Los que no sirven para nada
Es necesario plantarse de vez en cuando delante de un cuadro, meterse en un libro, dejarse llevar por una partitura. Para respirar mejor, para vivir más hondo, para no dejar que los marchantes se lo lleven todo
El mundo que nos toca vivir es muy diferente del medievo. Por aquí ya no quedan apenas clérigos ni trovadores, solo han sobrevivido los marchantes. En el mundo en el que vivimos, ellos son los que nos dictan ahora las leyes. Los que hacen y deshacen, los que encienden y apagan, los días y las noches, las hogueras y las torres. Algunos, no todos, son como los críos, es decir, mal criados, quieren que sus cohetes sean grandes, inmensos como puros, grandes como penes, quieren que a los que mendigan no se les vea, por eso patalean, derrochan, por eso cruzan de punta a punta el mundo, nos hablan del dióxido de carbono bajándose de sus navíos llenos de butano.
Ahí los tienes, bien puestos, con sus pantalones vaqueros, risueños, rubios, tejanos, casi amables, si no fuera por el sombrero, por las espuelas, que les sobresalen entre las caninas. Nos prometen la luna y solo nos llegan paqueterías, toneladas de cajas con cosas dentro, que luego no sabemos ni dónde meterlas, si en el sótano o en el armario. Hablan un idioma de flores artificiales, de nubes que no son nubes, de cuentos de hadas que son chatarra. Cuanto más poder tienen, más ciegos son, cuantos más aviones, menos viajan porque no escuchan, porque todo tiene un precio, sube y baja, y así no se acortan las distancias, así uno no llega hasta otro rostro. Con ellos, nosotros también dejamos de ver el mundo que pasa ahí fuera, nos quedamos dentro, en casa, con nuestras cosas que solo son cosas. Esa ceguera es contagiosa, se extiende, es una plaga más extendida ahora que lo era la lepra en el medievo.
El vaso, puesto sobre la mesa, lo hemos dejado de ver. Las mariposas que mendigan apenas nos divierten. Miramos, pero no vemos la vela que baila, porque en nuestro mundo hay cada vez menos velas que bailan, solo neones, y ese ruido de bacalao que lo invade todo, que se mete entre las rejas, dentro de todos los cerrojos. De lejos en lejos nos estremecemos porque los peces en el río se quedaron sin agua. Pero el villancico apenas dura, y con los telediarios, con los titulares, sigue el baile, pronto nos olvidamos de unos y otros. Ellos, los de los cohetes, rocían los días con toda la calderería que pueden, nos hablan con palabras sin nueces, palabras que son huecas por dentro y por fuera. Y entonces qué hacer, cómo hacer, para rescatar ese espasmo, para salvar esa vida que era antes deslumbrante, para que lo pequeño, lo diminuto, lo invisible, no se apague del todo, para que el manantial no se pierda.
Escribir no es más que intentar quitarnos de encima, con el cubo y la pala, toda esa arena que nos engulle
Para habitar de nuevo el mundo debemos mirar hacia otro lado, volver a invitar a los trovadores, tenemos que rescatar a los juglares y dejar que los marchantes se queden a las puertas, fuera de las murallas. Debemos buscar alguien, algo, que diga ese mundo que ya no vemos. Eso, casi nada, lo hacen los artistas. Por eso ellos, que no sirven para nada, son imprescindibles. Ellos son los alfareros que moldean lo que no se ve, lo que se ha dejado de ver, de mirar, de escuchar. Ellos les dan forma a los rostros invisibles, le devuelven la vida a los que dejaron de tenerla, a los que la tienen solo a medias, los que son apenas un rasguño en este mundo que se nos va de las manos.
La poesía no es un adorno. No es un pasatiempo benigno, algo de ganchillo, que una anciana o un anciano, con la vista ya un poco cansada, se empeñaría en hacer para divertirse. No se trata de rellenar las casillas de la nada con bellas palabras, de jugar al tute o al dominó para pasear el tiempo. La poesía es otra cosa. Es algo mucho más violento. Algo mucho más letal. Nitroglicerina. Es una lucha a muerte contra la muerte. Ella es la que embiste sin piedad, con toda su bondad, contra el dragón. Va a buscar cada vida para rescatarla de la cueva, para sacarla, para salvarla, de su olvido, para extraerla de esa nada en la que nos hemos, entre todos, metido. De lo que se trata es, sobre todo, de no dejar que la muerte escriba el renglón, que nos mate en vida, que nos barra sin más, sin pestañear, que nos arroje al olvido.
Por eso los ves pintar, escribir, sin cesar. Por eso los ves correr detrás de los molinos. De pronto bajan las lanzas, se meten donde nadie los espera, con palabras que vuelan, pinceladas que salvan. Ahí los tienes a ellos, a los artistas, a los poetas, a los pintores, a todos los maestros, los que, con pico y pala, cincelan, enfunden, embisten. Dan garrotazos a diestra y siniestra, se meten a solas en el hoyo, en la cueva, en esa noche oscura del corazón. Ellos buscan rescatar todo lo que es diminuto, lo que es leve, que apenas se ha podido, se ha dejado ver, vislumbrar, adivinar. Los otros que hacen esa maravilla, esa alegría, son los niños. Lo hacen sin saber hacerlo, lo hacen por instinto, en sus primeros años de vida, justo antes de que la eternidad se acabe por completo. Justo antes de que ellos, que todos nosotros, caigamos por el tobogán, seamos leyenda, apenas tiempo, arena entre las manos.
Para habitar de nuevo el mundo debemos mirar hacia otro lado, volver a invitar a los trovadores
Escribir no es más que intentar quitarnos de encima, con el cubo y la pala, toda esa arena que nos engulle. Todo lo que callamos, todo el amor que no damos, todo el silencio que masticamos entre los dientes, que va ensanchando las galerías que nos crecen dentro. Y un día, ellas, se derrumban, lo hacen sin avisar porque la tierra ya no aguanta más, porque un día nuestras vidas revientan por todos los costados, el viento sopla los castillos. Por eso no hay que dejar que el silencio crezca sin reparo, lo invada todo como la maleza, la mala hierba. Por eso necesitamos a los que cantan: son imperativos los que pintan, los que escriben, para que ese silencio se haga respirable, para que toda esta nada que nos engulle se haga mucho más habitable.
Uno se pasa los primeros años de su vida comiendo a bocados ese pastel del aire, tragándose con gula todo el azul del cielo que puede y luego, simplemente, nos olvidamos, dejamos los castillos y los molinos en su rincón, cambiamos de juguetes. Por eso es necesario plantarse de vez en cuando delante de un cuadro, por eso es imprescindible meterse en un libro, dejarse llevar por una partitura. Para respirar mejor, para vivir más hondo, para no dejar que los marchantes se lo lleven todo, incluso eso que no vale nada, lo que un día tuvimos y nos hemos olvidado. Las obras de arte nos recuerdan esa pérdida, sobre todo nos despiertan de esas vidas somnolientas, aplastadas. Eso hacen los que no sirven: nos salvan de nuestras vidas, nos salvan la vida.
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