Carmen Cervera: “Soy la misma que escribía un diario con nueve años. Solo que menos ingenua”
Año y medio después de firmar con el Estado la cesión de su colección y con sus hijas a punto de dejar el nido, la baronesa Thyssen recibe a EL PAÍS en su casa de Madrid
Iluso, el periodista le dice al taxi que pare a la entrada, pensando que la casona blanca que se ve tras la verja es la de Carmen Cervera (Barcelona, 80 años). Estupefacto, un vigilante que sale de esa casa le dice que no, que hasta la vivienda propiamente dicha hay un paseo de 10 buenos minutos. Minutos que, al menos, se hacen amenos entre jardines, estanques y efigies de Buda. Recién llegada de Andorra, donde vive con sus hijas Carmen y Sabina desde que eran pequeñas, la baronesa Thyssen recibe a EL PAÍS en su casa de Madrid, decorada con estatuas de todo tipo, colores turquesa, motivos tailandeses y dos cuadros de ella y de su hijo Borja salidos del pincel de su amiga Mercedes Lasarte. Detrás de alguna puerta se oye ladrar a un perro pequeño, que no comparece durante la entrevista. Al otro lado del pasillo, desde la biblioteca diáfana, un retrato de Hans Heinrich von Thyssen-Bornemisza domina todas las estancias. De blanco impoluto, cuando se le pregunta que qué tal está, suelta un poco convincente “bien, mi vida es muy normal, como veis”. Un par de segundos después se ríe: “¡De normal nada, no paro de trabajar!”.
Pregunta. La acaban de declarar una de las mujeres más influyentes de España. ¿Dónde está su influencia?
Respuesta. Bueno, he traído un museo muy importante a España y en el mundo del arte se me respeta mucho. Tengo el museo de Sant Feliu, el de Málaga, el de Andorra, mi propia sala en el Thyssen con mi colección... Los directores de museo, los comisarios jefes, me respetan porque saben que soy una experta.
P. ¿Y en qué otro campo le gustaría ser más influyente?
R. ¡Solo con mis seres queridos, que tuvieran más en cuenta lo que yo les recomiende!
P. ¿Cómo es la rutina de la baronesa Thyssen?
R. Me gusta levantarme pronto. Me despierto cuando sale el sol, con luz natural. Paseo, desayuno… y luego ya paso a ver papeles. Vivo sepultada por papeles.
P. Sus hijas Carmen y Sabina cumplen 18 años el año que viene.
R. Y ya me ha empezado a dar vértigo. El tiempo pasa y ves cómo forman su personalidad, que luego nunca cambia. Yo escribía diarios desde los 9 a los 16 y ahora los leo y digo: no he cambiado, soy la misma. Las mismas ideas, las mismas reacciones… claro, con más sabiduría, una ya no es tan ingenua. Pero soy la misma.
P. ¿Algún secreto inconfesable de esos diarios?
R. Bueno, escribía cuando me gustaba un chico, cómo soñaba con él. Soñaba que me raptaban los piratas y él me salvaba… como en una película de aventuras.
P. Los sueños se cumplen. Vivió el Hollywood dorado. Fue novia de Kirk Kerkorian [millonario de origen armenio, uno de los hombres más influyentes de Las Vegas]. ¡Se casó con Tarzán! [el actor Lex Barker] ¿Cómo era aquel Estados Unidos?
R. Era mágico. El centro del mundo. Era Hollywood, pero de verdad: ibas a comer al Beverly Hills Hotel y miraras donde miraras todo eran actores, actrices, guionistas, directores…
P. Volviendo a las hijas: ¿Está preparada para que dejen el nido?
R. Sí. Yo lo que quiero es que sean felices.
P. Su hijo Borja es coleccionista, y ustedes han colaborado en varias exposiciones. ¿Ve en Carmen y Sabina esa pulsión por la pintura?
R. Sí, y ojalá continúe. A ellas las he involucrado desde pequeñas. Sabina es artista, hace cómics. También canta. Carmen está muy dedicada a los estudios: “¿Crees que aprobaré, mamá?”. ¡Lo pasa fatal y luego siempre aprueba!
P. ¿Qué tiene que tener un cuadro para gustarle?
R. A mi marido le ocurría lo mismo: te tiene que tocar algo aquí dentro. Sientes algo. No me importa que sean conocidos o desconocidos, yo solo busco la calidad.
P. Ha pasado un año y medio desde que firmó el acuerdo con el Estado para alquilar su colección privada. ¿Qué valoración hace?
R. Muy feliz. Los cuadros importantes tienen que estar en museos importantes: los pintores no pintan para una sola persona. Y allí están protegidos de lo que les pueda pasar.
P. El acuerdo es a 15 años. Viendo cómo está el mundo, ¿qué va a pasar con la colección luego? ¿Se plantea vender, ceder?
R. Viendo cómo está todo… espero que la humanidad tenga cabeza para que se conserven los museos. Es la mejor forma de ver nuestra historia. ¿Vender? Pues Putin quiso comprar mi colección. Dos veces. Primero para el Hermitage. Me dijo que me iba a convertir en la princesa de San Petersburgo.
P. ¿Y qué le dijo usted?
R. Le dije que lo pensaría. Pasaron dos años y vino a verme el ministro de cultura ruso, el embajador. Vieron mi colección privada. Cenamos y me pasaron a Putin al teléfono.
P. ¿Qué le ofreció?
R. Un museo en Moscú, al lado del Pushkin. Me pidió alquilar mis cuadros por una oferta muy… interesante.
P. Al final están en la nueva sección del Thyssen.
R. Sí. Margaret Thatcher decía en sus memorias que por mi culpa no estaba en Inglaterra la colección de Heinrich. Después de todo lo que luchamos para reunir aquí su colección, yo no podía llevarme la mía.
P. Aquello debió costar lo suyo.
R. A pesar de ser la mujer de Heinrich, había herederos que no querían que la colección estuviera aquí. No fue fácil. Pero bueno, no podía traer su colección aquí y luego yo llevarme la mía. Los angelitos me han premiado: imagina lo que hubiera pasado ahora.
P. ¿Cuál es la última compra que ha hecho?
R. Un eduardo arroyo, grande, me gusta.
P. ¿Y en qué tiene los ojos puestos?
R. Tengo muchos ojos, pero no hay obras. No hay grandes obras que salgan a la venta. Y cuando hay una, como aquel klimt… 166 millones. Me alegro por el coleccionista que lo pudo pagar.
P. ¿Cómo vive una subasta?
R. Se sufre, eh. Si estás allí, no tanto, pero si es por teléfono…
P. ¿Cómo se gestiona? Muchos solo lo hemos visto en películas.
R. Antes de pujar llamas al departamento de expertos de la casa de subastas para que te den el reporte de en qué estado está. Si tienes un experto por ejemplo en Nueva York, lo mandas a ver el cuadro. Pero lo pasas mal, sobre todo hace años, porque el teléfono se podía cortar.
P. En los museos se imponen las tecnologías. Proliferan las exposiciones con gafas de realidad virtual.
R. Están bien. Me encantan. Estas cosas modernas me gustan. Y cuanto más, mejor.
P. ¿No cree que cambiarán los museos?
R. No, porque lo que hacen es fomentar tus ganas de ver el original.
P. Cuadros, viajes, subastas, casas, ¿qué le falta a una persona como usted?
R. La gente que más he querido en mi vida: mi madre, Heinrich, mi hermano, mi padre, los perritos que ya no están conmigo.
P. ¿Y si pudiera tener un cuadro que no tiene?
R. Da Vinci siempre me ha hecho ilusión. Pero más que tener su obra, casi que preferiría conocer a un personaje así.
P. Oiga, ¿usted ha tenido cuadros falsos?
R. Sí. Tuvimos una vez uno falso. En una exhibición en París. Era pequeño, los expertos de la exposición se dieron cuenta de que era falso, y lo quitaron. Se lo quedaron.
P. ¿Se lo quedaron? Entonces quizá no era falso…
R. (Ríe) ¡Vete a saber!
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