Sandra Delaporte: tocar fondo, aislarse en la montaña y renacer con techno
La cantante y compositora del dúo Delaporte relata cómo con aislamiento y naturaleza consiguió recobrar la ilusión que le arrebató la idea “de lo que se supone que es el éxito”. “Un momento de lucidez me salvó la vida”
Sandra Delaporte lleva cinco días sin hablar con nadie. Algún mensaje de texto por móvil, unos envíos de correos electrónicos, pero nada de abrir la boca y expresarse con palabras. Por eso al bajar del tren en la estación madrileña de Atocha se muestra verborreica. “Si ves que me enrollo, párame sin problema”, se disculpa. Ha dejado por unos días su encierro en un municipio de 400 habitantes del Pirineo Aragonés. Allí se marchó hace nueve meses, “en un momento de lucidez que me salvó la vida”, después de tocar fondo. “Si te digo la verdad, no entendía por qué vivía, no entendía el sentido de existir. Me preguntaba por qué estaba aquí”.
Sandra Delaporte (Madrid, 29 años) forma parte de Delaporte, dúo que lleva editando música desde 2017. Junto con el italiano residente en el céntrico barrio madrileño de Lavapiés Sergio Salvi (Nápoles, 41 años) comenzó componiendo pop electrónico, pero ya en sus últimos dos trabajos, sobre todo en el reciente Aquí y ahora (2024), ha derivado a un techno que se puede cantar como si fuese música pop gracias a la hermosa voz de Sandra. Una fórmula original que convierte a Delaporte en un caso casi inédito en la música española: una banda que llena salas (como los días 9 y 17 de febrero en la madrileña La Riviera) a base de techno duro, a zapatillazo limpio. Pero hasta llegar aquí, Sandra ha tenido que sanar, un proceso en el que incluso valoró prescindir de su pasión: “Sí, pensé seriamente en dejar la música. Así de mal estaba”.
Sandra cuenta su historia con un té con canela en una cafetería del centro de Madrid. Lo hace sin dramatizar de más, muchas veces sonriendo y con el propósito de visibilizar una circunstancia que quizá alguien (de la música o no) pudiera reconocer en sí mismo. “Existe una creencia de lo que se supone debe ser el éxito: complacer, querer ser la mejor, una crack, la primera dentro de una competitividad salvaje. Yo eso me lo creí muchísimo. Se sumó a una autoexigencia que siempre me he impuesto. Y enloquecí. Dejé de escuchar a mi cuerpo y me deterioré física y mentalmente”. Mentalmente, hasta no ver sentido al día a día, y físicamente hasta provocarse nódulos en la garganta.
Delaporte habla, entre otras cosas, de algo que mueve actualmente a la música (pero no solo a la música): incrementar el número de escuchas en plataformas, duplicar los “me gusta” digitales, mostrar lo sensacional que es tu vida en las redes sociales, la obsesión por llenar cuanto antes el WiZink, la idea de que una artista debe trabajar 24/7 y gustar siempre… Asume que la responsable de cómo interpretar esa información era solo ella. “Me olvidé de mi verdad, que es que has venido a estar vivo, a disfrutar y a deshacerte de todas las obligaciones que te has impuesto en función de lo que crees que tienes que ser. Entonces me dije: ‘Madre mía, cómo me he llegado a creer todo esto, y cómo me ha hecho sufrir tanto”.
Fue cuando más gente acudía a sus conciertos. Pero ella no disfrutaba. “Al revés: a medida que tienes éxito, hay una ley no escrita que dice que los artistas nos volvemos más bordes. Te tienen que fastidiar más las incomodidades, te tienes que mostrar más distante… Y eso al final es ego y miedo. Yo a veces me comportaba de esa manera. Es terrible decirlo así, pero tienes que comportarte como una artista y mostrarte superior. Es inhumano y venenoso. Ahora lo veo, antes no”, explica. Al límite, llegó a la conclusión de que tenía que hacer algo. Les contó a sus representantes y a su compañero de grupo la situación (“Sergio casi se muere al principio, pero luego lo comprendió perfectamente”) y se tomó un tiempo indefinido para curarse.
Se marchó cuatro meses a Asia Central, “perdida en las montañas de Kirguistán”. Cuando regresó, ya había decidido dejar Madrid, donde residía. ¿Dónde ir? Cogió un mapa de España y un poco al azar marcó una zona de los Pirineos para explorar en coche. Hasta localizar un valle que la cautivó. 600 euros el alquiler por una casa con chimenea de 120 metros cuadrados donde el ulular de los búhos le da los buenos días. Parecía perfecta. Se trasladó allí con un poco de ropa. “Y fue cuando conocí a la soledad, muy maja, por cierto, que me abraza, allí en las montañas. En soledad de pronto había partículas que chispeaban con mayor paz a mi alrededor. Como que al irme hacia dentro me encontré con algo muy grande que soy yo, pero no el yo que me obliga a ser, sino el verdadero. Empecé a entender que todo lo me había hecho sufrir dependía de mí y que nadie tenía la culpa: ni la sociedad, ni la industria musical, ni mis padres, ni amigos, sino que venía de cómo entendía yo lo que era vivir y las obligaciones y la perfección que me exigía”. Desde ese estado de ánimo empezó a componer. “Me pregunté: ‘¿Desde dónde quiero crear, desde el miedo a no gustar y desde la ansiedad por gustar?’. Y la respuesta fue: ‘No. Solo puedes encontrar la inspiración desde lo que realmente eres”.
De ahí salieron canciones como Ángel caído, Me la pegué o El techno cura, todas incluidas en Aquí y ahora. Habla de la letra de otra de ellas, Peligro social: “Yo era una inconsciente, un peligro social. Tomaba decisiones a lo loco, no tenía la preparación para enfrentarme a según qué niveles de dolor, lo que hacía era correr, también físicamente. Fui adicta al deporte, adicta a las personas, a quedar con mucha gente, a ver mucho a una persona en concreto porque te has enchochado… Pero eso no es sano, es dependencia y adicción. Lo que me pasaba es que no era capaz de entender mi dolor”.
Sandra se acuesta ahora todos los días a las 22.30 y se levanta a las 6.30. Sale al monte casi de inmediato, a pasear, correr y meditar “en su cascadita”. Compone techno y música más introspectiva (dice que ha grabado cinco discos a la espera de darles salida), se masturba y cocina… “Hoy me he hecho garbanzos con un salteado de remolacha y canela. Riquísimo”. Recibe pocas visitas, pero se relaciona con los vecinos del pueblo: va al bar de José (“aunque muchas veces no le entiendo porque habla el aragonés cerrado”, se ríe), participa de las barbacoas comunales… “Algunos saben que estoy en un grupo. Me llaman la influencer”, se carcajea.
No renuncia a las escapadas urbanas, muchas de ellas con el objetivo de bailar techno en clubes de Madrid o Berlín, o a raves. Asegura que nunca se ha drogado y que no prueba el alcohol. “En las raves bebo agua y a veces un Red Bull, o me como un plátano. Cuando estoy ahí y cierro los ojos y fluyo… puedo pasarme 10 horas seguidas. Es como meditar. Es lo más parecido a lo que siento cuando estoy sola en el bosque”. Alguna vez le entra algún chico, chica “o chique”, pero siempre se disculpa. “Es mi momento: disfruto mucho bailando sola. En las raves se crea un gran ambiente de humanidad, sudor con sudor, que en muy pocos espacios he encontrado. La amabilidad es brutal. Los entornos de techno son una maravilla. No cabe estar en discusión”. Una atmósfera similar a la de sus conciertos, una descarga de visceralidad empática, la sublimación del disfrute.
Sandra va a estar unos días en Madrid ensayando con su compañero Sergio la gira que llevará a Delaporte por festivales y salas de muchas partes de España. Afronta el regreso sin temores. “Confío en mí: si he salido una vez, puedo salir otras. Ahora lo que me apetece es subirme al escenario y darlo todo”, explica. Entre un concierto y el siguiente, viajará a su paraíso en el monte para hablar con las montañas.
Babelia
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