Proust y los jardines, la lectura que no termina nunca
La escritura del autor francés está prendida de naturaleza y paisajes asociados con la casa de la infancia, con los paseos mundanos en París o con la pintura impresionista
Ahora que el calor nos envuelve, regresa inesperado el recuerdo de aquellos largos meses de verano, cuando el transcurso se detenía y el correo electrónico, las series, los videojuegos o las redes sociales no se enmarañaban en el silencio estival, quebrado entonces únicamente por las chicharras en las horas centrales del día, afuera, en el jardín. El joven lector se sentaba frente al montón de libros y empezaba a leer igual que aquellos que tienen la vida por delante; a salvo de intromisiones. A salvo del tiempo que corre inexorable. Leer con la secreta esperanza de que las páginas no terminen jamás o duren al menos hasta el final del verano, pues cuando un libro hipnotiza, no se quiere llegar a la última frase. “Quizás no hay días en nuestra infancia que hayamos vivido con tanta plenitud como aquellos que creímos dejar sin vivir, aquellos que pasamos con un libro preferido”, reflexionaba Marcel Proust en su precioso artículo Días de lectura, publicado el año 1905.
Tal vez debido a su pasión hacia las lecturas que no terminan nunca, Proust escribió En busca del tiempo perdido, cuyos siete volúmenes garantizaban una historia extendida. A cambio, leer esa novela fue para tantos parte de un maravilloso ritual veraniego, que año tras año garantizaba un placer largo y el regreso involuntario al momento en el cual la lectura había ocurrido, recuerda el propio Proust en el citado artículo: de los libros que han causado un mayor impacto en nosotros, solemos recordar, más que la trama, lo que estábamos haciendo mientras leíamos.
No solo. Durante la lectura, en ese juego de ficciones cruzadas que van surgiendo en el acto mismo de leer, el jardín de afuera, habitado por las chicharras, se mezclaba con esos otros jardines que constituyen una parte poderosa en la iconografía proustiana, a menudo prendida de naturaleza y paisajes, los que asocian con la casa de la infancia, con los paseos mundanos en París o con la pintura impresionista, muy popular en Francia por esos años. El representante de esa nueva pintura en las páginas de En busca del tiempo perdido es Elstir, símbolo del pintor moderno que se aproxima al mundo a partir de impresiones —en su caso, visuales— y que podría estar inspirado en Monet, el pintor de paisajes por excelencia y al cual Proust dedica un texto en 1895.
Un amateur de Monet es, de hecho, un texto donde el autor reflexiona sobre los paisajes necesarios, incluso los paisajes solitarios que todos ansiamos. Porque ¿puede haber algo más deseable que un paisaje desierto, solo nuestro? ¿Un paisaje que nos permita analizar cada rincón, poseer cada fragmento? Es una aspiración bajo la cual se agazapa la paradoja misma del paisaje y en 1996 lo subrayaba Simon Schama en su conocido libro Landscape and Memory. Si lo estamos viendo, si un personaje está contemplando ese panorama imponente, el paraje ha dejado de ser solitario.
También a Proust le molestan las intromisiones en los paisajes poderosos y por eso ama a Monet y las marinas que pinta su artista de ficción, Elstir; marinas que reenvían a Seurat, aunque parece poco probable que Seurat y Proust llegaran a conocerse por la vida tan corta del pintor y tan retirada del escritor. “Teníamos sed de los lugares de la tierra, de arenales que no ven nunca más que cierto rincón de acantilado y que todo el día y todas las noches oyen las quejas del mar, de ciudades que están en la pendiente de una colina y que no ven más que un río y en verano de los bosques de lilos; la vista de los hombres incorporados a esas cosas nos molesta, porque solo queríamos verlas a ellas, sin reducciones”, explica en el texto sobre Monet. En la necesidad de volver a mirar cada rincón del jardín, incluso el de la infancia que creíamos conocer de memoria, se basa la muy citada frase de Proust a propósito de los paisajes y que aparece en La prisionera, el tomo V de En busca del tiempo perdido: “El único viaje auténtico no sería encaminarnos hacia paisajes nuevos, sino tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro”.
Tal vez siguiendo esta curiosa intuición, Barthes deja los viajes por los países lejanos —China, Japón, Norte de África— e, igual que sucediera con Proust cuando se pone a escribir su gran novela, se encierra en casa. En el caso de Barthes, se ha propuesto releer a Proust para su seminario en el Collège de France. Esta vez la lectura será con otros ojos, sin subterfugios —ocurre cuando uno lee para enseñar y no solo para aprender—. Es el año 1980 y, aunque Barthes no lo sospeche, ese fatídico febrero su trayecto será el último hacia el seminario: una furgoneta le arrollará y morirá un mes después en el hospital con 64 años.
Pese a todo, de la preparación intensa para aquel seminario quedan fragmentos y hasta una presentación que Barthes no llegó a leer; textos, fichas, entrevistas y material fotográfico que la Editorial Paidós ha reunido en un volumen con motivo del centenario del fallecimiento de Proust, en 2022: Marcel Proust. Miscelánea, con edición a cargo de Bernard Comment. Es casi el libro gemelo de Escribir. Escritos sobre arte y literatura (Páginas de Espuma), aparecido ese mismo año, con los tempranos artículos ensayísticos de Proust, aquellos en los cuales se forja el novelista de la posterior En busca del tiempo perdido y que tanto intrigaron a Barthes cuando decidió entregarse a la alquimia del novelista, a sus paisajes, a veces incluso de forma literal, cuando revisita los jardines de Proust en un conocido programa radiofónico de France Culture, en 1978. La última de las tres entrevistas con Jean Montalbetti trata exclusivamente de jardines, un paseo, dice el entrevistador, desde los Campos Elíseos hasta el Bois de Boulogue, dos de los jardines recurrentes en la obra de Proust, tantas veces vistos y que apremian a ser mirados con ojos noveles, los que leyeron ávidos cada página hace tantos años que la memoria no acierta a contarlos.
Volver a ver lo familiar, enfrentar el auténtico viaje —que no es sino aprender a mirar lo ya visto— es también la premisa de la cual parte Nicolas Jolivot cuando, al regresar de su enésima visita a China, decide quedarse en casa y explorar el jardín familiar desde los orígenes de la parcela, en 1821. Dibujos de ramas, flores, insectos, pájaros, personajes, hojas, pequeños anfibios… se van interpelando desde los comentarios y dibujos del autor en este libro extraordinario, Viajes por mi jardín, publicado por Errata Naturae, una editorial con algo de jardín en sí misma, cuando regala a sus lectores libros como el último de Pia Pera, Las virtudes del huerto, editado este mismo año. De alguna forma estas lecturas reenvían a otra recomendada en la página web la Fundación Juan March, propietaria por cierto de un jardín inesperado en el centro de Madrid. La sabiduría del jardinero de Gilles Clément, publicado por Gustavo Gili el año 2021, está a disposición de los lectores en la Biblioteca del Patio en dicha fundación, una biblioteca para leer en casa o en el propio jardín. ¿Cómo imaginar mejores lecturas para el verano?
Entramos en las páginas del libro de Jolivot y se abren paso los jardines de la infancia, los que rememora —reconstruye— Proust en su novela; los que devuelven a la memoria aquellas mañanas estivales en las que, mientras en el jardín se oían las chicharras, la lectura ocupaba el día entero. Y la noche, con suerte.
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