente de un Más Allá desde el que el pintor rememora su existencia, donde se tratan diferentes asuntos: la naturaleza del arte, las dificultades de explicar la inspiración y el sentido en el discurso (“no entiendo de pintura, solo pinto”, dice la voz protagonista, que siempre busca, sin éxito, le mot juste de Flaubert), la odiosa mercantilización de los bacons; por supuesto, la vida, el amor y la muerte. Por ejemplo, los traumas de la infancia, la aceptación de su homosexualidad o la pérdida de un amante. “Bacon es el pintor más perturbador del siglo XX”, dice Beltrán, “y para mí la poesía es perturbación”.
“¿Qué es tu padre?”, le preguntaron una vez a una de las hijas de Fernando Beltrán. “Poeta y nombrador”, respondió. Ese es otro de los oficios de Beltrán, esa disciplina de la que fue pionero en España y que luego se denominó naming (término que Beltrán no le gusta). Su estudio se llamó El Nombre de las Cosas, y así creó marcas muy conocidas: Faunia, La Casa Encendida, Amena, Opencor, Rastreator, Aliada. Una vez le puso nombre a los primeros tres escalones de una escalera: entrama, ancle y doma. Tal vez fuera Beltrán el primero que inspiró el cuidado por los nombres, la poesía y el ingenio, un ingenio que en estos tiempos ya parece hasta desbordado a la hora de nombrar. Otro de sus oficios es el de artífice del Aula de las Metáforas, una biblioteca y espacio poético en la localidad asturiana de Grado, de donde procede su familia, y por el que han pasado nombres como Amancio Prada, Luis Eduardo Aute o Víctor Manuel, siempre al servicio del asombro en la poesía.
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