Mina, un mito que prefirió la privacidad de su familia a décadas de conciertos y estrellato
La intérprete, que abandonó la vida pública en 1978 y no volvió a pisar un escenario, sigue lanzando discos, y hasta un vídeo con su imagen reproducida con inteligencia artificial. “Nunca ha tomado decisiones dictadas por otros, o el dinero”, dice su hija
Anna Maria Mazzini, conocida como Mina (Busto Arsizio, Lombardía, Italia), una descomunal artista que era ya una absoluta estrella a sus 38 años, tenía contratados 15 conciertos aquel verano de 1978. Lo raro es que hacía seis años que no salía de gira. La gente estaba loca por verla. Tenía un caché altísimo, de unos 20 millones de liras por concierto. Pero estaba cada vez menos a gusto sobre las tablas. Ese día, recuerdan las reconstrucciones, fumaba algo angustiada mientas el público esperaba en una sala abarrotada. La noche del 23 de agosto, subió al escenario del teatro Bussoladomani, local nocturno de Marina di Pietrasanta (Toscana) e interpretó su repertorio. Aquella mujer de ojos enormes y espeso maquillaje, que parecía salida de un cuadro de Modigliani, cerró el concierto con Grande, grande, grande y se marchó al camerino sin mirar atrás. Desde ahí escuchó, como escuchaba siempre, cómo los asistentes le pedían un bis. Algo más de ella. Lo que fuera. Pero como acostumbraba, no volvió a salir. Nadie lo sabía entonces, pero se cancelaron las siguientes cuatro actuaciones. Fue su última aparición.
Mina, que vivía en Lugano (Suiza) desde 1965, era ya una diva con una relación tortuosa con su audiencia. El mundo la adoraba. Frank Sinatra decía que era la mejor voz femenina blanca que había escuchado. Pero era una artista inclasificable, una alienígena en un mundo en el que ella misma quiso dictar sus reglas. Estaba cansada, quizá tenía algunos temores sobre su físico y algunas cicatrices de episodios como el del puritanismo que la había mantenido vetada durante un tiempo de la televisión pública italiana por tener un hijo con un hombre separado (Corrado Pani, padre de su primogénito). La Democracia Cristiana lo impregnaba todo en aquella época. Pero, principalmente, se encontraba algo agotada de exponerse, de entregarse. Así lo explicó en una entrevista: “Yo no nací para cantar. Nadie me cree cuando lo digo, pero si hay algo que no me apetece hacer es cantar. En público, quiero decir. Nunca me ha emocionado el aplauso. Me hice cantante porque a los 20 era otra mujer. Hoy no lo volvería a hacer. Quizá escogería otra actividad artística, pero una en la cual no tuviese que exhibirme”.
Italia atravesaba aquel año grandes cambios y turbulencias. El asesinato de Aldo Moro a manos de las Brigadas Rojas, la muerte de Paolo VI y la llegada sucesiva de Juan Pablo I —que murió al cabo de 33 días— y Juan Pablo II. Los años de plomo, el terrorismo fascista, la elección de Sandro Pertini como presidente de la República. Mientras todo se transformaba, el imperio de la televisión, en el que Mina fue una estrella, lo invadía todo y sonaban de fondo algunos de sus hits como Parole, parole, Città vuota (1956), el legendario dueto medio hablado con Alberto Lupo (o la parodia con su amigo Celentano), Ancora, ancora, ancora (1978) o la impresionante Il cielo in un stanza (1960) que compuso Gino Paoli para ella.
La República hervía, pero las ganas de Mina de participar como la estrella más brillante en esa vida pública, colonizada ya por la furia de los paparazis y la moda de vender la intimidad, se congelaron definitivamente. “Este es el último espectáculo. He decidido vivir”, le dijo a la periodista Natalia Aspesi cenando justo después de su actuación. “Y es muy difícil vivir la propia vida desde un escenario. Os prometo que desapareceré para siempre”, continuó en aquel restaurante. Una decisión relativamente improvisada, pero fruto de un largo proceso de agotamiento y de la voluntad de anteponer a su familia, como explica ahora su hija Benedetta a EL PAÍS en una de las pocas ocasiones que ha hablado de su madre en los últimos tiempos. “No fue un paso al lado ni atrás. Fue simplemente dar prioridad a lo que siempre había sido para ella primordial: la familia y la vida privada. Eligió simplemente no hacer más conciertos en vivo y no aparecer más. Entiendo que la gente desee saber, pero me parece muy sano y justo no saber nada de la vida de los artistas”.
Benedetta Mazzini vive hoy en Lugano, cerca de su madre, nacionalizada suiza, y su hermano, el productor Massimiliano Pani. Y Mina, que hoy tiene 83 años, lleva una vida normal ahí con su marido, el cardiólogo Eugenio Quaini, completamente ajena al mundo del espectáculo. Entra y sale. La reconocen por la calle, pero la tratan con respeto y discreción, señala su hija. “Siempre ha hecho lo que le daba la gana. Ha estado tanto de gira por el mundo que para ella las vacaciones son estar en casa. No echa de menos al público. Para nada. Cero. Porque el trabajo es siempre trabajo. Un artista puede decidir hacer conciertos, pero aunque no los haga, el verdadero trabajo, que es hacer discos, ella no ha dejado de hacerlo. Y, además, tiene una integridad y una coherencia feroces. Nunca ha tomado decisiones dictadas por otros, o por el dinero… siempre ha hecho lo que deseaba. Incluso cuando daba los conciertos. Yo era muy pequeña, pero recuerdo que mi hermano y yo no podíamos ir. Siempre separó el trabajo de la casa y la familia. Mi madre no era una estrella, o no quería serlo. Para ella todo aquello era solo trabajo. Y no confundió nunca el trabajo con la vida. Fue muy celosa de su vida privada y de la familia, que para ella está antes de todo”.
Mina, que ha vendido más de 75 millones de discos, hoy sigue grabando en el estudio de su casa y escucha todo tipo de música —”de hip hop a flamenco, fue siempre una revolucionaria”, dice su hija—. Pero la Tigresa de Cremona, pese a pertenecer al universo del pop y la canción ligera, entendió antes que la mayoría dónde se encontraba la naturaleza mutante e incómoda de la vanguardia. Incluso en su desaparición, anticipó el vínculo entre el arte y el misterio, lo que solo dos grandes industrias habían descifrado hasta entonces: la religión y las marcas de lujo. Hoy otros artistas en distintos campos, como el dúo de música electrónica Daft Punk, la escritora Elena Ferrante o el artista Banksy, explotan de forma intencionada lo que en ella nació de un modo completamente natural.
La reclusión fue solo social, una separación del público. Nada de conciertos, como hicieron también grandes artistas como el pianista Glenn Gould. Solo sesiones de estudio. De hecho, cada año sigue publicando un disco. El último, Dilettevoli eccedenze 2, es una recopilación de temas con un inédito que incluye un videoclip que reproduce con ayuda de la inteligencia artificial su aspecto actual, y cuyo single fue ideado musicalmente por el bajista Saturnino Celani. “Mina se puede considerar un icono atemporal a todos los efectos. Hizo tanto e inspiró a tantas personas que cualquier cosa sería decir poco. Cuando me preguntaban si la había visto, siempre respondía lo mismo: ‘Mina no se visita, se escucha’. ¿Su retirada de los escenarios? Fue un momento histórico en el que todos querían aparecer lo máximo posible para dejar huella. Pero ella hizo justo lo contrario, dejando una impronta todavía más fuerte”, apunta Celani. En realidad, no desapareció. Del año 2000 al 2011 escribió una columna en La Stampa. Entre el 2003 y el 2015, colaboró con el Vanity Fair italiano respondiendo cartas de lectores. Pero, sobre todo, en estas décadas de confinamiento no ha dejado de sacar nueva música.
Mina es también icono gay y una de las diosas del transformismo. Una de las personas que la conoce mejor, precisamente porque se metió en su piel como drag queen, fue Mauro Coruzzi, célebre en Italia por su nombre artístico, Platinette. “Las verdaderas divas adoptan un sistema infalible, que se estudia en sociología, el contraste entre presencia y ausencia. Paradójicamente, es más fácil hacerse notar porque no estás presente que porque lo estás demasiado. Mina no hace falta que se muestre, ella está ahí siempre”, apunta al teléfono. Una diva que prefirió el confinamiento y el hogar al fervor y aplauso del público, pero que hoy sigue siendo una marca de Italia. También una actitud contracultural en un mundo colonizado por la explotación de la imagen.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.