El incierto futuro del archivo de Vieitez, el fotógrafo de la Galicia rural que deslumbró a Cartier-Bresson
La hija del autor, fallecido en 2008, conserva en su casa en Soutelo de Montes (Pontevedra) 80.000 negativos que retratan una sociedad desaparecida, sin que ninguna Administración se haga cargo de su legado
“El tiempo pasa y no somos eternos”, confiesa Keta Vieitez, hija de Virxilio Vieitez (Soutelo de Montes, Pontevedra, 1930-2008), el fotógrafo de bodas, comuniones y velatorios de la Galicia rural de mediados del siglo XX, que siempre trabajó por encargo (“para hacer arte tienes que ser burgués”, decía) y dejó un apabullante legado de cómo vivían y morían aquellas gentes. Fue Keta quien empezó a dar a conocer la obra de su padre en los años noventa, unas imágenes que, cuando las vio Henri Cartier-Bresson, en una exposición en Salamanca, quiso saber quién las había hecho. Desde entonces se hicieron amigos. Hoy ese archivo privado, al que ha accedido EL PAÍS, espera un destino más apropiado que no acaba de llegar. Está en la casa de los Vieitez en Soutelo de Montes (Pontevedra), en el corazón de Galicia.
En la planta abuhardillada Keta se agacha y empieza a sacar y abrir cajas y latas. Ella sabe lo que hay en cada una, en total unos 80.000 negativos, más copias en papel, documentos, cámaras, rollos de película sin cortar… “Sé que no está en las mejores condiciones, pero no puedo mendigar”, dice en alusión al desinterés que ha padecido de las instituciones oficiales. Keta también es fotógrafa, aunque no vive de ello. Sin embargo, haber aprendido a revelar y digitalizar le ha servido para mantener el pulso de la obra de su padre. Ella calcula que hay unos 500 negativos que “o se digitalizan ya, o se van a perder”.
De una caja asoman fotos de celebraciones de bodas, postales de otra época, como la de la novia que posa delante de una pared en la que están pegados con celofán sobres con billetes, regalos a los novios. “En una boda tiene que salir guapa la novia, olvídate de hacer arte”, aseguraba él. El espacio está presidido por un autorretrato de Vieitez en blanco y negro, de 1958, apoyado en un caballete y tapado con papel de burbuja. “Lo tengo así para que no me mire. Mi padre era raro, un bohemio. Yo le empecé a acompañar a los 13 años a las comuniones. Él esperaba fumando en la sacristía porque conocía el ritual y sabía cuándo tenía que salir a hacer la foto”.
Miembro de una humilde familia campesina, el padre de Virxilio emigró a Estados Unidos con él en el vientre de su madre. En la web La voz de la imagen, un proyecto del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de 2013, con 21 entrevistas en vídeo a grandes fotógrafos españoles, realizadas por el director José Luis López Linares y el fotohistoriador Publio López Mondéjar, vemos cómo a Vieitez se le hace un nudo en la garganta: “Nunca conocí a mi padre”, porque volvió, pero a Francia. “Me crie entre mujeres, con las abuelas y unas tías”.
A los 18 años se marchó de Soutelo (“a él no le gustaba el trabajo en el campo”, dice Keta). En la siguiente escena se le ve trabajando como mecánico del teleférico en Panticosa (Huesca). “Pero hacía tanto frío que empaqueté la maleta y fui para Cataluña”, dice él en el documental. Allí aprendió a revelar en Sant Feliu de Guíxols (Girona), en la Costa Brava. En Palamós empezó a hacer fotos a los guiris que venían a descubrir el sol del Mediterráneo.
Allí se estableció Virxilio, pero a los siete años, el aviso de que su madre estaba enferma le obligó a regresar al pueblo. Luego conoció a la que fue su esposa, Julia Cendón, y ya se quedó para siempre. Con una cámara más manejable comenzó a recorrer pueblos y aldeas para hacer retratos de gente endomingada, que posaba con una oveja o un perro como uno más de la familia; reportajes para prensa, velatorios con el ataúd sin la tapa para ver al fallecido. Fotos que se enviaban a los que habían emigrado. “Recibían la carta diciendo que había muerto el padre o el abuelo con una foto mía. Al final, toda la familia quería una y tenía que hacer 30 copias”, apuntaba Virxilio.
“Tuve la suerte de que antes, estos pueblos eran nidos de ratones, había gente por todos lados”, señalaba. Su llegada a cada localidad, hasta la más recóndita gracias a su Seat 1500 negro, era un acontecimiento. “El ambiente se tornaba festivo. Nos ofrecían en sus casas café, licor, galletas, lo que podían”, recuerda Keta. Su padre trabajaba rápido, se ganaba la confianza de los retratados, y cuando se disponía a apretar el disparador, Keta aguantaba la respiración para no distraerlo.
A comienzos de los sesenta, se generaliza en España el documento nacional de identidad que continuará por décadas, y a Virxilio le asignan varias zonas para hacer la foto a cada persona. “Con eso vivías. Luego la gente se casaba, había bodas, no como el rollo de ahora, que se amigan y no hay ni boda ni fotógrafo”, aseguraba. “El fotógrafo era como el farmacéutico, se enteraba de todo”.
Hay otro material, en color, que Keta prefiere no sacar a la luz. Son fotos de mujeres que trabajaban en aquella época en barras americanas y que le pedían a su padre que las retratase. Una de ellas posa con minifalda sentada en el maletero de un Seat 124 rojo. “Cuando mi padre iba a entregarles las copias le decía a mi madre que íbamos a la imprenta. No son fotos escandalosas, pero ¿cómo voy a sacar a esas mujeres, que a lo mejor hoy son abuelas?”.
De otras cajas aparecen retratos de niños (a los que sacaba agachándose él), mayores, familias... siempre con un gesto o con algún elemento de su entorno, una moto, unas berzas, un árbol, que revela el estilo Vieitez. Ese que convierte retratos de gente anónima en su día a día en un vívido fresco de una etapa singular, la de la masiva emigración gallega a las Américas. Él resumía así su forma de ejercer el oficio: “Si alguien que lleva un vestido se le ve una arañita que le sube por la manga, esa es una buena imagen”.
Vieitez lo guardaba todo, trabajaba en casa, en la cocina lavaba las copias y nunca abrió un estudio. “Teníamos que ser impolutos comiendo para no manchar nada, y no nos dejaba entrar donde revelaba por miedo a que nos intoxicáramos con los líquidos”, apunta Keta. A ella y a sus dos hermanos les daba un palo para estirar las copias cuando el papel se combaba. En un cuaderno, con buena letra, llevaba las cuentas: “Corriente eléctrica”, “Una camisa mía”...
El fotógrafo colgó las máquinas en 1980. Tuvieron que pasar 11 años para que le diera permiso a su hija para descubrir lo que había fotografiado durante casi medio siglo. “En una caja en la que paría la gata, debajo de la mesa, había dos bobinas, era un material tan atractivo... No conocí de verdad a mi padre hasta que vi su trabajo. Y cuando encontré la foto de la mujer con la radio, enloquecí…”.
Esa imagen es la más conocida de Vieitez. Es Dorotea, una anciana enlutada, sentada en una silla delante de su casa junto a otra silla en la que hay un gran aparato de radio. Ella tiene el brazo por encima del respaldo de la otra silla, como si posara con una amiga. Fue la foto que le hizo Vieitez para que la enviase a su hijo, emigrado a Venezuela, que le había dicho por carta: “Te mando dinero y con lo que sobre te compras una radio”.
Con otro dinero, el que reunió Keta un verano trabajando como encargada en una piscina, montó por fin en Soutelo la primera exposición de su padre, en 1997, anunciada en carteles que puso por la calle. Por allí pasó en coche el fotógrafo Manuel Sendón y paró al ver la foto de la anciana con la radio. Al año siguiente llevó la muestra a Vigo, donde el Centro de Estudios Fotográficos publicó el primer libro con imágenes de Vieitez. En la exposición se incluyeron copias a 90 centímetros por 90 de fotos del DNI que había hecho. “Aquello le hizo reconocerse como fotógrafo, se detenía un rato en cada copia”, recuerda Keta. La historia se repitió en Vigo con el fotógrafo y comisario francés Christian Caujolle, uno de los fundadores de la agencia VU. “Al año siguiente estábamos exponiendo en París”, añade Keta. Le Monde calificó las instantáneas de Virxilio de “obras de un maestro”.
Se suceden las exposiciones, Santiago de Compostela, A Coruña, Braga, Madrid, Ámsterdam, Malí… En 2000, sus fotos llegan a Arco de la mano de la galerista Juana de Aizpuru. En 2001, en Salamanca, en un festival fotográfico, coincide una exposición suya con otra de Martine Franck, esposa de Cartier-Bresson. “En la rueda de prensa de la de mi padre apareció él y fue como un eclipse. Virxilio no sabía quién era. Luego Cartier-Bresson bajó la escalera y se quedó mirando un rato una foto de un velatorio. Preguntó por mi padre y empezaron a hablar” (el francés había viajado varias veces a México). “Los siguientes días venía a desayunar con mi padre”. Para Virxilio, “Cartier-Bresson tenía muchas fotos buenas, pero también otras desenfocadas y sin luz”.
Con él ya fallecido, el fenómeno Vieitez tuvo su clímax en 2013, con una exposición en la Fundación Telefónica que visitaron 109.000 personas, según esta institución. “Tuvo tanto éxito porque todo el mundo se veía reflejado en alguna foto”, dice Keta. Sin embargo, con los años la estrella declina, a pesar de que hoy hay imágenes suyas en el Museo Reina Sofía, en la Academia de Bellas Artes (que además editó un libro el año pasado), en la Fundación Foto Colectania (Barcelona), en Francia, Suiza, Holanda… De aquellas exposiciones han ido llegando a Soutelo las copias enmarcadas, que Keta guarda en un local. Es el incierto futuro del archivo Vieitez, descubierto y aún vivo gracias a Keta, pero ¿hasta cuándo? A punto de cumplir los sesenta, sentencia: “Ya he vivido más años ocupándome de Virxilio que de mí misma”.
Babelia
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