Dos generaciones del baile de mujer en la recta final del Festival de Jerez
Manuela Carrasco clausura la cita inaugurando su gira de despedida. Úrsula López y Mercedes Ruiz presentan sendos estrenos con distintas propuestas escénicas
La irrupción de la bailaora Manuela Carrasco (Sevilla, 65 años) en la escena flamenca sacudió, por su arrolladora fuerza, los cimientos del baile de carácter más étnico. Los precarios soportes escénicos de los festivales andaluces de finales de los setenta, en los que empezó a brillar, se mostraban insuficientes para contener el alboroto de unos pies que parecían sobrenaturales.
Con el tiempo, la energía de la juventud se fue templando para acoger etapas de tablaos y de conocimientos, entre los que Manuela reconoce al grupo Los Bolecos —compuesto por Farruco, Matilde Coral y Rafael El Negro— que habrían de enriquecer su lenguaje. Su fuerza y temperamento, se irían transmutando, con el tiempo, en movimientos más pausados, según fue accediendo a espacios más acordes con su creciente carisma, teatros en los que exhibiría una veintena de espectáculos que han quedado para la memoria. José Luis Ortiz Nuevo, uno de los mejores exégetas de su baile, la bautizaría para siempre como La Diosa, en la obra del mismo nombre.
Recientemente enviudada del que fue su marido y guitarrista, Joaquín Amador, la bailaora (Premio Nacional de Danza en 2007 y Medalla al Mérito en las Bellas Artes en 2018) no puede evitar emocionarse ante su recuerdo. Confiesa que pensó dejarlo todo y que le está costando mucho volver a los escenarios. Ha decidido retirarse, pero anuncia una gira de despedida que se adivina larga y a la que no pone fecha de conclusión: solo en el presente año, más de una veintena de funciones la esperan. Declara considerarse con fuerza para seguir paseando lo que, humildemente, cree haber aportado al flamenco: “haber ido siempre a lo puro, a los cánones, sin hacer barbaridades”.
Para estrenar el espectáculo de su previsible largo adiós, Siempre Manuela, Carrasco eligió el Festival de Jerez, donde ha estado presente desde su inicio. La obra configurada para ello es síntesis y compendio de su concepto del baile. Ella domina la escena con su sola presencia, con su figura y su mirada. Se deja empapar por el cante que le inspira antes de que sus brazos se eleven con solemnidad. Esboza lentos pasos con cuidado para entregarse a continuación a unos pies que conmueven por su arrebato y compás. Y se recrea con gusto en los movimientos de una danza que parece inagotable en su majestuosidad.
Dos elementos adicionales marcaron la función: el recuerdo a su marido —con su guitarra solitaria iluminada en el escenario antes de su proverbial soleá— y el momento con que simbolizó una suerte de relevo en la persona de su hija, también Manuela. Ella personifica la continuidad de un estilo único que su madre mantiene vivo.
Con intención antológica
En la última semana del ciclo jerezano, se sucedieron otros dos estrenos también con nombre de mujer y con una común intención antológica. En primer lugar, la bailaora y coreógrafa Úrsula López, que había concluido su etapa como directora del Ballet Flamenco de Andalucía con un gran trabajo, El maleficio de la mariposa, centrado en el baile de mujer en tiempos de Federico García Lorca, decidió, ya con compañía propia, seguir la estela del poeta en la danza flamenca, poniendo en esta ocasión el foco en las coreografías de los hombres que, tras el asesinato de Lorca, dentro y fuera de nuestras fronteras —lo que es decir exilio—, ondearon los versos y la inspiración de un autor que, según López, “no se ha dejado de bailar”.
El ambicioso proyecto, producto de una exhaustiva y encomiable investigación, ha sido llevado a escena con un amplio cuerpo de baile (cuatro bailarines y cuatro bailarinas), que da vida una revisión de la herencia que se realiza con fidelidad, desde una óptica, que, aún siendo actual, no la traiciona. Con una dinámica sucesión de coreografías, en las que se alterna lo coral con lo individual, se transita desde los años de la guerra civil a los de la transición: un viaje desde la geométrica verticalidad de Vicente Escudero a la jubilosa vitalidad final que exhibe el recuerdo a Mario Maya. Entre esos dos polos, se acumulan cuadros que pueden contener una fuerte emotividad para aquellos que reconocen las huellas de los maestros: la fantasiosa danza de Antonio Ruiz, la canónica soleá de El Güito, el baile de carácter de Farruco, la elegancia de los cuadros de Gades…
Con recuerdos a otros maestros como José Greco, Enrique El Cojo y José Limón, la obra contuvo momentos con capacidad suficiente para transmitir per se emociones a cualquier profano. Sirva como muestra la danza solitaria y bellísima de Úrsula López para la saeta de Perrate. El cante y la música de un conjunto excelente, que comandó con sabiduría el guitarrista Alfredo Lagos, redondeó la obra.
Del ejercicio coral al individual, la bailaora Mercedes Ruiz ofreció otro homenaje a la danza, aunque de carácter más personal, al reunir los estilos que la han inspirado en su trayectoria, siempre con la expresada necesidad de mostrar su crecimiento a través de ellos. Desde las iniciales sevillanas y fandangos a la tesela final de estilos —en la que se suceden tangos, guajira, taranta o abandolaos sin solución de continuidad—, se presenta un ejercicio puramente dancístico para el que Ruiz eligió la complicidad de un artista invitado, José Maldonado, de corte muy distinto al suyo. La dialéctica oposición resultó positiva, al permitir diálogos en sucesivos pasos a dos en los que lo personal siempre parecía encontrar una asistencia complementaria y de carácter recíproco. Sucedió así en el baile de una seguiriya: ella con bata de cola y palillos y él apareciendo para evocar estampas propias de históricas parejas. Lo mismo que pudo ocurrir con la interpretación del polo, con una sucesión de escenas guiadas por la versatilidad canora de David Lagos.
Con el cantaor a palo seco enlazando aires de cantiñas, Mercedes se acogió al preciosismo de unas formas dancísticas desnudas de artificio y llenas de encanto. Maldonado tuvo espacio para su lucimiento más personal y clásico con el popular El Vito, acompañado por la sola guitarra de Santiago Lara. Todo ello dentro de un formato escénico recogido, tirando a intimista, donde primó el equilibrio entre todas las partes.
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