Klaus Mäkelä, el arte de la complicidad desde el podio
El director de orquesta finlandés conduce el primer concierto de la temporada en Oslo con una gran ‘Cuarta’ de Mahler y una memorable ‘Séptima’ de Sibelius
Pocos inicios de una sinfonía resultan tan reveladores para determinar la calidad de un concierto como los primeros compases de la Cuarta, de Mahler. Lo comprobamos el miércoles, 9 de agosto, en el Oslo Konserthus, con Klaus Mäkelä (Helsinki, 27 años) al frente de la Filarmónica de la capital noruega. Cascabeles adornados por flautas, que interrumpen los violines con una ingenua melodía. Clarinetes y fagots que marcan el paso, aunque sean ahora las cuerdas graves quienes toman la iniciativa. Una trompa se impone y un fagot le completa la frase. La cuerda insiste en su propuesta y también la madera. Un rosario de interrupciones y reanudaciones que encuentra una posible solución por la vía del diálogo.
Mäkelä desgranó sobre el podio cada detalle de ese minuto inicial de la sinfonía, creando una asombrosa complicidad con cada uno de los instrumentistas de la orquesta. Y escuchamos la admirable capacidad de Mahler para convertir el cliché en acontecimiento, que diría Adorno, aunque transformada por el director finlandés en verdadera música de cámara. Era su regreso a la capital noruega, tras las vacaciones, y el aperitivo del arranque de la nueva temporada en el Konserthus, que será la cuarta como titular de la Filarmónica de Oslo.
Fue el primero de dos extensos programas que llevará a finales de este mes al Festival de Lucerna, tras pasar por Rheingau y Edimburgo. Una Cuarta mahleriana combinada con el preludio y muerte de amor de Tristán e Isolda, de Wagner, y la Séptima sinfonía, de Sibelius. Le seguirá, el próximo miércoles, 16 de agosto, un segundo programa que será la apertura oficial de la temporada en Oslo. Con La tempestad, de Chaikovski, y el Poème de l’extase, de Scriabin, enmarcando los dos conciertos para piano de Ravel, con Yuja Wang como solista. Como es bien sabido, la pianista china y el director finlandés son pareja sentimental, además de artística, y vienen de triunfar juntos en los BBC Proms de Londres.
Pero volvamos al concierto. Tras semejante inicio era difícil que algo se torciera en la Cuarta de Mahler. Mäkelä completó el movimiento inicial subrayando el dramatismo del desarrollo, cuando ese paraíso escuchado en la exposición se distorsiona con tonalidades oscuras como do sostenido menor o mi bemol menor. A continuación, el scherzo fue modélico en sus manos, al extremar el contraste de lo grotesco con la amabilidad de los tríos. Y destacó también ese “violín de la muerte”, que es una recreación sonora del famoso autorretrato de Arnold Böcklin, admirablemente tocado por la concertino Elise Båtnes.
El director finlandés esperó más de un minuto para iniciar el movimiento lento, Ruhevoll, que fue lo mejor de toda la sinfonía. Lo abrió haciendo cantar a la excelente cuerda dividida de la orquesta noruega y lo culminó con una asombrosa versión de ese paraíso idealizado por Mahler de fanfarrias, arpegios y glissandi. Eso le sirvió como ideal conexión con la canción final, Das himmlische Leben (La vida celestial), donde escuchamos a la soprano Johanna Wallroth. Una voz cálida y versátil, pero poco proclive a explorar los recovecos paródicos de este texto extraído de la antología Des Knaben Wunderhorn (el muchacho de la trompa mágica).
La relación de Mäkelä con la ópera está todavía por desarrollar. Y eso se notó en el inicio de la segunda parte con el preludio y muerte de amor, de Tristán e Isolda, de Wagner, en su versión original sin la parte vocal. Sin duda, un director que no ha dirigido las cuatro horas del drama musical wagneriano es muy difícil que pueda afrontar con éxito esta severa compresión de toda su psicología en unos veinte minutos. En el preludio hubo muchos detalles de plasticidad y un buen manejo del arco de tensión, aunque fue el Liebestod, la bellísima muerte de amor que canta Isolda frente al cadáver de su amado, lo mejor de todo. El director finlandés se recreó en la resolución del famoso acorde de Tristán, que habíamos escuchado al inicio del preludio, atento a cada plano sonoro y sin caer en nada bombástico o exagerado.
Pero si el director finlandés tiene mucho terreno por explorar en el mundo operístico, su autoridad al frente de una sinfonía de Sibelius es incuestionable. Y lo demostró cerrando el concierto con su sinfonía favorita: la Séptima de su compatriota. Fue lo mejor del concierto y también una interpretación absolutamente memorable. A su capacidad para dotar de unidad a la obra y navegar entre sus múltiples transiciones, que puede escucharse en su grabación de Decca, suma ahora un intenso relato personal, que deja a un lado el planteamiento austero del pasado. Su visión del arranque de la obra volvió a marcar la diferencia. Con esa misteriosa escala en crescendo de las cuerdas, con los contrabajos ligeramente desfasados, que parece iniciarse en do mayor y aterriza en un desconcertante y aterrador acorde de la bemol menor. Un adagio que desembocará en otro adagio, pero con tantos eventos musicales en todo el proceso.
La cuerda noruega volvió a ser providencial. Admirables divisi en los pasajes polifónicos, donde Sibelius parece evocar a Palestrina, pero también transformada por intensos arranques de furia en el vivacissimo o convertida en un denso tapiz sonoro en la parte final. Las maderas fueron también ideales en todos esos revoloteos de pájaros que se escuchan en el transcurso de la obra, aunque el punto más débil de la orquesta quizá sean las trompas. Los minutos finales fueron de una intensidad sobrecogedora y la conclusión, en do mayor, sonó teñida de un mórbido pesimismo, que recordaba la famosa frase de Colin Davis: “Su último compás es como el cierre de la tapa del ataúd”. No por casualidad, al público le costó unos veinte segundos recuperarse de la impresión. Mäkelä volvió a poner en pie a todo el Konserthus, pero lo aprovechó para agradecer personalmente el trabajo a cada uno de sus músicos.
Babelia
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