Japón: más que manga
La cultura nipona hipnotiza a Occidente al rechazar las dicotomías y las diferencias que pueden parecer irreconciliables entre los opuestos y sugiere su convivencia
Desde hace décadas el manga se ha ido imponiendo en los mercados europeos y ha dado lugar a un territorio próspero de ferias, pasiones, héroes, disfraces, hologramas e incluso relaciones fictosexuales —las que los humanos mantienen con personajes de ficción—, semejantes a la que protagonizaron Akihiko Kondoy y la cantante virtual Hatsune Miku, hasta que la empresa al mando la desconectó de sus servidores y algunos empezaron a hablar de Kondoy como “el primer viudo digital”. Quizás los aficionados al manga intuyen ese metaespacio de pliegues, aparentes paradojas… en el cual nada es imposible y nos sentimos cómodos; un espacio construido sobre contradicciones. O contradicciones al menos para la lógica binaria occidental, gobernada por las ahora muy impopulares dicotomías: masculino/femenino, blanco/negro, lleno/vacío, animado/inanimado, muerte/vida… De hecho, la cultura japonesa —y el manga no es la excepción— propone resquicios infinitos que permiten no ser nunca una única cosa ni para siempre. Sugiere la convivencia grata de los opuestos: lo que ya no es y no ha dejado de ser aún.
Ocurre en las animaciones de Hayao Miyazaki, cuya obra El chico y la garza se ha estrenado en nuestras pantallas este mismo año. Aquí se cuenta la historia del joven Mahito quien, sumergido en la nostalgia por su madre, decide adentrarse en un lugar donde conviven vivos y muertos, sin fronteras insalvables entre ambos. Es la negociación de paradojas que percibimos en el artista Yasumasa Morimura, de los más relevantes del país y comisario en 2014 de la Trienal de Yokohama que tuvo un título que no necesita aclaraciones: ART Fahrenheit 451. Esta Trienal es uno de los eventos internacionales más sugerentes y en la primavera de 2024 abrirá su octava edición —Wild Grass: Our Lives, título tomado del escritor chino Lu Xun— con una reflexión a propósito de la vida tras la covid. Inició su andadura en 2001 y ha contado con artistas como comisarios, entre otros el colectivo indio Raqs, presentado en el CA2M en 2014.
Ese asalto al binarismo asombra en Morimura. A través de su imagen, ocupa con la misma soltura los papeles de hombres y mujeres; humanos y manzanas, peces, flores…; la cara de la Olimpia de Manet, de su criada africana, el cuerpo de Frida, de los personajes en Las Meninas, los girasoles de Van Gogh o la carpa arrancada a una estampa japonesa… Para la cultura occidental, Morimura formula un gesto tan drástico como pasearse por el mundo de los muertos estando vivo. Es más, ¿hay algo que plantee de forma más clara un ataque al binomio masculino/femenino que el kabuki? Los espectadores prefieren ver a Lady Macbeth interpretada por una estrella masculina, igual que en el teatro Takarazuka, creado por el empresario y político Kobayashi Ichizo en 1914, todos los papeles eran interpretados por jovencitas que basaban el kata —patrones formales— en las posturas y ademanes del Marlon Brando en las películas de 1950. No está mal el estereotipo.
El amigo japonés esboza apenas la sonrisa. Un día escuchó atento mi explicación sobre Morimura y se interesó por nuestras lecturas y enumeraciones; categorías, encasillamientos; divisiones entre peces, girasoles, criadas africanas, Frida y Velázquez. Esas dicotomías no existen en su cultura o nunca del modo en que las entendemos; no existen diferencias irreconciliables entre lo animado y lo inanimado. De manera que la cultura japonesa nos hipnotiza, aunque tal vez por los motivos equivocados. Solo haría falta, pues, dirimir de dónde surge la atracción hacia Japón en Occidente, muy anterior al manga e incluso a los impresionistas y sus colecciones de estampa japonesa, la que aparece al fondo del retrato que Manet pinta de Zola.
Lo desvela Roland Barthes al intuir en su viaje a Japón de 1970 cómo viajar hasta ese país es para un occidental enfrentarse a un texto que tiene mucho de anhelo. En El imperio de los signos (Seix Barral, 2020) —publicado tras su estancia y traducido y prologado por Adolfo García Ortega— Barthes lo asocia con su experiencia de escritura, un estremecimiento, dice; el satori —la comprensión en el Zen—, que para el francés tiene bastante de seísmo. Sin embargo, no se trata —o no solo— del estremecimiento de lo insondable o lo imposible de la traducción última, sino del asombro frente a un lenguaje donde, pese a estar cada concepto regido por un signo preciso, el significado es para la lógica occidental una maniobra de aproximación en una pista de aterrizaje sumida entre niebla.
En ese habitar lo liminal y acercarse a lo que apenas se intuye, se podría situar lo irresistible de Japón para Occidente. Son sensaciones que el lector experimenta durante la lectura de Nagori, de la escritora y crítica gastronómica residente en París Ryoko Sekiguchi, publicado este año por Periférica y para mí uno de los libros más exquisitos que he leído jamás. La plurisignificante palabra nagori se convierte en guía para una reflexión sobre las frutas de temporada y la diferente noción del tiempo en Japón, entre otras cosas porque las estaciones tienen allí un significado mucho más complejo. Nagori se refiere a la nostalgia hacia la estación que termina, pero también a la evocación de la casa que ya no existe; o a la estela que dejan una persona u objeto al irse. Dicho de otro modo, al paso de las estaciones que fluyen, tema de otro libro delicadísimo que acaba de publicar Errata Naturae: La península de las veinticuatro estaciones de Inaba Mayuki, que recoge el amor japonés hacia los gatos.
A propósito del paso del tiempo se detenía ya en 1926 Soetsu Yanagi en su texto ‘La belleza de los objetos misceláneos’ recogido en La belleza del objeto cotidiano (Gustavo Giili, 2021). Los zakki, “objetos misceláneos” que nos acompañan en el día a día, se hacen más bellos cuanto más se usan y cuanto más bellos son, más se usan. Hace años, unos comentarios semejantes sobre el paso del tiempo que hace a los objetos más deseables, nos embelesaba en Elogio de la sombra (Siruela) de Tanizaki, y anunciaba el eterno hechizo japonés en nuestra cultura, desde las páginas de Nagori hasta la reciente feria de manga en Barcelona.
Japón no nos hechiza, así, por retar a nuestras dicotomías. Nos seduce al apelar a ese espacio mental excluido de nuestra lógica, el del satori, la comprensión última e imprescindible, que una vez revelado añoramos incluso en la “versión de bolsillo” que las rudimentarias herramientas lógico-lingüísticas occidentales nos permiten vislumbrar. Es más, ahora que nuestro lenguaje aspira a romper las antiguas dicotomías en lo referido al género y hemos emprendido una particular guerra al binarismo, trazando posibilidades múltiples y abiertas en sus definiciones —al término LGTBQ+ se podrán unir las denominaciones que se vayan surgiendo—, pienso en nagori, en lo complejo que resulta traducirlo a nuestra lógica, y presiento cierto fracaso lingüístico al empeñarnos en establecer esas categorías de opción de género, muchas y no binarias, si bien casillas cerradas sin salida —“cis”, “tras”, “bi”….— que, a su modo y pese a todo, reproducen la lógica reinante en la enciclopedia de Diderot: que cada cosa tenga una definición precisa dentro del mundo. El mundo en orden: fresas el año entero.
“A medida que uno profundiza en la obra visual y los ensayos de Nakahira, cree estar más cerca de comprender, pero cada vez nuevos interrogantes nos asaltan, lo que nos parecía tan banal y trivial de repente se nos presenta como algo desconcertante y extraño”, escribe Dani S. Álvarez en su prólogo al libro del fotógrafo y ensayista japonés Takuma Nakahira La ilusión documental (Ca L’Isidre Edicions, 2018). Bienvenidos a Japón.
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