El infierno de los Cramps
Era un grupo formado a partir de una colección de discos. Parecía una broma pero ellos se lo tomaban muy en serio
Era una pareja viciosa. La depravación de Lux Interior y Poison Ivy consistía en la búsqueda y adquisición de los discos más oscuros editados durante los años cincuenta y sesenta, generalmente sencillos que giraban a 45 revoluciones por minuto. Comenzaron cuando ese coleccionismo era un entusiasmo minoritario, aunque exigía sacrificios: recorrieron casi 3.000 kilómetros, desde California a Memphis, tras enterarse de que existía un almacén en la ciudad sureña donde se liquidaban los restos de catálogo del muy legendario sello Sun Records a precios ridículos (¡cinco singles por un dólar!).
Inevitablemente, parte de ese material tremebundo terminaría entrando en el repertorio de The Cramps, el grupo parido por Lux y Ivy en 1976. Existe cierta tradición de propuestas musicales elaboradas con base a colecciones de discos, sin apenas contar con referencias visuales: piensen en las bandas británicas de rhythm and blues, de los Rolling Stones para abajo, separados por un océano del humus que generó la música original.
Imagino que un oyente moderno encontrará pintoresca esa cultura formada a partir de objetos físicos, de vinilos que, para más inri, no tenían fotos en las fundas. Estoy pensando en esos oyentes ingenuos que realmente creen que toda la música del mundo está en los servicios de streaming (y no, claro que no) y que se puede prescindir del contexto social y cultural, por no hablar de los créditos. Pero Ivy y Lux también se sumergieron en fenómenos coetáneos como el cine de explotación, la literatura pulp, los coches grandes como buques, los tebeos antes de la autocensura editorial. La atracción por la gente marginal derivó incluso en un repugnante acercamiento a famosos asesinos en serie, entonces encarcelados y ―la mayoría― esperando la ejecución.
Una de las sorpresas desagradables del libro Viaje al centro de los Cramps (Liburuak), de Dick Porter, es que Lux aplicaba eximentes a esos personajes (“John Wayne Gancy me cae bien”) e incluso relativizaba sus hazañas: “Ed Gein leía un montón de libros sobre canibalismo o cazadores de cabezas. Las cosas que él hacía eran prácticas comunes en otras culturas, en otros países, en otra era.”
Y entonces comienzas a sospechar que el problema de los Cramps tal vez tuviera que ver con el ensimismamiento de sus cabecillas. Que los constantes cambios en la formación derivaban de su escasa empatía con otros músicos. Que su incapacidad para mantener relaciones fructíferas con sus sucesivas discográficas obedecía a su narcisismo, su escaso contacto con la realidad.
Pocos grupos han sacado menos rendimiento de sus hallazgos estéticos. No se les suele mencionar entre la generación del CBGB, a la que históricamente pertenecían. Se les reconoce como padres del concepto psychobilly, es decir, rockabilly adobado con punk rock, pero ellos mismos terminaron renegando de la etiqueta ―muy popular en Europa― por prejuicios puristas. Funcionaban demasiado como francotiradores, ariscos ante el mundo exterior. Lo cual les obligaba a superarse, algo evidente en el creciente poderío de Poison Ivy como guitarrista y productora. Pero Lux Interior murió repentinamente en 2009 y todo se paró.
Asombra que Viaje al centro de los Cramps no intente actualizar la historia. Se trata de un libro de recorta-y-pega que además sufre por una traducción poco profesional. Hasta en estos reconocimientos póstumos han sido desdichados los Cramps.
Babelia
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