‘Eugene Onegin’ regresa al Liceo asumiendo interesantes riesgos
Una nueva producción de Christof Loy algo descompensada y convertida en un doble retrato de la soledad, un reparto compacto y con alto nivel actoral, y una dirección musical poco intimista y muchas veces epidérmica
No era difícil acordarse del reciente filme de Kiril Serébrennikov, La mujer de Tchaikovsky, viendo el estreno de la producción de Christof Loy de la ópera Eugene Onegin, este miércoles, en el arranque de la nueva temporada del Liceo de Barcelona. Una puesta en escena rescatada de lo cancelado durante la pandemia que se estrenó, en la Ópera de Oslo, pocas semanas antes de la emergencia sanitaria y que llegará, próximamente, al escenario del Teatro Real de Madrid.
En la película de Serébrennikov asistimos a la declaración epistolar de la joven estudiante Antonina Miliukova a Chaikovski. El compositor la recibe inmerso en la composición de la famosa escena de la carta de su nueva ópera, basada en la novela homónima de Pushkin. Vive tan fascinado por el personaje de Tatiana como reacio al de Onegin, pero a diferencia del detestable dandi aceptará la propuesta de la joven y de paso acallará los comentarios acerca de su homosexualidad. No obstante, con ello convertirá a Antonina en una víctima y desencadenará el drama que narra magistralmente la película con puntuales concesiones a la música de Chaikovski (la banda sonora de Daniil Orlov juega con el famoso tema de la escena de la carta durante la preparación de la noche de bodas).
También vimos en la película la ansiedad que provocó a Chaikovski la composición de Eugene Onegin. Sin duda, transponer en ópera una de las más destacadas novelas de la literatura rusa, principalmente admirada por la calidad de su verbo, fue un reto inmenso para él. Chaikovski la diseñó como una sucesión realista de episodios y asignó a la música la misma función sutil e íntima que tenían los versos de Pushkin. Pero la relación más clara entre la película de Serébrennikov y la producción operística de Loy reside en su capacidad para ahondar en la psicología de cada personaje dentro de un entorno tan opresivo como inmersivo. El director de escena alemán no oculta sus referentes cinematográficos y afirma, en el programa de mano, que su visión de Onegin le recuerda al protagonista adicto al sexo de Shame, de Steve McQueen.
Loy afronta su segunda producción de Eugene Onegin, tras la estrenada en La Monnaie de Bruselas, en 2001. Y su propuesta asume ahora más riesgos. El régisseur alemán ha dejado a un lado la violencia de la Rusia soviética en favor de un retrato de la soledad dividido en dos partes. Centra la primera, llamada Solitude, en el personaje de Tatiana y se detiene justo antes del duelo entre Lenski y Onegin, en el segundo acto. La otra parte añade el punto de vista de Onegin, con el título Loneliness, y supone un brusco contraste. Pasamos de un planteamiento realista formado por episodios yuxtapuestos, y ambientados en la vida doméstica de la Rusia decimonónica, a otro onírico y continuo frente a una inmensa pared blanca.
El director de escena alemán trata de potenciar las simetrías de la ópera de Chaikovski, pero su propuesta está descompensada. En el primer y tercer acto asistimos a una similar sucesión de acontecimientos con los papeles invertidos (Onegin primero rechaza a Tatiana y después ella lo rechazará a él), pero la duración de la primera parte casi duplica a la segunda. Además, el paso al último acto se convierte en pura fantasía donde no se entiende que han pasado cinco años, la brillante polonesa se convierte en un espectáculo violento y se llega al extremo de resucitar a Lenski.
Un logro de la puesta en escena reside en su capacidad para integrar las coreografías de Andreas Heise; otro, en los ambientes creados por las escenografías de Raimond Orfeo Voigt magníficamente iluminadas por Olaf Winter. Loy aprovecha para duplicar aspectos de la acción con siete bailarines y varios figurantes que forman el servicio de la casa de Larina. Con ellos y el coro compone escenas espectaculares y abarrotadas, como el vals del segundo acto, que fue uno de los momentos más brillantes de la noche. Y la pared blanca le permite, en la segunda parte, intensificar la psicología de los personajes, hasta convertir la escena final de la ópera en otro de los momentos estelares de la producción.
El reparto vocal fue compacto y tuvo un alto nivel actoral. El barítono noruego Audun Iversen resultó interesante como un Onegin capaz de plasmar vocalmente la degeneración de su personaje. La soprano rusa Svetlana Aksenova brilló como Tatiana en la famosa escena de la carta con una exquisita musicalidad, a pesar de apretar algo los agudos, y una admirable entrega actoral. El tenor ruso Alexey Neklyudov se llevó la mayor ovación de la noche por su magnífica aria de Lenski con refinadas dinámicas y un buen manejo de la media voz. También recibieron el beneplácito del público el bajo-barítono inglés Sam Carl y el tenor bilbaíno Mikeldi Atxalandabaso. El primero sumó Zaretsky al Príncipe Gremin y manejó con seguridad las casi dos octavas de tesitura de su famosa aria del tercer acto; el segundo cantó con maestría las divertidas couplets de Monsieur Triquet. Bien la mezzo rusa Victoria Karkacheva como Olga y la rumana Liliana Nikiteanu como Larina, y admirable el personaje de Elena Zilio como nodriza Filipievna.
El director Josep Pons hizo un gran trabajo desde el foso al frente del Coro y Orquesta Sinfónica del Gran Teatre del Liceu, aunque también demostró que Chaikovski no es su especialidad. Aseguró la claridad de los planos sonoros en el acompañamiento, brilló en algunas danzas (como en el referido vals) y manejó con maestría el rubato, pero su versión de la ópera resultó en general fría, sin encanto, poco intimista y muchas veces epidérmica. El Coro del Gran Teatre del Liceu tuvo una buena actuación, aunque destacó más la sección masculina que la femenina, como quedó patente en el irregular coro de campesinas que abrió el tercer cuadro del primer acto. Y la Orquesta de la casa lució bellos solos en la madera, una cuerda compacta, aunque también algunas imprecisiones de empaste y afinación. Un buen retorno de Eugene Onegin al Liceo, tras 25 años de ausencia, el mismo teatro donde tuvo su estreno en España, a comienzos de 1955.
Eugene Onegin
Música de Piotr Ilich Chaikovski. Liliana Nikiteanu (mezzosoprano), Svetlana Aksenova (soprano), Victoria Karkacheva (mezzosoprano), Elena Zilio (mezzosoprano), Audun Iversen (barítono), Alexey Neklyudov (tenor), Sam Carl (bajo-barítono), Josep Ramón Olivé (barítono), Mikeldi Atxalandabaso (tenor). Coro y Orquesta Sinfónica del Gran Teatre del Liceu. Dirección musical: Josep Pons. Dirección de escena: Christof Loy. Gran Teatro del Liceo, 27 de septiembre. Hasta el 8 de octubre.
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