Querido turista: Río de Janeiro no suena a ‘bossa nova’
La ciudad que alumbró la música que medio mundo identifica con Brasil la vive con absoluta indiferencia, aunque aún hay ejemplos de resistencia e iniciativas que tratan de devolverle el brillo del pasado
Es una imagen recurrente en la imaginación de muchos visitantes primerizos cuando llegan a Río de Janeiro: los paisajes ondulantes de una ciudad entre las montañas y el mar con la delicada banda sonora de la bossa nova como música de fondo. Muchos la volverán a imaginar así después de ver la nueva película de Fernando Trueba y Javier Mariscal, Dispararon al pianista, dedicada a la historia de Tenório Junior, el pianista de Vinicius de Moraes. Pero en la postal de Río hay una mezcla de saudade e invención. Es una ciudad extremadamente musical, pero los cariocas conviven con indiferencia con el género musical que exportaron por todo el mundo. Para sorpresa y frustración de muchos turistas, se cuentan con los dedos de la mano los lugares donde escuchar bossa nova, aunque últimamente, a los últimos locales que aún resisten se unen algunos intentos (no siempre exitosos) de devolverle algo de vigor.
Arranca la primavera austral y en un fin de semana lluvioso se celebra un festival musical gratuito en las playas de la ciudad. Uno de los escenarios está en un pequeño parque frente al mar llamado Garota de Ipanema, como la celebérrima canción de Tom Jobim y Vinicius de Moraes. En breve aparecerá sobre el escenario el legendario Roberto Menescal, instrumentista de 85 años, uno de los fundadores del movimiento. El público está formado por un puñado de fans, unas pocas decenas, y la mayoría pintan canas. En el aire, una sensación de nostalgia, de celebración de un tiempo que ya pasó. Una de las más animadas es Wallis Issa, una señora de 70 años: “La bossa nova es eterna, quien la aprecia es quien entiende de música, no es para cualquiera. Hoy la aprecian pocas personas, hay mucha polución sonora, la mayoría escucha cualquier cosa”, dice muy segura.
La bossa nova fue como un fogonazo, una llamarada que iluminó mucho, pero duró poco. Entre 1958 y 1964, básicamente. En esos años, la santísima trinidad formada por João Gilberto, Jobim y Moraes y una larga pléyade de artistas revolucionaron lo que después se vendría a llamar Música Popular Brasileña (MPB). Los brasileños son conscientes de su importancia histórica, pero observan el fenómeno con fría distancia.
Uno de los lugares históricos donde empezó el movimiento es el Beco das Garrafas, un callejón sin salida en el barrio de Copacabana con tres bares que en los años dorados concentraban a artistas, políticos, empresarios, periodistas y bohemios de todo pelaje en busca de la última copa y buena música. Hoy es uno de los últimos rincones donde escuchar esa música que se canta susurrando, como presume su gerente, Sérgio De Martino.
Mientras airea el local unas horas antes del próximo show (huele bastante fuerte a humedad) toma asiento, respira hondo y confiesa que las cosas cambiaron bastante. Antes de la pandemia, el 80% de los clientes eran turistas extranjeros. “Como es uno de los pocos lugares donde escuchar bossa nova, las agencias de viaje y los conserjes del hotel ya me mandan a los turistas directamente”, dice. El mítico local nada tiene que ver con el club donde arrancó la carrera de Elis Regina o Sérgio Mendes. Ahora languidece en busca de apoyos para no bajar la persiana definitivamente. “Somos resistencia y resiliencia. Después de la pandemia fue muy difícil recomenzar. Somos ‘bien inmaterial cultural de la ciudad de Río’, pero eso no significa nada concreto. Dependemos de la voluntad política, que no hay. El potencial de la bossa nova está muy desaprovechado. Es una lucha para mantenernos abiertos, estamos esperando a ver si podemos conseguir alguna ayuda y dejar esto para las próximas generaciones”, dice.
Para el profesor Pedro Bustamante Teixeira, autor del libro Do samba à bossa-nova: inventando um país, el género “perdió su contemporaneidad muy rápido”, en parte precisamente porque salió muy rápido del país. En Europa y Estados Unidos fue un clamor. Rescató el jazz cuando no pasaba por su mejor momento, y hasta ahora goza de más reconocimiento fuera que dentro de Brasil. En 1962 se celebró en el Carnegie Hall de Nueva York un concierto que fue como la plataforma de lanzamiento de la música brasileña en el mundo. El 8 de octubre el mismo lugar recordará esa noche histórica con actuaciones de Seu Jorge y Daniel Jobim (nieto del compositor), entre otros artistas. Es difícil que se de un evento similar en tierras brasileñas.
Una de las mochilas con las que carga la bossa nova es una crítica recurrente: fue una música de privilegiados (casi siempre hombres blancos y de buena familia) que emblanqueció la samba, de raíz popular y eminentemente negra. En los últimos años, por ejemplo, se empieza a rescatar la figura de afrobrasileños como Johnny Alf o Alaíde Costa, relegados a un segundo plano pese a su enorme talento.
Sobre el gusto extranjero por la bossa nova y el desapego que reina en Brasil, Teixeira recuerda que es algo que viene de largo. En 1967, Jobim volvió a Brasil tras su etapa fulgurante en Estados Unidos. Acababa de grabar con Frank Sinatra, pero en Río, el Maracanazinho, un pabellón deportivo junto al estadio de Maracaná, lo abucheó a conciencia. João Gilberto no consiguió sacar adelante el gran concierto que quería al final de su carrera. En 2019, su muerte causó conmoción en el mundo, pero pocos cariocas se acercaron a darle el último adiós en la capilla ardiente instalada en el Teatro Municipal. “La bossa nova salió de Río y no supo volver, pero nunca acabó. Después de João Gilberto todo tiene algo de bossa nova”, resume Teixeira.
Puede que los habitantes de la Ciudad Maravillosa hayan perdido la conexión emocional con el género, pero las autoridades podrían al menos aprovechar su gancho turístico, lamentan de vez en cuando hoteleros y empresarios del ramo. La idea de crear una Casa de la bossa nova, una especie de centro de interpretación, es una ocurrencia que de vez en cuando el ayuntamiento recupera pero que siempre acaba durmiendo en un cajón. El grandioso Museo de la Imagen y del Sonido (MIS), un mastodonte de hormigón que se levanta en el paseo marítimo de Copacabana y quería ser el gran museo de la música brasileña, lleva en obras desde hace más de diez años y sigue sin fecha de inauguración. Una de las casas en que residió Jobim (calle Barão da Torre 107, en Ipanema) fue demolida hace poco pese a las protestas de algunos vecinos y dio lugar a un residencial de lujo irónicamente llamado Bossa.
El ranking de Spotify en Brasil suele estar dominado por el sertanejo (una especie de country local) o por el funk carioca, el primo brasileño del reguetón. La canción más escuchada en septiembre en el país fue una sorpresa, Chico, de la cantante pop Luisa Sonza. “¿Eso que canta es bossa nova?”, se preguntaron sus fans de la generación TikTok. Caetano Veloso, siempre atento a las nuevas tendencias, dijo que sí, para alegría de los amantes del género, que vieron una oportunidad para acercarlo a los más jóvenes.
En Copacabana, el barrio donde todo empezó, ahora está a punto de inaugurarse una nueva sede del Blue Note, franquicia del famoso club de jazz de Nueva York, que promete tener la bossa nova entre sus principales reclamos. Quizá acabe siendo otra opción para unos turistas que buscan escuchar Chega de saudade caipirinha en mano y se encuentran de cara con latas de cerveza helada y samba.
La samba es la verdadera banda sonora de la ciudad, el tronco desde el que salió la rama efímera que es la bossa nova, y sigue muy vivo: en los bares de Lapa, en las calles y plazas del centro o en las escuelas de samba, que agitan suburbios y favelas con sus ensayos para el carnaval. La melancólica imagen de un chiringuito en la playa con la enésima versión de la Garota de Ipanema enlatada contrasta con las palmas, el canto a pleno pulmón y el sudor de las rodas de samba, en que cada canción es una catarsis.
Babelia
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