La compañía teatral que cambió Rusia por Israel tras la invasión de Ucrania
Los componentes de la pequeña e independiente Fulcro, que abandonaron San Petersburgo por la guerra, viven una segunda oportunidad escénica en el Estado judío
En diciembre de 2021, cuando cada vez más voces advertían de la inminencia de un ataque a Ucrania, los componentes de Fulcro, una pequeña compañía teatral independiente rusa, elucubraban ―medio en broma, medio en serio― sobre adónde emigrar ante la guerra que veían avecinarse. “Ya sentíamos que habría un conflicto grande, pero no sabíamos si con los países bálticos, con Moldavia o con Ucrania”, cuenta ahora su directora, Dasha Shamina.
Las risas se transformaron en maletas dos meses más tarde, cuando las tropas rusas invadieron Ucrania y la compañía teatral sintió que nada le ataba ya a San Petersburgo. Shamina optó por Israel, consciente de que tanto ella como más de la mitad de los integrantes recibirían la nacionalidad de forma automática al tener al menos un abuelo judío. Eran una directora, dos productoras y siete actores. Tras varias tandas (la última el pasado octubre), todos viven ya en el país y Fulcro disfruta de una segunda oportunidad escénica gracias a los cientos de miles de israelíes rusófonos.
En los noventa, más de un millón de ciudadanos de la recién extinta URSS emigraron a Israel, llevando consigo el gusto por el ballet, la música clásica y el teatro. De esa oleada (la mayor absorción de población en la historia del país) nació, por ejemplo, Gesher, el teatro rusófono de Yaffa, la localidad anexa a Tel Aviv en la que Fulcro está abriéndose un hueco en el panorama nacional y se ha juntado para este reportaje. También un teatro de Tel Aviv, Habima, tiene orígenes rusos, previos a la creación del Estado de Israel en 1948.
Ahora actúan con sobretítulos en hebreo, para llegar a un público más amplio, y preparan para septiembre su primera obra en esa lengua. Sobre el escenario, todos reciben los mismos aplausos, pero cuando cae el telón sus realidades son distintas. Aquellos con ascendencia judía tienen ya documento de identidad, mientras que el resto malvive a la espera de que la luz al final de su laberinto burocrático sea un permiso extraordinario de residencia y trabajo.
Shamina, la directora, define la guerra en Ucrania como la gota que colmó un vaso que llevaba años llenándose. “En Rusia éramos una compañía muy independiente que nunca trabajaba con el Estado. Por eso éramos conscientes de que nuestro tiempo allá estaba contado. Cuando la dictadura se volvió más presente, a partir de 2020, entendimos que tendríamos que abandonar el país en algún momento. Hacía años que pensábamos en emigrar. Por identidad, por política… por muchos motivos. Pero, al final, nunca lo hacíamos porque teníamos la compañía”, cuenta en una cafetería de Yaffa.
El paso estuvo guiado por dos motivos. Uno, señala, fue el ético: “Era imposible quedarse en el país que inició una agresión contra otro. Antes de eso no teníamos mucha esperanza [de cambio], pero al menos había alguna. Al empezar la guerra, también esa se acabó”.
El segundo, la seguridad. Shamina, de 33 años, admite que su familia tiene un amigo influyente en el FSB, el servicio de seguridad ruso heredero del KGB. Ella siempre lo sintió como una especie de coraza que les volvía invulnerables, un enchufe que les permitía lanzar críticas sobre escena o hacer montajes iconoclastas que habrían causado problemas a otros compañeros. “No sé si era verdad o no, pero al menos era la sensación que tenía y que me hacía sentir protegida. Hablábamos abiertamente sobre política en los cabarés, con cosas que a menudo se ven como propaganda y menciones a [el presidente ruso, Vladímir] Putin. Por otra parte, éramos cuidadosos de no difundir nada de esto por redes sociales”.
El estallido de la guerra desató la retórica belicista y la persecución de la discrepancia. Las dos cámaras del Parlamento aprobaron castigar con hasta 15 años de cárcel la “desinformación” sobre las acciones de Rusia en Ucrania, penalizar las protestas contra la guerra y bloquear el acceso de sus ciudadanos a varios medios occidentales. Shamina sintió que ni siquiera su as en la manga era ya una garantía en el nuevo contexto. “Dejó de ser seguro quedarse en el país”, resume.
La compañía (cuyo nombre significa el punto de apoyo de una palanca) hizo un par de representaciones para despedirse de su público y anunció que devolvería el dinero de otra prevista. Fue el fin de la primera vida de Fulcro, nacida en 2020, en plena epidemia de covid y sin subvenciones estatales, de encuentros entre estudiantes de la escuela teatral de San Petersburgo.
En esta segunda vida, está presentando tanto creaciones de su época rusa como otras nuevas. Este verano ha compaginado The Chorus is Perishing, sobre la Primera Guerra Mundial, con Die Blumen, un cabaré inspirado en Bertold Brecht, y The Third Cabaret – Burning Bush, una pieza en torno a los supervivientes del Holocausto con canciones en seis lenguas (ruso, alemán, yidis, polaco, ucranio y hebreo).
Un repertorio que ―como dice su productora Sonya Gromova― siempre ha abordado “los peligros de la guerra” desde la creencia en el potencial transformador de las artes escénicas. “Así que, cuando pasó lo de Ucrania, nos sentíamos un poco ridículos de seguir haciéndola en Rusia, ya que estaba claro que no habíamos conseguido cambiar nada”, admite. El vestuario y las libretas lo trajeron los integrantes en maletas, como equipaje. Los grandes decorados están almacenados en una casa de campo a la espera de encontrar la forma de transportarlos, explica Gromova, de 22 años.
24 de febrero
Una de las actrices, Alya Goldman, comenzó a imaginar la nueva andadura el mismo 24 de febrero de 2022 que empezó la invasión de Ucrania: “Lo primero que nos salió a mi marido y a mí fue meternos en YouTube a ver vídeos de aprendizaje de hebreo”, recuerda. En las semanas siguientes, vendieron ropa y todos sus libros para poder pagar el viaje. “En Rusia, alguna gente del mundo artístico se manifestó contra la guerra. Yo, la verdad, elegí callarme y venir a Israel. Para mí, la mejor forma de decir algo es sobre el escenario”, señala.
Fue la segunda en aterrizar, en mayo de 2022 y con 24 años. “Había pensado en venir, pero como un sueño [es judía], no así. No sabíamos lo que nos tocaría. Pensábamos que lo mismo acabaríamos limpiando casas o durmiendo la primera noche en la playa”. No fue el caso. Recibe ayuda de las autoridades y el Ayuntamiento de Acre, la localidad del norte del país donde reside, ha contratado al matrimonio para cantar en ceremonias en hoteles. Está, además, muy contenta porque acaba de ejercer por primera vez como extra en la ópera de Tel Aviv, en Il trovatore, de Giuseppe Verdi.
Anton Varaksin, un año menor, es la otra cara de la moneda. Carece de permiso de residencia y trabajo (no es judío) desde que llegó el pasado octubre, un mes después de que Putin ordenase una movilización parcial de reservistas para hacer frente a la contraofensiva de Ucrania. “Más que por la movilización vine porque ya había aquí mucha gente que es mi gente”, matiza. “Sé que necesito este teatro. Ahora es más importante para mí que antes. Y aquí es donde está ahora”.
Es, además, ucranio, de Donetsk, donde ya conoció la guerra desde 2014 y se mudó a Rusia. Ahora, aclara, su miedo no era quedarse en Rusia por ser ucranio, sino por ser “un actor independiente que viene recorriendo un camino creativo sobre la guerra”. “Quería”, resume, “seguir hablando de aquello que me pareciese”.
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