Robbie Williams monta una juerga autoparódica en el Palau Sant Jordi de Barcelona
En un concierto irrefrenable, el artista inglés impuso su ironía con una actuación divertidísima
¿Media hora de retraso en comenzar el concierto? Sí, ¿qué pasa? Me llamo Robbie Williams y la puntualidad traiciona mi ser. En consecuencia, nadie se quejó. A este gamberro simpaticote y canalla hasta casi se le exige serlo, ha opositado a ello. Apareció en la parte posterior del escenario, vestido con brillos como si protagonizase el anuncio navideño de las burbujitas. Cadena tamaño pista forestal, tatuado en brazo izquierdo con motivos tribales que ya debían estar pasados de moda cuando militaba en Take That (en el derecho una cabeza de león casi peor), pero que a él, le pegan. Mirada furiosa de ansioso, resonancia de sus años pasado de vueltas, enérgico, imponiendo su voz al estruendo imponente de su banda. Una con metales para acentuarla en soul, amén de seis bailarinas que, a las primeras de cambio, en Hey Wow Yeah Yeah (primer tema) ya mostraban con alegría la parte alta y posterior de sus piernas.
¡Qué juerga!, ¡qué fiesta! ¿Que hay que versionar a todo trapo The Land 1.000 Dances?, pues ahí vamos, a degüello, sin cerrar los ojos, más abiertos que una paella. ¿Que hay que decir fuck sin tasa? Pues se dice y todos a reír. Fular blanco en torno al cuello, cabello fijado en cresta y pantalones negros como único detalle cedido a la contención en medio de un torrente de bromas. ¿Cómo se dice en español drugs? ¿Drogas? ¡Qué fácil! Era solo el comienzo, pero por un comienzo así hasta casi valía la pena pagar la entrada. La vida hay que vivirla sin demoras.
Así fue el concierto de Robbie Williams en un Sant Jordi lleno. Una fiesta apremiante oficiada por un gañán de esos que se desgañitan en un campo de fútbol dedicando al equipo contrario lo más florido de un vocabulario más pedregoso que los garbanzos crudos. Monsoon y Strong siguieron alzando el pabellón del desparpajo, con Robbie usando el pie corto del micro como un bastón de mando, haciendo subir al escenario a una pareja en la sexta pieza, Come Undone, un recurso que la mayoría de los artistas guardan para la parte final de los conciertos.
Pero Robbie lo hace casi de saque, capaz de casar lentejuelas con tatuajes de estirpe portuaria. De reírse de sí mismo y de su exgrupo Take That al dar paso a Do What You Like, sonando con el vídeo de la banda en pantalla, socarronamente comentado por el propio Robbie antes de congelar el plano en el que sale su culo juvenil para seguir mostrando sus habilidades como hombre espectáculo. Todo mientras se dirigía a algunos espectadores de manera individualizada, arrancando risas por doquier. Y ahí estaba versionando Don’t Look Back In Anger de Oasis sintiéndose en Glastonbury “con los bolsillos llenos de cocaína”. Y hoy, ya con ellos vacíos, el público braceando entusiasmado y desgañitándose en el estribillo, espoleados por un Robbie en su salsa.
Por supuesto, en un contexto así no hacían falta ni pantallas; aunque, haberlas, las había. Su contenido apenas tuvo relevancia, porque el espectáculo era Robbie, acercándose al público por el pasillo que entraba en platea, transmitiendo la sensación de estar en su salsa, riéndose de sí mismo al recordar que de joven no quería casarse ni tener hijos, y ahora lleva casi dos décadas casado y tiene cuatro. Le preguntó a un espectador por el nombre de sus hijos y a ellos les dedicó Love My Life.
Carisma para llenar estadios
Dominio de escenario, carisma y capacidad para enardecer a un recinto tan grande como el Sant Jordi con sus meros gestos, con la permanente invitación a la fiesta continua que el concierto era como aspersor de ironía. Sí, el mundo puede ser feo, agrio y desabrido, pero si nos reímos de él, de nosotros mismos y de lo que representamos, todo es como una lluvia de confetis. Una estimulante evasión que se ha de comprar al completo, sin preguntas, entregándose a ella sin reservas. Como esas noches que se intuye que acabarán en una borrachera aceptada porque en ocasiones no va mal abollarse un poco. Esa forma a veces inconsciente de vivir la vida es entre otras cosas lo que ha hecho que Williams celebrara en el Sant Jordi 25 años de carrera en un avance de más conciertos que llegarán a España en verano. Y donde no llega su repertorio, lo hacen las versiones. O se regalan camisetas, como hizo lanzándolas a la audiencia mientras sonaba Candy y las pantallas se llenaban de caramelos y colorines. O se enternece a una fan acercándose a ella con cariño, hasta que saltan sus lágrimas de incredulidad. Todo vale si con intención se hace.
Con este tipo de recursos, Robbie Williams consiguió que una vez abierta su botella de cava este no se desbravase a lo largo de su espectáculo. Habló más que un vendedor ambulante, pero el concierto no perdió ritmo, bromeó más que un monologuista, pero no cansó como los aspirantes a gracioso. Incluso su banda jugó al estruendo, pero hasta pareció que esto aumentaba lo irremediable de la juerga, lo irrefrenable del cachondeo. Así bailó todo el mundo con Rock DJ, ya en la parte final del concierto, un espectáculo a mayor gloria del pop sin más pretensión que el colorido, la desinhibición y la celebración de seguir palpitando. La vida es demasiado seria como para no tomársela a broma.
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