El Guggenheim Bilbao inmortaliza a Giovanni Anselmo, el poeta de la energía
La mayor retrospectiva sobre el artista italiano llega dos meses después de su fallecimiento
Aristóteles escribió en la Metafísica que “el comienzo de todos los saberes es la admiración ante el hecho de que las cosas sean lo que son”. Toda la obra del artista italiano Giovanni Anselmo (Borgofranco d’Ivrea, 1934-Turín, 2023), a quien desde hoy hasta el 14 de mayo dedica el museo Guggenheim Bilbao una gran retrospectiva titulada Más allá del horizonte, parte de su asombro ante la energía: ante el hecho de que la energía esté, ante el hecho de que la energía sea y de que uno forme parte de su infinitud.
Ahí está el prodigio, lo que hace a los auténticos científicos, filósofos, poetas, artistas. La admiración, el asombro, el extrañamiento genuino ante la realidad, y a causa de ello, la fascinación por ella y el deseo, la pasión por conocerla y la acción, la puesta en marcha para intentarlo, cada uno con su modo de aproximarse, sea a través de la ciencia o a través del arte.
El momento de asombro de Anselmo llega una mañana de 1965, de excursión con amigos en el volcán de la isla italiana de Stromboli, en la que de repente toma conciencia de algo singular: como está en la cima del volcán y el sol está saliendo más abajo, por el mar, la luz no proyecta su sombra hacia el suelo sino hacia el cielo, y en la infinitud del espacio se pierde. La fuga de su sombra le hace evidente lo que no se puede ver: que hay energía y que siempre está en movimiento, y que eso mismo, energía en permanente movimiento, es lo que somos. Esta epifanía lo lleva a la convicción de que la vida-energía no se puede aprehender a través de la representación, porque nunca está fija y representarla artísticamente es siempre falsificarla, de modo que lo que se puede hacer —al menos lo que él elige— es tratar de presentarla, de hacerla presente con su obra.
Esta exposición del Guggenheim, Giovanni Anselmo. Más allá del horizonte, es un hito. Por su ambición, porque nunca se había abordado una retrospectiva suya tan comprensiva, y también por su coyuntura, pues el artista falleció hace solo dos meses, el 18 de diciembre. Tenía 89 años y con él se iba uno de los grandes del arte povera, etiqueta que sin duda le brindó la proyección que ofrece ser incluido en un movimiento brillante pero de la que, si bien no renegaba, procuraba mantenerse discretamente aparte. De modo que el Guggenheim no solo está mostrando a lo grande la producción de Anselmo. Supone mucho más que eso. Es un homenaje, sí, pero ese sentido ya lo tenía cuando se concibió el proyecto y durante su desarrollo, con Anselmo en vida, débil pero lúcido, supervisando desde Italia. Lo que ha sucedido finalmente es que, ya sin Anselmo, la exposición adquiere un sentido de mayor envergadura todavía: el Guggenheim lo inmortaliza. Se inmortaliza su obra. Humilde y reservado, hubiese abjurado de palabras tan rimbombantes, pero de tener que aceptar que algo fuese inmortalizado, por supuesto, aceptaría que no fuera él mismo sino su obra.
La comisaria de la exposición, Gloria Moure, con quien trabajó desde inicios de los noventa y tuvo su primera gran exposición en España (Centro Galego de Arte Contemporánea, 1995), recuerda que en las últimas semanas, cuando intentaba mantener al artista implicado y activo, informándolo de los detalles del montaje, del catálogo y demás, Anselmo solo repetía: “Lo que importa ahora es la obra. Lo demás es superfluo. Yo no importo”. Moure viajaba a menudo a Turín y juntos pensaban en cómo organizar la exposición. Usaban unas maquetas de las salas que el museo elaboró ex profeso y envió por correo al artista. Hasta hicieron miniaturas de las obras para poder visualizar mejor el montaje. Cuando llegaba la comisaria, la sala de Anselmo se convertía en un barullo de maquetas. “Parecía que jugábamos a las casitas”, bromea Moure.
Su obra, explicó Anselmo en distintas ocasiones, era su vida.
No en el sentido cursi y banal. Para él no era una manera de hablar. Para él no era una metáfora, de hecho lo ponía nervioso la palabra metáfora porque es una palabra que de por sí se desplaza, que se va del lugar, de lo presente. Lo decía en sentido literal, puro, metafísico. Su obra, que fue su relación artística con la energía, era su vida, su existencia y su yo no eran otra cosa que lo que sucedía en sus obras y —por extensión— lo que sucedía, en un espacio determinado, entre sus obras y los espectadores, que pasan a ser partícipes de la obra, incluso a ser la obra misma, en tanto que elementos de la situación de energía.
Y qué sucede en sus obras: sucede, por ejemplo, la tensión de un cable que sostiene una piedra pesadísima en un pared y la gravedad que tira de la piedra hacia abajo; la lechuga atrapada entre dos piedras por un cable y su deterioro orgánico, energético, que hace que pierda volumen y progresivamente desequilibre el conjunto hasta su desmoronamiento; el pedrusco de antracita de 300 millones de años sometido al calor de una bombilla cuya insignificante energía, cuyo ridícula fuerza de calor podría sin embargo llegar a ser significativa, y devolver el pedrusco a su estado previo a la fosilización, si se espera el tiempo suficiente: tiempo geológico.
Estas configuraciones escultóricas, a la vez plásticas, conceptuales, poéticas y con un delicado sentido del humor constituían el ser de Giovanni Anselmo en la medida en que identificaba, como artista, el ser con el hacer. Dijo en 1969: “Yo, el mundo, las cosas, la vida, no pasamos de ser situaciones de energía y la cuestión estriba precisamente en no cristalizar tales situaciones, sino en mantenerlas abiertas y vivas en función de nuestro vivir”. La vida como síntesis holística de conciencia y acción que en último término solo se puede concretar a través de la decisión particular: “Dado que la energía existe bajo las apariencias o situaciones más variadas, se plantea la necesidad de la más absoluta libertad de elección o de uso de materiales”. Cuando Anselmo habla de elegir materiales, podemos leer —igual— elegir lo que decidimos hacer con nuestra vida. Es un artista en las antípodas de lo teorizante cuya obra es una honda teoría existencial.
Hacer y ser son la misma cosa para Anselmo, y en eso, de manera natural, sin intención discursiva, se conecta con la concepción griega de la poiesis, que es a la vez un saber hacer, un saber contemplar y un saber actuar. En ese sentido, señala Moure, en su obra lo poético es político. Es radical toma de posición.
El título de la muestra, Más allá del horizonte, dialoga con la ruptura de límites que realizó Anselmo en sintonía con su generación de los sesenta, tanto en Italia como a nivel internacional, época de cambios de paradigma y expansión creativa: Anselmo plantea, nunca explícitamente, el desafío de los límites tradicionales de la representación artística: ¿qué es un cuadro?, ¿qué es escultura?; el desafío de los límites del espacio-museo, en tanto que las líneas de fuerza y movimiento de sus piezas atraviesan, invisibles, sus paredes; el desafío de los límites de la percepción y de los mismos límites del ser-energía. El título Más allá del horizonte indica esa ruptura de límites y, también, es una señal que indica, asumiendo ya el punto de vista historiográfico, la dirección de la obra de Anselmo, y más ahora: la posteridad.
A través de cuatro salas del museo de Frank Gehry —grandioso continente para un artista tan sobrio y ligero de equipaje, para un ingeniero de la contención— se muestra casi medio centenar de piezas.
Comienza con la fotografía que tomaron a Anselmo en la cima del Stromboli en el momento de su epifanía fenomenológica. La diapositiva ha sido proyectada sobre una pared junto a la puerta de entrada de la primera sala. Abre la exposición y a la vez queda fuera de ella, una decisión consecuente con lo que dijo el artista sobre esta imagen: que no era en sí una obra; la obra, recalcaba, fue lo que sucedió “en ese preciso instante”. La imagen, así, se queda en un atractivo limbo categorial, entre souvenir y obra de arte.
Obras en sentido estricto son todo lo demás que aparece una vez se pasa la puerta. Casi medio centenar de piezas. Entre ellas las más notorias de su moderado corpus productivo, como la de la lechuga —Sin título (estructura que come)—, Torsión, una pieza de hierro atrapada por una tela revirada —una de cuyas versiones alcanzó los seis millones de euros en subasta hace unos años—, o Particular, otro de sus clásicos en el que proyecta la palabra particular sobre puntos del espacio nimios —una pared, el pantalón de un espectador según se acerca al haz de luz— y cuya nimiedad súbitamente se revela inconmensurable al ser señalada por el artista como acontecimiento en el espacio del museo: es su manera de sostener y sugerir que la particularidad es, en términos dialécticos, tan necesaria como la totalidad.
Cierra con la monumental Mientras hacia ultramar el color levanta la piedra, donde un conjunto de 24 piedras pende de la pared, en pareja y sostenidas por nudos corredizos de cable de acero. Debajo, un rectángulo de azul ultramar, cuyo efecto visual es el de un pasaje perfecto al infinito, y qué gran alegría si fuera eso la muerte, el más allá: un rectángulo de color ultramar: nada más eso, el color oltramare. Si bien todas las piezas de piedra de la exposición conectan con la atávica cultura de la piedra en el País Vasco, en esta la conexión es mayor porque la obra se ha adaptado con piedra caliza de una cantera local.
Por lo demás, tanto en esta pieza como en otras, la presencia de piedras tan pesadas suspendidas de la pared de forma improbable, prodigiosa, remite a los prodigiosos levantadores de piedras vascos o harrijasoztailes, un deporte muchas veces menospreciado, como expresión de fuerza bruta, y que a buen seguro hubiera dejado boquiabierto a Giovanni Anselmo, que, de otra forma, dedicó toda su vida a hacer lo mismo y para quien la fuerza o energía era lo más bello e incomparable.
Ya dijo en su día en una entrevista el histórico levantador Iñaki Perurena, también actor, ganadero, escultor y poeta: “Un harrijasoztaile es más de lo que pensamos”.
El Guggenheim Bilbao invita con esta exposición a una experiencia única. Solo que es una experiencia que supone un reto enorme: ser capaces de prestar atención. Toda obra de Anselmo, sea más o menos asequible a primera vista, requiere una acción tan pequeña como mayúscula: pararse a mirar. Mirar de verdad. Abrirse a la posibilidad del asombro y del extrañamiento. Entender que una lechuga, una piedra o un trozo de hierro situados en el espacio, situados con nosotros en el espacio, es un acontecimiento. “Su arte te pide el esfuerzo de ir más allá de lo que ves, de la simple apariencia. Tú puedes pasearte por aquí y no ver nada, o puedes ver mucho. Él te empuja a sentir y a reflexionar, pero nunca se impone”, afirma Moure. Los circuitos de energía que crea Anselmo, en definitiva, requieren de un último factor: nuestra energía perceptiva, la asunción y puesta en marcha de nuestra natural potencia poética, de nuestro deseo.
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