Ramón Lobo ya es leyenda
Este oficio del periodismo, siempre al borde de la ruina, necesita más mitos como él para seguir salvándose, y que podamos continuar soñando con ser el reportero que queríamos ser
Ramón Lobo era un niño grande, y eso se traducía en su trabajo en una total seriedad, una curiosidad apasionada y un espíritu gamberro. También en que sus estados de ánimo más frecuentes eran regocijarse o refunfuñar, pero sobre todo el primero: al recordarlo viene una imagen de él siempre divertido, divirtiéndose, haciendo divertir. Por eso su recuerdo es un consuelo, ayuda a sobrellevar estos días dolorosos. La memoria de él es alegre, no puedes evitar una sonrisa. No tenía nada a la vista que revelara las cosas terribles que había visto en su oficio, salvo sentir el privilegio de estar vivo y disfrutar de la vida. Tampoco era pesado con sus batallitas, había que sacárselas. Si yo hubiera vivido la cuarta parte de sus aventuras, la gente huiría de mí para no oírme. Pero él tenía sus rincones secretos, era celoso de sus amigos, de sus rituales, de sus talismanes, de sus gatos.
Ramón no solo hacía amigos, hacía cómplices, era un seductor. Notabas que le cogías cariño y que él te lo cogía a ti. Se entendía con cualquiera, con tal de que fuera inteligente, tenía muchos amigos que no pensaban como él y yo le he visto discutir en Twitter con un tipo, proponerle quedar en persona y tomarse unas copas discutiendo mucho mejor. Ahora bien, con los idiotas y los fanáticos no transigía. Tuvo siempre muy presente su vida y su muerte. Guardaba un nítido recuerdo de anécdotas desde su infancia, y cuando lo conocí ya te hablaba de su testamento. Por eso no perdía el tiempo, y al escribir tenía el don de la claridad y de las frases cortas. Había estado en tantos sitios, con gente tan distinta, en situaciones tan particulares, que había forjado lazos perennes con muchas personas y ha dejado una vasta familia de desamparados. En este último año decía que estaba preparado para todo, pero los que no estábamos preparados éramos los demás. Sabiendo que le quedaba poco tiempo, se dedicó a escribir, a hacer su último reportaje de guerra desde ese lugar donde ya estás completamente solo. Ha muerto contando lo que veía, hasta que cerró los ojos.
Era de una época en que los que queríamos ser periodistas teníamos mitos, me refiero a periodistas que escribían en diarios (ahora en las facultades como mucho te citan uno de la tele). Eran solo una firma, no sabías ni la cara que tenían, pero leías un artículo y si te gustaba mirabas quién lo había escrito, y dónde, y te ibas quedando con los nombres. A veces comprabas el periódico solo por leer a una persona. Era una época en que un periodista era conocido por su trabajo, no por sus opiniones, que es mucho más difícil. Hoy es al revés, se empieza construyendo un personaje, no una carrera. Pero cómo van a aprender los que empiezan si, en medio de la confusión, no hay maestros. Yo aprendí de otros más mayores, pero ahora que yo soy mayor sé la mitad que ellos.
Las abrumadoras manifestaciones de admiración por Ramón que hemos visto estos días nos recuerdan la huella que dejó su trabajo bien hecho, que los lectores no son tontos, nos recuerdan lo importantes que son los modelos a seguir, los ejemplos virtuosos. Y también que a Ramón, siendo admirado y ejemplar, que se había jugado la vida en Chechenia o Afganistán, lo echaron de su periódico con 57 años, en su madurez profesional, como a muchos de su generación y en todos los medios. Esto debería abrir una reflexión seria sobre la prensa que tenemos, y la que queremos. Algunos de los mejores periodistas que conozco, que han estado en mil sitios, han pasado sus últimos años sobreviviendo con bolos y colaboraciones. Ramón se buscó la vida bien, porque era muy bueno y no se rendía nunca. Ya casi no hay periodistas como él, porque casi nadie quiere pagarlos. Es así como se devalúan las redacciones, desiertas de maestros de los que aprender el oficio, solo con estar sentado cerca y ver cómo borran párrafos, cómo hablan por teléfono, cómo pelean con el jefe, cómo afrontan un dilema, cómo mandan a alguien a la mierda. Este oficio, siempre al borde de la ruina, necesita más mitos como Ramón para seguir salvándose, y que podamos continuar soñando con ser buenos periodistas, con el reportero que queríamos ser. Por eso es emocionante ver periódicos como este cuando siguen enviando gente a sitios raros.
Yo aprendí de Ramón, cómo moverse, cómo salir cada mañana del hotel a buscar una historia, porque tuve la suerte de coincidir con él por ahí. Entonces los periódicos te enviaban a cubrir las elecciones a Belgrado y cosas así. Temía que estos de la tribu se dieran aires, pero era un mito de lo más normal, un buen compañero. Le debo mucho porque me ayudó a abrirme camino. Él ayudaba por instinto. Fuimos amigos, y luego vecinos, y ya como de la familia. Por ser un niño grande, mis hijos le adoraban. Los niños detectan de inmediato quién es especial, lo distinguen intuitivamente, como el frío o el sueño. Además, les contaba historias buenísimas, que a mí no me contaba, de cómo se coló en el palacio de Mobutu tras su caída en el Congo, o cómo era Sarajevo sitiada por los serbios. Era un gran narrador. Por otro lado, sé que les enviaba chistes guarros al móvil a mis espaldas, y no descarto que lo siga haciendo. Sí te rogaría, Ramón, que desde el más allá nos hagas de vez en cuando alguna broma sobrenatural, aunque pagaría lo que fuera por un reportaje tuyo desde allí desmitificándolo todo. No me vale la excusa de que las conexiones son malas, ya te las arreglarás, como siempre.
Seguiremos contando sus aventuras, llegarán a nuestros nietos y circularán ya en forma de leyenda. Sus lecciones de vida, obviamente sin haber querido dar nunca ni una sola a nadie, también llegan hasta su final. Es una lección que nunca olvidaré. No sé si fue por su parte británica, pero aceptó con lucidez y deportividad, si se puede decir así, esta gran putada. Me siento afortunado de haberle conocido y habérmelo pasado siempre tan bien con él, como en un refugio seguro, al lado del fuego.
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