El Reina Sofía se queda corto
Defensores y detractores de la gestión de Manuel Borja-Villel coinciden en una cosa: el orgullo nacional
En 1973 Antoni Tàpies publicó un artículo titulado Arte conceptual aquí en el que sostenía que sería “risible” imaginar que “con el conceptualismo” se destruirían “los tinglados de marchantes y museos” o que se obligaría “al replanteamiento de la mercantilización, con todas las consecuencias sociopolíticas” que ello arrastraría. Meses más tarde, el colectivo Grup de Treball le replicaba con un documento en el que criticaba la “necesidad” del pintor de “justificar su posición y actividad atacando una determinada práctica artística por el hecho de que evidencia las contradicciones del medio cultural en el que se desenvuelven (sin cuestionar las estructuras que los originan y sostienen)”. Medio siglo después, la historia del arte ha dado la razón a GdT sin quitársela a Tàpies: el arte conceptual es la tendencia hegemónica pero el tinglado de marchantes y museos sacraliza sus obras como si fueran pintura al óleo. Antes el fin del arte que el fin del capitalismo.
Manuel Borja-Villel ―director saliente del Reina Sofía― recogió esa polémica en el epílogo a su libro de conversaciones con Marcelo Expósito, publicado en 2015. Luego lo incluyó en su recopilación de “escritos de arte y política” Campos magnéticos. Muchos de esos textos se dedican a pensar rigurosamente el papel del “museo situado” (frente al “museo franquicia”), su relación con la memoria y la identidad y sus propios límites. Aunque Borja-Villel fue director de la Fundación Tàpies, su visión está más próxima a la de GdT. “No se trata”, escribe, “de normalizar la historia de un país, ni de mejorar el estatus de nuestros artistas en la gran historia universal y homogeneizadora que pretendemos escribir a partir de un discurso identitario”, sino de “repensar cuáles son estas estructuras narrativas y en qué instituciones se producen”.
Unos critican que su trabajo no haya servido para colocar a los artistas españoles en el tablero mundial. Los otros elogian el destacado lugar que, gracias a ese trabajo, el Reina ocupa en el mundo. ¿No es lo mismo?
Por eso sorprende la coincidencia entre sus defensores y sus detractores. Unos critican, entre otras cosas, que su trabajo no haya servido para colocar mejor a los artistas españoles en el tablero mundial. Los otros elogian el destacado lugar que, gracias a él, el Reina ocupa en el mundo. ¿No es lo mismo? ¿No es igual de normalizador, homogeneizador e identitario ―es decir, banalmente patriótico― lo uno y lo otro?
En otro momento del libro su autor recuerda la “amonestación” que, siendo director del MACBA, recibió de “uno de los responsables políticos del museo” cuando en 2001 arropó las “acciones” de Las Agencias contra el Banco Mundial o la política migratoria (los ecologistas no habían reparado aún en el potencial emancipatorio de un cuadro).
Acusado de podemita y alérgico a Antonio López, Miquel Barceló y Santiago Sierra, estos días se reprocha a Borja-Villel que haya ido demasiado lejos en el uso de aquello por lo que se le contrató: su criterio. El reproche sería más bien el contrario: se ha quedado corto. Pero los límites del museo no están en las paredes sino en una pared: la que recibe al visitante en el Edificio Nouvel con los logos de los patronos. Hans Haacke pasó de largo. A veces la escultura que mejor resume la dialéctica entre libertad y seguridad es un arco detector de metales. No solo en los aeropuertos.
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