Muere Pansequito, el cantaor que acariciaba los tercios
José Cortés Jiménez, referente y superviviente de toda una generación de flamencos, la del Lebrijano, Camarón o Rancapino, fallece en Sevilla tras una enfermedad diagnosticada hace solo unos meses
Una rápida y letal enfermedad se ha llevado la vida de José Cortés Jiménez, artista que se dio a conocer como Pansequito del Puerto y que, con los años, era conocido entre los aficionados sencillamente como Panseco, probablemente por la familiaridad que da tener a un clásico entre nuestros contemporáneos. Porque él se había convertido en eso, en una referencia y un superviviente de una generación que será siempre recordada: la de Juan Peña, el Lebrijano, Camarón, Rancapino y unos cuantos más que animaron los ambientes flamencos en tiempo de festivales de verano por la geografía andaluza.
Mediaban los años setenta del pasado siglo, cuando un aire de apertura hizo que el flamenco escalara en las listas de éxitos, como fue el caso de algunas de las bulerías de Pansequito, que se hicieron lo que hoy llamaríamos virales en las FM de entonces: “Ay, ándale y dile al maestro/ que te ha enseñao a querer…” o “Tápame, tápame, tápame/ tápame que tengo frío…”.
Su metal era ya entonces rajado y muy flamenco, como su dominio del tiempo y del compás. Venía de familia gitana y muy aficionada, que se esparció desde La Línea de la Concepción, donde nació en 1945, hasta la Bahía de Cádiz, en El Puerto de Santa María, que lo nombró Hijo Adoptivo en 2001 y que ha declarado luto oficial por su fallecimiento. En esa ciudad creció y de ella tomó su primer nombre artístico. En Chiclana de la Frontera tenía también parentela, y heredero de ella es el cantaor Antonio Reyes, seguidor de su estética lírica y pausada, o el mismo Rancapino Chico, que, sin parentesco, es continuador de una tradición muy hermanada con él, la de su coetáneo Alonso Núñez, Rancapino padre.
Con el tiempo, y tras la fogosidad de aquellas bulerías jóvenes, Pansequito destapó su faceta creativa: la del cantaor que es conocedor de la tradición, pero que deja en cada cante su huella personal e inconfundible. Textos propios, un aire clasicista y mucha inspiración para una especial forma de ofrecer los estilos, de la soleá a las alegrías, en la que acariciaba los tercios, dejando los versos en el aire, audibles y en bandeja para el pellizco. No en vano, el Concurso Nacional de Arte Flamenco de Córdoba le había otorgado en 1974 el Premio a la Creatividad, un galardón no previsto, instaurado ad hoc, y del que no se tiene noticias de que se haya vuelto a reeditar.
Su personal rajo, toda una garantía de flamencura, nunca dejó de acompañarlo. Asistir a un recital suyo ha sido para muchos aficionados, durante mucho tiempo, un ejercicio de culto, porque, si José se encontraba, era capaz de destilar dolor con unas gotas de dulzura en momentos irrepetibles. Sus actuaciones encontraron un complemento idóneo con la participación de su mujer, la cantaora Aurora Vargas. A ambos había decidido dedicarles su edición del presente año el histórico Potaje Gitano de Utrera, una dedicación que cobra un especial sentido tras su desaparición. También ambos se encontraban anunciados en una noche del ciclo Solera y Compás del Tío Pepe Festival de Jerez de la Frontera, ciudad en la que se le pudo escuchar, acompañado por Miguel Salado, en la edición del pasado año del Festival de Jerez.
Su discografía, aunque no abundante y sí algo dispersa, dejó, en tiempos algo más cercanos, una obra que resume parte de su legado: Un canto a la libertad (2009), en la que contó con las colaboraciones de Moraíto, Miguel Poveda y Raimundo Amador. Por esta obra, hecha espectáculo, obtuvo en 2010 el Giraldillo al Cante de la Bienal de Flamenco. Ese mismo año había recibido el XXIV galardón Compás del Cante.
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