Pobres y empobrecidos
A la dicotomía optimismo-pesimismo, John Berger oponía esperanza-desesperanza
Por razones que no vienen al caso… ¡Alto! Si no vienen al caso, ¿por qué evocarlas? La razón que sí viene al caso es que últimamente desayuno con mi madre, en la cocina de su casa. Le gusta escuchar la radio en un transistor a pesar de que tiene la aplicación en el móvil. Nostalgia de las interferencias.
Una de estas mañanas la encontré sentada escuchando esto: “…políticas públicas orientadas a la consecución del bien común global frente a la promoción del interés general entendido solo como suma y resta de intereses particulares”. ¿Mi madre? ¿Izquierdosa? El agua del café entró en ebullición en el momento en el que el locutor promovía “la escucha de los empobrecidos de la tierra”.
El interés general no es solo la suma y resta de intereses particulares
Pensé que el “proceso de escucha” de Sumar había llegado demasiado lejos y que los mismos que transformaron la España vacía en vaciada, habían cambiado a los pobres de la tierra por los empobrecidos. Al terminar el programa salí de dudas: no era la glosa de un acto de los Comunes (ni de los comunistas) sino de un “documento” reciente. ¿Su autora? ¿Marina Garcés? No, la Conferencia Episcopal. ¿Título? El Dios fiel mantiene su alianza. ¿Estilo? Entre Heidegger y Vistalegre I.
Una de las palabras que más se repite en ese escrito ―como el personaje del Quijote, uno termina leyendo hasta “los papeles rotos de las calles”― es esperanza. La suma de madre y esperanza me llevó a John Berger. Por dos interferencias: La Virreina de Barcelona le dedica una exposición y Alfaguara acaba de publicarle una antología de ensayos: Por qué miramos a los animales.
Berger era uno de esos escritores capaz de ser pesimista sin resultar cínico y optimista sin resultar ingenuo. De hecho, a la dicotomía optimismo-pesimismo, él prefería esperanza-desesperanza. Por más comprometida y menos maniquea. En Aquí nos vemos, una de sus últimas novelas (y no la mejor), el narrador habla con su madre, muerta. “La esperanza es una lupa inmensa, por eso no permite ver a lo lejos”, le dice ella. “Esperemos solo lo que tiene alguna posibilidad de alcanzarse. Reparemos alguna cosa. Un poco es mucho. Una cosa reparada puede cambiar mil”. Ante el escepticismo del hijo, que prefiere la revolución, pone un ejemplo que hoy no pasaría el detector de micromachismos, pero es revelador: “Ese perro de ahí abajo está atado con una cadena demasiada corta. Cámbiala, ponle una más larga. Entonces podrá alcanzar la sombra y se echará y dejará de ladrar. Y el silencio le recordará a la madre de la casa que quería tener un canario en una jaula en la cocina. Y cuando el canario cante, planchará más. Y cuando se ponga la camisa planchada para ir a trabajar, al padre le dolerán menos los hombros. Así que cuando vuelva a casa bromeará, como solía, con la hija adolescente. Y la hija cambiará de opinión y decidirá, por una vez, llevar a su novio a casa a cenar. Y otra vez que vaya, el padre le propondrá al joven ir a pescar juntos… ¿Quién sabe lo que puede pasar? Simplemente cambia la cadena”. Amén.
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