Barceló y la cerámica como forma extrema de la pintura: “Como si hicieras frescos sin necesitar el edificio ni al arquitecto”
‘Todos somos griegos’ reúne 30 años de cerámicas, la mayor retrospectiva del artista de Felanitx, en La Pedrera de Barcelona
John Keats tenía 22 años cuando escribió el poema que, indirectamente, da nombre a esta muestra, Oda a una urna griega. A partir de la perfección y la permanencia del mármol, evocó la fugacidad de la vida sin saber que la suya solo duraría tres años más. De aquella urna obtuvo una lección: la belleza es la verdad y la verdad es belleza, que llevaría a su amigo P. B. Shelley a pronunciar la frase: “Todos somos griegos”. Ese es el título de la exposición que reúne 30 años de cerámicas de Miquel Barceló. Con esas obras, el artista de Felanitx (Mallorca, 1957) le da la vuelta al poema de 1819 y celebra la fugacidad de la cerámica que permanece, pero también se recicla y reutiliza. Tal vez por eso la llame “la madre de la pintura. Pintura amplificada”.
“La cerámica es una forma extrema de pintura. Como si hicieras frescos sin necesitar ni el edificio ni al arquitecto. Tiene una modernidad extrema”, sostiene. Defiende que a él le ha permitido dar un salto “del Neolítico al siglo XXI”. O lo que es lo mismo: de los cráneos que amasó en Malí (Cráneo de Pinocchio, 1995) hasta el Tótem dórico-azteca (2019) que hoy construye fabricando los ladrillos y apilando capiteles jónicos, serpientes aztecas o dragones chinos, pasando por todos los peces (Cap de Morena, 1999) que ideó para su capilla de Sant Pere en la Catedral de Palma de Mallorca, los años en que tuvo una larguísima conversación con Gaudí y Jujol”.
Aunque es cierto que en muchos lienzos, como el que abre la muestra ―Apología del vidre (1987)― ya estaban presentes las ánforas y las tres dimensiones, como si pintara recipientes sin fondo, el comisario de esta muestra, Enrique Juncosa, data en uno de sus primeros viajes a Malí su interés por la cerámica. Corría 1994. El pintor llevaba seis años viajando por África desde que, en 1988, él y su amigo Javier Mariscal cargaran un Land Rover con material para pintar y llegaran a Gao, en Malí, donde alquilaron una casa. Barceló regresó muchas veces. Y, en el país de los dogones, comenzó a pintar paisajes áridos. Era la tierra. Y pronto llegarían las cerámicas “simplemente porque las tormentas de arena no permitían pintar”, apunta Juncosa.
La técnica tradicional de la zona mezcla arcilla con excrementos de animales. Por eso las obras son frágiles y, al contrario de lo que sucede en otras culturas, las cerámicas se desmigan y desaparecen. Eso es atípico. “Siendo frágil, la cerámica es también superviviente porque nadie le confiere valor”, opina Barceló. Se refiere a que cuando se destruyen países o se intentan arrasar culturas, se queman palacios, pero nadie toca la cerámica porque no le da valor. “Por eso es la guardiana de la memoria”. Él mismo se considera un artista que mira hacia atrás. “Desde que era joven. Es lo mismo que mirar hacia delante”. Recuerda así, solo ahora, un viaje por Extremadura y Andalucía con su primera novia, que tenía 17 años y era ceramista. Seguían el libro de Llorens Artigas Cerámica popular española, “entonces no me interesaba nada. Pero me ha vuelto”.
“La cerámica es un material sensible que recoge igual una caricia que una hostia”. La arcilla cocida en leña mantiene la memoria: “Sé lo que hice en invierno porque tiene restos de mis jerséis”. También contiene azar. Algunas de sus piezas expuestas ilustran esa idea. Anguila, de 2007, muestra la casualidad que hizo que la vasija se plegara sobre sí misma y cambiara de forma cuando el pintor se cayó encima antes de la cocción.
“La relación con la cerámica es física. Se trabaja con el cuerpo”, explica. “Si las piezas son grandes, uno se agota”. Le sucedió en la catedral de Mallorca, llenando su capilla de peces. Pero también en Aviñón, cuando el festival de teatro le encargó la performance Paso Doble (2006) en la que, coreografiado por el serbio Joesf Nadj, trabajaron el barro con sus cuerpos. “Terminábamos agotados”. Una película sobre esa obra muestra cómo Barceló sumó su cuerpo a las herramientas con las que se ayuda cuando pinta: “No desprecio ninguna. Empleo aperos de labranza y rastrillos de jardinero, herramientas de dentistas y cirujanos, de peluqueros y carniceros: acuchillo, rasco, rasgo, araño y, cuando hago cerámicas, trabajo tanto con las manos como con el codo, porque permite movimientos más amplios”.
Entre París y Mallorca, sus últimos trabajos cerámicos ―que pueden verse en La Pedrera hasta el 30 de junio― son ánforas coloreadas, monocromas y frutas coloristas Quatre pommes et un couteau (2022) que dan buena cuenta del viaje de Barceló por el barro y por el mundo. Con todo, dos obras resumen su mundo de descubrimiento incansable. Una tiene la forma de un rodaballo y es un proyecto para un pavimento cerámico gigante en el que poder pisar las escamas sin saber que se está caminando sobre un pez. La otra, de 2006, es la pieza más indefinida de esta muestra: un montón de ladrillos troceados, pinchados y amontonados. Tiene dos agujeros “como las calaveras”. Es un autorretrato ―”en el que me he pinchado, pegado y dado puñetazos”―. Lo ha llamado Egomacro. Y no tiene ojos, pero sí pelo.
Babelia
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