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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Del Delta del Mississippi a Las Vegas

Una monumental biografía retrata las numerosas hazañas de B. B. King. Y no solo las musicales

B. B. King, en un concierto en el Madison Square Garden, de Nueva York en 1969.
B. B. King, en un concierto en el Madison Square Garden, de Nueva York en 1969.Walter Iooss Jr (Getty Images)
Diego A. Manrique

B. B. King llegó tarde a España: durante sus años de máxima creatividad, aquí sencillamente no se publicaban sus discos. Con el tiempo, es cierto, se convirtió en visitante habitual, popularizado además por sus duetos con Raimundo Amador. Así que también pudimos asistir a su decadencia física y artística.

El hombre vivió 89 años y, según alardeaba, tocó 17.000 conciertos en 90 países (y tenía otras cifras aún más pasmosas). Urge quitarse el sombrero ante Daniel de Visé, autor de B. B. King, rey del blues (Libros del Kultrum). Más de 600 páginas, donde incluso se describen y evalúan los cincuenta álbumes que publicó en vida… y bastantes de sus infinitas recopilaciones.

De Visé aclara muchos interrogantes que rodearon al bluesman. Fue un correcaminos, cuyos recorridos relativizan los números de, por ejemplo, la tan celebrada Gira Interminable de Bob Dylan: en 1956, dio 342 actuaciones (y no bajó demasiado ese ritmo cuando aumentó su fama, hasta que su salud frágil se hizo notar). ¿Los motivos? Bueno, un artista de blues no disfrutaba de grandes cachés. Y se responsabilizaba de una banda numerosa, aparte de una recua de hijos y mujeres.

Punto y aparte para este asunto. A lo largo de sus viajes, King fue compilando un listado de novias apetecibles en diferentes ciudades. Como cualquier bluesman mítico, engendró hijos, un mínimo de 15. ¡O no! De Visé insiste en que era estéril, debido a varias enfermedades y —no pregunten— a un incidente con un carnero cabreado. Sin embargo, nunca se sometió a pruebas de paternidad y siempre pagó la manutención de tan extensa “familia”.

Había otros condicionantes financieros que le empujaban a la carretera: sus inversiones no fructificaron y Hacienda le tenía en el punto de mira. Además, ejercía de ludópata, aunque finalmente se limitó al keno, esa especie de bingo con origen chino. Aún más asombrosa fue su evolución musical. Nació en el Delta del Mississippi, la cuna del blues profundo, definido por antecesores como John Lee Hooker, Son House, Skip James, Charley Patton, Robert Johnson. Pero era un niño cuando escuchó discos de pizarra de Lonnie Johnson y se le metió el veneno del jazz.

Entiéndase: no tocaba jazz pero formó su propia modesta big band. Conoció y fue bendecido por Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Miles Davis. Asumió que necesitaba su propia voz instrumental, capaz de complementar sus letras, para escenificar el diálogo. Como explica De Visé, “tocaba como hablaba: lenta y deliberadamente, para esquivar su antigua tartamudez. ‘Toco con pereza’, reconoció en una ocasión. (...) Con cada nota que extraía de Lucille, la cara se le retorcía, haciendo muecas de éxtasis y dolor en una suerte de testimonio visual de la concentración que le exigía telegrafiar a sus dedos los sonidos que oía en su cabeza”.

Sabía que el mundo era injusto con los afroamericanos. En 1943, a Mississippi llegaron prisioneros alemanes que se prestaron a trabajar en los campos de algodón; se les pagaba mejor que a los experimentados recolectores locales. B. B. tenía un patrón amable pero, en 1946, cuando accidentó el tractor que conducía, salió huyendo hacia Memphis. No terminaría de correr hasta instalarse en Las Vegas. Perfecto: la ciudad del pecado era una buena estación término para un bluesman.

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