El espeluznante rastro de la esclavitud bajo las aguas de Getaria
El libro ‘Iturritxiqui’ revela la investigación durante 25 años sobre un barco portugués hundido en Gipuzkoa cargado de anillas de bronce para comprar seres humanos en África
Su rastro documental se perdió en 1835 cuando las tropas carlistas arrasaron Getaria (Gipuzkoa). La villa fue reducida a escombros e incendiados sus principales edificios, incluido el archivo municipal. En él se guardaban los registros del hundimiento de una urca holandesa ―barco de carga del siglo XVI― que no pudo sortear los fortísimos vientos del noroeste que azotaban la costa vasca. La nao siniestrada, fletada por la corona portuguesa, guardaba un terrible secreto que ahora el ensayo Iturritxiki (Editorial Aranzadi), de la arqueóloga Ana María Benito Domínguez, revela tras 25 años de investigaciones: en las bodegas de la urca se guardaban miles de anillas y lingotes de cobre destinados a comprar seres humanos en las costas africanas. Con menos de un kilogramo de latón, los esclavistas adquirían, por ejemplo, a una madre con su hijo recién nacido. Los trabajos arqueológicos han permitido también recuperar todo tipo de armamento del barco ―cañones, espadas o culebrinas―, además de elementos de navegación ―compases y anclas―, así como de la vida cotidiana, como dedales, alfileres o cerámicas.
En algún momento entre 1522 y 1524, la urca holandesa acabó en el fondo de la bahía de Getaria. Se trataba del tipo de barco mercante más importante de los siglos XV y XVI y uno de los veleros más habituales de la costa atlántica. Su fondo era plano para optimizar su capacidad de carga y en el Cantábrico era muy común verlo bajo pabellón flamenco, alemán, báltico o inglés. La nave hallada medía unos 30 metros de eslora y tenía capacidad para unos 400 toneles.
En 1587, seis décadas después de su hundimiento, el comerciante y empresario pesquero vasco Domingo de Campos intentó un primer rescate de la carga. Había descubierto el pecio porque las lanchas que faenaban junto a la costa perdían sus redes al quedar estas enganchadas en los elementos metálicos que transportaba la urca. El guetariano consiguió extraer, dejó escrito, “argollas de azófar [latón], un barril de alambre, cosas de mercería y alguna cantidad de planchas de cobre”.
En 1987, el yacimiento submarino fue redescubierto por los buceadores Iñaki Gutiérrez e Ignacio Etcheverry, según explican fuentes de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, promotora de los trabajos, dando así origen a una investigación que se ha alargado hasta la actualidad y que revela una triste historia. “Amberes (Bélgica) era en el siglo XVI el epicentro del comercio entre Europa y Oriente”, según detalla Ana María Benito, “principalmente de los productos que los portugueses intercambiaban con las casas bancarias y comerciales de Alemania”. En esta ciudad, se describe en el libro, los lusos establecieron la llamada Factoría de Flandes, que se mantuvo abierta entre 1498 y 1548. A ella llegaban materias primas de las zonas mineras y metalúrgicas centroeuropeas (plata, cobre, estaño, plomo y latón), así como productos manufacturados (armas ligeras y pesadas) de las familias Welser, Hoechstetter, Imhoff y Fugger, conocidos en España como Fúcares. Los mismos productos que transportaba la urca flamenca cuando se hundió.
El cargamento estaba compuesto, principalmente, de centenares de lingotes esféricos que llevaban grabada la marca de un tridente, el escudo de los banqueros Fugger, los principales proveedores de la corona portuguesa. Cada pieza pesaba entre 3,4 y 11,7 kilos. La nave también portaba otros lingotes más grandes (de hasta 12 kilogramos), pero estos con el sello de la familia Thurzo, propietaria de las minas en Eslovaquia. “Estas piezas fueron fabricadas en cobre (hasta un 99,38% de pureza) y plomo (menos del 1%). Los análisis químicos sitúan la extracción de estos materiales en Cracovia, Silesia, Hungría y Eslovaquia”, recuerda la autora de Iturritxiki (Pequeños manantiales, en castellano), libro titulado así en referencia a las numerosas fuentes naturales que conserva hoy en día la verde costa guetariana.
Pero, además, la nao transportaba productos manufacturados, entre ellos argollas de cobre, “el elemento más lucrativo del barco. Iban embaladas en pequeños barriles de madera, de unos 40 centímetros de diámetro. Están consideradas una “moneda primitiva para el pago, principalmente, de esclavos africanos”, según refleja la arqueóloga en su ensayo. “En el siglo XVI, la corona portuguesa tenía el monopolio de esta empresa, aunque genoveses y castellanos aparecen frecuentemente asociados a los lusitanos en este tráfico. Dado lo productivo que resultaba el valor de las manillas todo se mantenía en secreto”. En total, contando las extraídas en 1578, se han recuperado más de un millar de argollas o manillas, como se las denominaba en el comercio esclavista.
Los portugueses pronto descubrieron que los habitantes de la costa occidental africana no valoraban el oro y la plata, sino las cuentas de collar, las conchas de caurí (pequeñas caracolas) y las piezas de cobre, bronce y latón, siendo “las pulseras los objetos más demandados”, de tal manera que se convirtieron en moneda-objeto-mercancía, junto con las conchas de caurí, en el principal elemento del comercio africano”.
Las naves mercantes partían de los puertos flamencos hacia Lisboa ―un viaje de casi dos meses debido a la lentitud de las naos, que siempre navegaban en flotillas de cuatro o cinco barcos― y desde allí se dirigían a África, principalmente hacia la estación portuguesa de São Jorge da Mina (Ghana), “donde se producía el trueque con los indígenas a cambio de oro y esclavos”. En estas operaciones, las anillas multiplicaban por doce su valor. Costaban seis reis en Flandes y se vendían por 120 en Mina.
La compra de esclavos se llevaba a cabo en el cercano reino de Benín. De allí eran transportados a la estación de Mina para utilizarlos como porteadores del oro que se traía desde el interior del continente. El precio de los esclavos variaba dependiendo de su sexo, edad y complexión. Se guarda el registro que señala que en 1479, en Liberia, se cambió una esclava y a su hijo por una palangana de barbero y tres manillas de latón. Solo entre 1504 y 1507, la factoría de Mina importó 287.813 manillas. En el reinado de Manuel I (1469-1521), se calcula que llegaron de Flandes unas 1.250 toneladas de argollas ―el peso medio de estas rondaba los 300 gramos―, unas 130.000 al año. Con la decadencia del imperio portugués, holandeses e ingleses retomaron el negocio y abrieron fábricas de argollas en Bristol, Liverpool y Birmingham hasta bien entrado el siglo XIX.
Además de las anillas, los arqueólogos han recuperado calderos, jarras, 13 dedales, miles alfileres, un compás, sondas náuticas o escandallos, monedas de Manuel I de Portugal (ceitil) y de Alfonso V de Aragón, cañones y lombardas, bolaños de piedra, cañones de mano, abrecartas, ollas, hebillas de cinturón, armaduras, cuatro anclas... Todo lo necesario para la vida a bordo y la defensa del barco en caso de ataque, ya los piratas conocían a la perfección el valor de la carga.
El libro de Benito Domínguez transcribe unas palabras del cosmógrafo portugués Duarte Pacheco Pereira escritas en 1508: “Los nativos vienen de cien leguas o más arriba del río trayendo muchos esclavos, vacas y cabras. Todo esto lo venden por sal, y nuestros barcos compran estas cosas por pulseras cobre, que aquí son muy apreciadas, más que las de latón, por ocho o diez brazaletes puedes obtener un esclavo”. Como dijo el pasado febrero la autora en una conferencia en San Sebastián: “Hemos conseguido reflotar en el tiempo la nave de Iturritxiqui, la que nos habla de ese terrible mundo del esclavismo internacional”.
Babelia
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