El Festival de Lucerna apuesta por el riesgo
La visita habitual de la Filarmónica de Viena y un concierto dedicado a la música de György Ligeti y Enno Poppe por Les Siècles muestra dos caras complementarias de la gran cita orquestal suiza
Un festival abierto se aviene mal con los programas cerrados. Lucerna siempre ha presumido de ser el gran escaparate orquestal en el último tramo de los festivales musicales de verano, un deseado lugar de (re)encuentro de las grandes formaciones europeas y americanas. A comienzos de septiembre, por ejemplo, puede darse casi por sentada la presencia de la Filarmónica de Viena, camino de ser bicentenaria y con unas estructuras si cabe aún más rígidas que las de la mayoría de sus hermanas. Tras estar pluriempleada en Salzburgo durante varias semanas, tocando varias óperas desde el foso y ofreciendo conciertos a la vista de todos con los mejores directores del mundo, llega el turno de una última gira antes de iniciar su propia temporada en Viena. Solo en este comienzo del mes de septiembre, ha visitado o va a visitar Grafenegg, Lucerna, Bucarest, Praga y París, además de recalar en la capital austríaca. Y, como es lógico, coinciden muchos de los programas que va a tocar, por lo que es imposible que puedan satisfacer a todos por igual o que encajen por completo en el sesgo programático de cada festival. Pero las orquestas son auténtica maquinaria pesada y el cambio del más mínimo engranaje requiere tiempo, ajustes y preparación previas. Lo mismo sucede con la Filarmónica de Berlín, que siempre viaja a Lucerna, como ha hecho la semana pasada, con el primer programa de su temporada en la capital alemana.
Los Filarmónicos Vieneses (la traducción de su nombre real), bajo la batuta del checo Jakub Hrůša, han venido esta vez con dos programas de duración más bien escasa, pero muy bien construidos: uno de cariz más conservador y otro algo más visionario. El primero, el pasado martes, unía los nombres de Brahms (Segundo Concierto para piano, con Igor Levit) y Dvořák (Octava Sinfonía), un emparejamiento que siempre tiene sentido. El del miércoles, en cambio, escondía conexiones menos evidentes, aunque más interesantes, y, sobre todo, se ajustaba mucho mejor al tema que el intendente del Festival de Lucerna, Michael Haefliger, ha elegido para la presente edición, la antepenúltima de su larguísimo mandato: Paraíso. Y es que las tres obras no solo tienen en común el hecho de encuadrarse claramente en lo que podríamos calificar del estilo tardío de sus autores, sino que las tres describen algún tipo de paraíso: la naturaleza en abstracto (Janáček), la naturaleza más cercana y familiar (Smetana) y el país añorado de la infancia y abandonado desde hace años (Rajmáninov).
La zorrita astuta esconde, bajo la apariencia de una fábula, una profunda y poética reflexión sobre el ciclo de la vida, en el que tan solo la muerte hace posible el nacimiento de nuevos seres. Esta “historia divertida con un final trágico”, como la describió Janáček a su incandescente amor de senectud, Kamila Stösslová, está teñida de melancolía, pero también de humor y, por desgracia, se representa con mucha menos frecuencia de la que merece su calidad. En Lucerna se había anunciado la Gran Suite que el propio Jakub Hrůša preparó a partir de la ópera en 2017, el año de la muerte de su llorado maestro, Jiří Bělohlávek, y que él mismo estrenó pocos meses después, el 28 de septiembre de 2018, con la Sinfónica de Bamberg, de la que es director titular. Sin embargo, lo que se escuchó realmente la tarde del miércoles en el KKL de Lucerna fue la Suite de Václav Talich reorquestada (con el fin de recuperar básicamente la instrumentación original) por uno de sus discípulos, Charles Mackerras. No parece que la decisión del cambio pueda atribuirse a Hrůša, por razones obvias, sino más bien a la orquesta, que quizás ha preferido volver a lo ya conocido e, incluso, grabado (con el propio director australiano, el mayor valedor de Janáček en el último tercio del siglo XX), que aventurarse en una partitura nueva sin tiempo suficiente para ensayarla.
Pero la diferencia es esencial, porque mientras que Talich construyó su suite a partir únicamente de música procedente del primer acto de la ópera, la de Hrůša, mucho más extensa y ambiciosa, propone casi una especie de ópera estrictamente sinfónica en miniatura, que se cierra, como no podía ser de otra manera, con el sueño y las filosóficas reflexiones del guardabosques, impregnadas de nostalgia, tras la muerte de la zorrita y en torno a la belleza natural que lo rodea. Curiosamente, la reorquestación de la Suite de Talich se estrenó en un concierto en memoria de Sir Charles Mackerras celebrado en Londres el 4 de noviembre de 2010, pocos meses después de su muerte. Y Janáček pidió expresamente que fuera la escena final de La zorrita astuta la que sonara asimismo en su propio funeral en 1928. Como recuerda Adolf Vašek, la orquesta del Teatro Nacional de Brno interpretó, tras el féretro del compositor, esta última escena, “en la que el difunto maestro incluyó sus ideas filosóficas sobre la vida y la muerte. Y cuando, con la palabra laska [amor], resonó esa amplia melodía en forma de arco, tan sencilla y tan cálida y expresiva, todos sentimos instintivamente que, en verdad, durante esos sonidos ‘hombres y mujeres caminarán con las cabezas inclinadas y se darán cuenta de que una felicidad más que terrenal ha pasado por allí’”, citando las reflexiones del guardabosques en el libreto. Hrůša nació en Brno, tan importante en la vida de Janáček y de La zorrita astuta, que ha dirigido en una producción escénica del Festival de Glyndebourne y que se desarrolla, como él mismo se encarga de enfatizar, “donde yo crecí”.
No sabemos si pesaroso o no por no haber podido dirigir su Gran Suite, que busca también incorporar al repertorio sinfónico otra obra de Janáček y que habría tenido en Lucerna un importante altavoz de difusión, pero lo cierto es que Jakub Hrůša, que acapara nombramientos en varias orquestas europeas punteras y que ya ha sido designado director musical de la Royal Opera House a partir de 2025, ofreció una versión extraordinaria de la Suite de Talich/Mackerras. Para muchos asistentes al concierto debía de ser la primera vez que escuchaban esta música, que sonaba también en primicia en el veterano Festival de Lucerna: el público con mayor poder adquisitivo no tiene por qué ser necesariamente, por supuesto, el más cultivado. En este cuarto de hora se encuentra resumido, de alguna manera, todo Janáček: la repetición tanto de pequeños diseños como de breves secciones de un puñado de compases, la explotación sistemática del registro agudísimo de la cuerda, las dobles alteraciones, las fuertes contraposiciones rítmicas, el melodismo concentrado, la influencia de la prosodia de la lengua checa. Sir Charles Mackerras grabó todas las grandes óperas de Janáček con esta orquesta en el que es uno de los grandes monumentos discográficos del siglo XX. Jakub Hrůša toma ahora su testigo y es de esperar que prosiga su colaboración y sigan interpretando su música. La zorrita astuta nos recuerda como pocas el esplendor de la naturaleza, lo que debería servirnos también de revulsivo para no destruirla como estamos haciéndolo, y ahí están las catastróficas consecuencias.
Después, y esta sí que es una música que toca la Filarmónica de Viena de memoria, el más famoso de los poemas sinfónicos que integran Mi patria, de Bedřich Smetana, la descripción musical del Moldava, nacida cuando el compositor empezó a sentir los primeros síntomas de lo que sería su completa sordera. Tras la descripción musical de las olas a cargo de las flautas (sensacionales Walter Auer y Wolfgang Breinschmid), Hrůša fue resaltando con la mayor naturalidad los distintos episodios: la boda campesina, el claro de la luna y el corro de las ninfas acuáticas, los rápidos de San Juan y la majestuosa llegada del río a Praga, bajo el castillo de Vyšehrad. Tras la complejidad y la constante originalidad de Janáček, la música de Smetana parecía, nunca mejor dicho, todo fluidez, un río claro, límpido y despreocupado que mostró a los asistentes el perfil más amable de la música checa.
Este año está conmemorándose el 150º aniversario del nacimiento de Serguéi Rajmáninov, que vivió durante años muy cerca de Lucerna (en Villa Senar, recientemente remozada y abierta al público con una importante programación musical), hasta que la que ya se adivinaba como inminente Segunda Guerra Mundial le obligó a regresar a Estados Unidos, donde ya había vivido exiliado tras abandonar Rusia muy poco después de estallar la revolución en 1917. Su país nunca lo abandonó, ni como ser humano ni como creador: “Mi música es la expresión de mi temperamento y se trata, por tanto, de música rusa”. Las Danzas sinfónicas, estrenadas por la Orquesta de Filadelfia y Eugene Ormandy en 1941, solo dos años antes de su muerte, son su canto del cisne, una especie de ejercicio retrospectivo de su vida, con citas de dos de sus obras, y un anticipo casi de la muerte, presente en su tan amada melodía del Dies irae, que tocan los metales en el tercer movimiento.
Hrůša, que es un director nada intervencionista, que deja tocar (un claro ejemplo fue la famosa melodía para saxo contralto del primer movimiento), pero que decide en todo momento el curso de la música y mantiene el control de la orquesta en sus manos, convirtió la despedida de Rajmáninov en un ejercicio de nostalgia y esplendor sonoro (¡16 primeros violines, como en la primera parte! Por cierto, fue un placer ver tocar juntos, algunos solos incluidos, a la “extraña pareja” formada por el altísimo concertino Volkhard Steude y, como ayuda, al flamante concertino de la Orquesta de la Staatsoper de Viena, que no aún de la Filarmónica, el menudo israelí Yamen Saadi: aunque lentamente, sobre todo en la cuerda, la formación vienesa también se globaliza poco a poco). El director checo supo dar el tono espectral justo al misterioso vals del segundo movimiento y extremó los contrastes en el tercero, intensificando el dolor de la reaparición del segundo bloque marcado Lento assai, concebido y plasmado de un solo trazo. Tras la traca final, brazo en alto, dejó que la resonancia natural de la percusión se apagara lenta y audiblemente durante varios segundos. Arreciaron los aplausos, más que merecidos tanto por el soberbio ejercicio de virtuosismo orquestal como por la extraordinaria dirección, y la inevitable propina, en este caso la polca Auf der Jagd, de Johann Strauss, hizo aumentar aún más la intensidad del entusiasmo, además de constatar que el checo es un candidato natural a dirigir el Concierto de Año Nuevo, ya que en ese par de minutos apuntó una afinidad por este repertorio mucho mayor, sin ir más lejos, que la del designado para dar la bienvenida a 2024 en la Musikverein, Christian Thielemann, que visitará Lucerna el sábado.
Si este concierto había incluido un pequeño apunte de audacia (la suite de La zorrita astuta, aunque no la anunciada), el concierto del jueves no hacía una sola concesión a lo fácil y trillado: en la primera parte, dos obras casi antagónicas de Enno Poppe, uno de los grandes nombres de la composición alemana actual; en la segunda, el Concierto para violín de György Ligeti, que mantiene intacta toda la carga subversiva con la que nació. Poppe es compositor residente de esta edición, lo que aquí es mucho más que un gesto simbólico, ya que se han programado múltiples obras suyas repartidas en hasta seis conciertos, algunas dirigidas por él mismo, incluido un estreno mundial, Blumen, que pudo escucharse el pasado día 13 de agosto interpretada nada menos que por el Ensemble intercontemporain.
Otra formación francesa, Les Siècles, que celebra este año su vigésimo aniversario, era la encargada de afrontar un programa plagado de exigencias técnicas. Mientras que Öl se estrenó en Darmstadt en 2004 (con MusikFabrik), Augen es mucho más reveladora de la estética actual de Poppe y, sobre todo, de otra manera de afrontar el hecho compositivo. Vio la luz el 8 de mayo de 2022 en los Wittener Tage für neue Kammermusik con la Orquesta Sinfónica de la WDR y la misma cantante que los ha dado a conocer en Suiza, la soprano Sarah Maria Yun. Los dos movimiento de Öl, de la máxima dificultad técnica, dan paso en Augen a 25 brevísimas canciones que se proclaman en todo momento hijas de la estética y la concisión webernianas, incluido el empleo de instrumentos muy queridos del músico vienés, como la guitarra, la mandolina (muy presentes en varias canciones) o el armonio (con un solo en la vigesimocuarta). Dos poemas de Else Lasker-Schüler, desmembrados en parejas de versos, son el material textual con el que Poppe construye una obra en la que el tratamiento vocal es objeto de una permanente metamorfosis y que no pierde en ningún momento su atmósfera intimista.
Los textos hablan por sí solos: “Estoy llorando – caen mis sueños en el mundo” (primera canción); “Todo está muerto; sólo tú y yo no” (duodécima); “Enlacé mis brazos alrededor de ti como zarcillos” (decimoquinta); “Vi a través de mi sangre arder el mundo por todas partes de amor” (vigésima). Con una instrumentación puntillista y una escritura vocal virtuosística, Augen es más fácil de asimilar que Öl, que el propio Poppe definió sobre el escenario (entre una y otra obra) como una “corriente musical constante” de una densidad considerable y media hora larga de duración. Escrita para conjunto instrumental (sería imposible doblar cualquiera de las voces por su extrema dificultad), tuvo un comienzo de afinación muy dubitativa por parte de los solistas de Les Siècles, que fueron luego asentándose poco a poco. Sarah Maria Sun, que trabajó muy de cerca con Poppe en las diferentes técnicas vocales desplegadas a lo largo de Augen, cantó su parte con total familiaridad y Les Siècles, convertida ahora en orquesta de cámara, tuvo también una actuación de calidad mucho más homogénea a lo largo de esta sucesión de miniaturas, algunas de unos pocos segundos de duración. François-Xavier Roth, su fundador y director, no prodiga muchos movimientos ni entradas. Deja que la música avance merced a las indicaciones justas, sin rigideces ni despliegues manuales o gestuales innecesarios; sin batuta, y aun en medio de la escritura más intrincada, no hace un solo movimiento más de los imprescindibles y, a tenor de lo que se ve, nadie diría que está dirigiendo obras con cambios constantes de compás y con ritmos endiabladamente complejos. Sus músicos lo conocen bien, y él a ellos, y aunque estamos más acostumbrados a escucharles repertorios anteriores con instrumentos siempre coetáneos de la música que interpretan, en Lucerna han dejado claro que su límite cronológico superior es hoy mismo.
Algo parecido sucedió con el Concierto para violín de Ligeti, una obra extrema que fue literalmente domeñada tanto por la excepcional solista, Isabelle Faust, como por la dirección de nuevo llena de orden, equilibrio sensatez de Roth. Otros violinistas (como Pekka Kuusisto o, sobre todo, Patricia Kopatchinskaja) convierten este concierto en un artefacto cómico, casi extravagante y disparatado, algo que admite una partitura entre cuyo instrumentario figuran ocarinas, flautas dulces, flautas de émbolo o un violín y viola en scrodatura afinados en relación con los armónicos del contrabajo. Faust, en cambio, deja el componente humorístico a un lado, la afronta como un ejercicio de precisión: todo, desde el solitario bariolage inicial en pppppp hasta el pasaje en semicorcheas, “sfrenato, violento, tempetuoso”, marcado ffffff, que precede la tremenda cadencia final y la última nota, un armónico en pizzicato que Ligeti pide tocar también “fortissimo possibile”, cobra vida sonora sin que sea en ella aparente esfuerzo ni tensión. Faust busca, y consigue, la absoluta perfección y una férrea fidelidad a la escritura de Ligeti, pródiga en pasajes de una enorme sustancia musical, como la extraordinaria Passacaglia, y que plantea casi en todo momento a su solista retos casi sobrehumanos.
La violinista alemana ha ratificado en Lucerna que es, sin duda, la más completa de la actualidad: desde las primeras obras del Barroco (que toca con un instrumento de época) hasta nuevas obras escritas para ella, pasando por la música de cámara (en la que también utiliza uno u otro instrumento en función del estilo) o toda la literatura concertante, no hay casi composición importante en la que no haya dejado su huella. Su lección de honradez y expresividad fue aplaudidísima y ofreció, con una lógica aplastante en la elección, una miniatura para violín solo de György Kurtág: Für den, der heimlich lauschet (Para quien escucha en secreto). Luego, a fin de hacer piña de nuevo con la orquesta que tan bien la había secundado, y sin abandonar la Hungría de Ligeti, Les Siècles y Faust se despidieron con la quinta y sexta de las Danzas populares rumanas de Béla Bartók. Tras casi dos horas y media de un concierto exigentísimo, el público salió del KKL el jueves por la noche no menos contento que el día anterior. Si la música contemporánea se toca y se programa así, nunca le faltarán adeptos.
Como epílogo, un breve comentario sobre uno de los tradicionales conciertos cuartetísticos matutinos en la Lukaskirche, confiado el pasado jueves al Cuarteto Isidore, integrado por cuatro jóvenes instrumentistas formados en la Juilliard School de Nueva York (Isidore hace referencia, de hecho, a Isidore Cohen, un violinista que formó parte tanto del Cuarteto Juilliard como, sobre todo, del Trío Beaux Arts). También aquí hubo música contemporánea: la primera audición absoluta de Forever is composed of nows (un título tomado de Emily Dickinson), del compositor armenio Arman Gushchyan, una obra que quizá se alarga innecesariamente en su tramo final, cuando su principal sustancia musical ya había quedado expuesta. El cuarteto inicial de Haydn (op. 20 núm. 2) sonó en exceso blando, romo y, por momentos, rebuscado, pero el grupo alzó el vuelo en el Cuarteto op. 44 núm. 3 de Mendelssohn, donde mostraron mejores maneras, a falta aún de primar menos la técnica y ahondar en la propia música. Fuera de programa, vista la calidísima respuesta del público, interpretaron un arreglo cuartetístico de Adoration, de su compatriota Florence Price, una compositora a la que, con mucho retraso, le ha llegado por fin su momento de gloria.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.