Michael Douglas, una vida a la sombra de su padre, una carrera más allá de Kirk
El actor recibe una Palma de Oro de honor en Cannes por su doble labor como intérprete y productor. El festival programa, además, un documental sobre su figura
El lugar con más nepobabies per capita ha sido siempre Hollywood; a su vez, Hollywood es la mayor triturada de carne humana. Así que la carrera de Michael Douglas (New Brunswick, 78 años) pudo obtener en sus inicios algún impulso por el apellido paterno —en realidad, su nombre artístico: Kirk Douglas, su padre, nació como Issur Danielovitch—, pero su recorrido a lo largo de las décadas, tanto en la actuación como en la producción, ha demostrado la suficiente valentía y calidad como para recibir, la semana pasada, la Palma de Oro honorífica de la presente edición del festival de Cannes. “Soy incluso más viejo que el festival”, bromeó con el galardón en el escenario, en la jornada inaugural del certamen. Buen momento para aplaudir toda su trayectoria.
Como uno de sus homenajes, el certamen ha programado el documental El hijo pródigo, que ahonda en las vicisitudes artísticas y vitales del protagonista de El síndrome de China, La guerra de los Rose, Instinto básico, Traffic, Atracción fatal, Wall Street o Tras el corazón verde. Que además es el productor de Alguien voló sobre el nido del cuco o Legítima defensa. A través del documental y de una charla que mantuvo el jueves pasado, se puede reconstruir con sus palabras toda la obra de un cineasta poco amigo de hablar fuera de promociones. Y que sigue en activo, como prueba su participación en la saga Ant-Man de Marvel, en la serie de Netflix El método Kominsky y el rodaje, durante los pasados ocho meses y en París, de una miniserie sobre Benjamin Franklin, que protagoniza.
A Douglas, Cannes le trae muy buenos recuerdos. “Mi padre y mi madrastra, que lo fue durante más de seis décadas, se conocieron en Cannes, y ellos lo comentaban mucho en las comidas familiares”. En el documental se ve al actor de niño, rodeado de los amigos de su padre, de actores míticos que para él eran solo eso: parte del paisaje humano. “Mis padres se divorciaron cuando yo tenía seis o siete años. El documental enseña cómo llegué a un pacto de paz tras mis conflictos internos por el éxito de mi padre, la atención mundial que recibía y la sensación de que no me prestaba la suficiente atención. Mi padre proyectó muchos sombras en mí, su primogénito. No solo en aquel niño, sino en la cuestión posterior de cómo convertirme en un hombre cuando enfrente tienes a Kirk Douglas. Creo que yo lo he desarrollado de otra manera con mis hijos. Con el tiempo entendí que sin la posibilidad de hacer televisión, en los sesenta, los actores rodaban seis o siete películas al año. Por eso no estaba en casa”, comentó en Cannes.
De su carrera, asegura que hubo tres o cuatro momentos fundamentales. “El primero fueron mis estudios de teatro en Connecticut. Me dieron la base, comprendí la profesión”, desgrana. Después llegó una jugada arriesgada: abandonó sus incipientes pasos en el cine para coprotagonizar junto a Karl Malden —al que considera su segundo padre— las cuatro temporadas de Las calles de San Francisco. “No solo aprendí sobre interpretación. Es que además mantuve los ojos bien abiertos para espiar a todos los directores y actores que pasaron por allí, y a los que luego recurrí en mi trabajo como productor”, rememora.
Su primera visita a Cannes vino de la mano de su segundo largometraje como productor y actor con papel largo, El síndrome de China, con el que Jack Lemmon obtuvo el premio a la mejor interpretación masculina. Aquel drama sobre un accidente en una central nuclear inició la carrera de Douglas como activista social. ″Yo siempre me la había planteado como una película de terror. Y al decimotercer día de su estreno en EE UU hubo un incidente de verdad con la planta Three Mile Island [en Harrisburg], el más grave en mi país. Fue para mí una epifanía. Porque es que la sala de control que recreamos en la película y la real eran iguales. Sufrieron un desastre como el que habíamos ficcionado previamente. Y me convertí en un activista antinuclear, y he seguido en mi lucha, con todos los recursos que tengo, contra el cambio climático y advirtiendo contra él”.
Antes de aquel 1979, Douglas se metió en el que, con el tiempo, ha considerado el embolado más bonito de su carrera: la producción de Alguien voló sobre el nido del cuco. “Yo tenía 28 o 29 años cuando mi socio Saul Zaentz, que con el tiempo hizo películas como Amadeus o El paciente inglés, y yo compramos el libro. Éramos vírgenes en la producción. Y todo fue nuevo, tan complicado como fascinante. Decidimos rodar en escenarios reales, bendita inocencia, y encontramos un médico que se enamoró de proyecto en Oregón y allí que nos fuimos”. De Jack Nicholson asegura que es un tipo encantador, muy amable... hasta que se mete en el personaje de sus películas: “Es el mejor ejemplo de qué es ser actor. Él llegó justo al rodaje, cuando con el resto ya habíamos ensayado, y no era capaz de distinguir entre actores y enfermos mentales reales. Encima, cuando paramos el primer día a comer, porque claro, los ingresados tenían hora de almuerzo, se enfadó porque le sacamos del personaje... y a la vez no sabía con quién se sentaba, si con intérpretes o internados”
A Zaentz y a Douglas les costó encontrar distribuidor y, para él, la noche de los Oscar fue “la demostración de que la venganza es un plato que se sirve frío”. Se llevaron cinco estatuillas de nueve nominaciones, todas las principales, incluido el Oscar para él como productor. “Y la de mejor secundaria a Louise Fletcher, merecidísima porque hubo hasta cinco actrices de las grandes que habían rechazado previamente el personaje. Encima fue un taquillazo”. ¿Y por qué Milos Forman? “No sabíamos a quién contratar, y de repente vimos ¡Al fuego, bomberos! y entendimos que era el tipo. Milos ya vivía en Nueva York, encerrado en el hotel Chelsea tras dirigir otra película que había ido fatal, deprimidísimo, y tuvimos que sacarlo a rastras. Era muy directo, odiaba los grandes debates, rodaba rápido. Le echo mucho de menos”.
De su propio trabajo como intérprete, Douglas insistió mucho en desacralizar la profesión, en dejar atrás métodos y profundidades morales: “Hacer personajes alejados de mí es muy liberador. Recuerdo en mi juventud aquel mantra que decían: ‘La cámara siempre sabe cuándo mientes, y por eso debes hacerte del método’. Hasta que un día te percatas de que actuar es mentir. Tú estás mintiendo a esa máquina. Y eso me liberó y me hizo disfrutar de mi trabajo”. A Douglas siempre le han ido mucho los papeles de hombre que a mitad del metraje se descontrolan: “No es que me los ofrezcan, es que yo los busqué en su momento. La generación de mi padre elegía entre héroes y villanos, porque venían de la Segunda Guerra Mundial. Mi generación es la de Vietnam, y en realidad hablamos de zonas grises. Mis personajes se ponen en situaciones locas, casi imposibles, y tienen que ver cómo reaccionan ante ello y cómo salen adelante con la decisión que toman”.
Entre esos trabajos está Wall Street. “Oliver Stone es un director de actores magnífico. Mi famoso discurso de la avaricia está recitado de manera tranquila, porque él construyó el personaje con ese tono. Durante el rodaje jugó conmigo, y pronto entendí que era por el bien del filme”, comentaba en la charla en Cannes. O sus diversas colaboraciones con Steven Soderbergh. “Ama a los actores, y trabaja a una velocidad endiablada. Una vez el primer día de un rodaje me enseñó mi caravana y me dijo: ‘Salúdala, porque es la primera y última vez que la ves’. Y llevaba razón. Es increíble: acaba el día de filmación, llegas a casa, miras tu email, y ya te ha llegado la secuencia del día montada por él mismo. Cuando arrancó el proyecto Detrás del candelabro (Liberace), me pilló luchando contra el cáncer de garganta y lengua. Steven y Matt Damon me mintieron y me dijeron que tenían que parar un año por otros contratos, y en realidad fue para que me curara y mejorara mi voz”.
Con Atracción fatal e Instinto básico, que se presentó en Cannes, Douglas reinó un tiempo en los thrillers eróticos, con poderosas secuencias sexuales. “Lo más importante en esas secuencias es ser superrespetuoso y tener clarísima la coreografía de movimientos de los cuerpos y de la cámara. No hay más”. Y sobre La guerra de los Rose, recordó el día que Danny DeVito, con quien compartió apartamento en sus inicios, le dio el guion. “Lo leí, llegué al final y le dije: ‘Pero ¿de verdad?...’. Y él soltó su sonrisa malévola acompañando a un ‘Sííííí'. Era algo nunca hecho. Y aprovecho para insistir en que la comedia nunca ha tenido el respeto que se merece”. ¿Nunca dirigirá? “Ya lo hice en dos episodios de Las calles de San Francisco, y me frustré. Quiero el corte final, y ya lo tengo como productor. Además, dirigir es muy solitario, como productor estás con la gente”.
Como parte de la saga Ant-Man, contaba estos días en Cannes que sus visitas a las Comic-Con para promocionar su trabajo en las películas de Marvel le superan. “Es que te encuentras con gente que nunca verías en otro lugar. Y esos rodajes son también una locura. Ahora respeto mucho a quienes filman solo con pantallas verdes. Te sientes un imbécil ante ellas, y luego ves el resultado y te sorprende”. ¿Ha habido algún personaje especialmente complicado. “No, lo más difícil ha sido aprender a confiar en la cámara, abrirte ante ella”.
Douglas ha notado el cambio social y en la industria. “Las consecuencias de la covid y de la guerra de Ucrania son terribles. Al menos el cine es de lo poco que nos ha ayudado a salir adelante. Y la sociedad ha cambiado mucho por las redes sociales. Antes teníamos más secretos, no existe aquella libertad”. Cree en el futuro del streaming (“No podemos subestimarlo, entiendo las reglas del festival de Cannes, pero de verdad es fundamental”) aunque a la vez apoya la huelga de los guionistas contra las plataformas digitales (“Espero que tengan éxito. El dinero de los streamers va a las estrellas, no a los escritores, de manera injusta”). Y ahora se encuentra en un periodo de descanso, buscando tanto él como Catherine Zeta-Jones, su esposa, proyectos, y volcado en su labor como embajador de las Naciones Unidas. “Espero trabajar al menos como mi padre, hasta los 93 años. Cada día pienso en llamarle, sin recordar que ya se fue”.
Babelia
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