Los riquísimos

La decimotercera entrega de ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, trata de la aparición de un ínfimo grupo de multi multi millonarios que, de distintas formas, dominaban la economía mundial, y fogoneaban un crecimiento constante que el planeta no soportaría

Dólares apilados en montones.
Dólares apilados en montones.Lauren Nicole (Getty Images)
Martín Caparrós

Tras unas décadas de discreción, de cierto ocultamiento, en esos años reaparecieron los riquísimos. Con la bajada brusca de los impuestos a las grandes fortunas y la desregulación de las actividades económicas globales —incluida la circulación de capitales—, el dinero se fue concentrando y el nuevo modelo económico produjo unos niveles de desigualdad que no se habían visto en siglos. En un mundo donde todos los líderes, todos los intelectuales, todos los lugares comunes abogaban por la igualdad —la igualdad entre razas, la igualdad entre géneros, la igualdad ante la ley y varias otras igualdades— muy pocos reclamaban la igualdad ante el dinero. O, mejor: estaba aceptado que la economía debía ser el espacio de la desigualdad.

Circulaban entonces en el mundo cifras muy impresionantes que no impresionaban a nadie: en 2020, por ejemplo, había 26 personas que poseían tanto como las 3.950.000.000 que integraban la mitad más pobre de la humanidad. Más en general, el 10 por ciento de las personas concentraba el 76 por ciento de la riqueza global mientras que ese 50 por ciento más pobre solo poseía el 2 por ciento. Pero estos promedios eran —como todos— falsos: dentro del 10 por ciento más rico había algunos que tenían muchísimo más que otros, y entre la mitad más pobre había muchos cientos de millones que no tenían nada.

A menudo esa evidencia solo producía el hastío de la repetición. Buena parte del mundo parecía resignada a que así era y así sería. Y seguía, mientras tanto, adorando a sus ricos. El sistema de ídolos individuales que funcionaba en el deporte, el espectáculo y otros espacios similares se había extendido al mundo económico, con sus competencias y sus campeones y sus perdedores —todo, por supuesto, medido en miles de millones.

Se había formado una categoría nueva: los “billonarios” eran las personas que tenían más de mil millones de dólares, una suma que unas décadas antes era casi impensable. Esos súper ricos eran, entonces, un espectáculo global, un publirreportaje permanente: una forma de mostrar que el sistema funcionaba —cuando podría haberse leído como exactamente lo contrario. En cualquier caso, en esos días, millones seguían sus andanzas, sus aventuras, sus amores y desamores, el vaivén de sus fortunas. Una revista norteamericana llamada Forbes ofrecía un ranking “en tiempo real” de los más ricos de todos. La lista no incluía a los profesionales de oficios tan rentables como la venta de armas y drogas prohibidas o el gobierno de países —porque esa gente no solía declarar sus ingresos— pero sí a todos los demás. Y su conjetura sobre los millones de cada cual era seguido como un Campeonato Mundial del Capital. Los países menos habituados se enorgullecían, incluso, cuando tenían algún representante entre los primeros de la lista: era un éxito patrio. Que no estaba, por supuesto, a la altura de ganar una copa global de balompié pero era, aún así, muy celebrado.

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La lista de Forbes había aparecido por primera vez en 1987: entonces la encabezó un japonés llamado Yoshiaki Tsutsumi que, a sus 53 años, había armado una corporación hecha de grandes tiendas y edificios cotizada en 20.000 millones de dólares. Treinta y cinco años después, en 2022, su sucesor lejano a la cabeza de la lista juntaba, según esa revista, 205.000 millones: diez veces más. Era un francés, Bernard Arnaut, fabricante de productos de cotillón lujoso: perfumes, joyas, carteras, champañas, ropa de colección. Había conseguido cerrar el círculo: el hombre más rico del mundo lo era por producir mercadería que solo consumían los más ricos. Parecía que pronto iban a descubrir que ya no necesitaban a los pobres —y sobraban los indicios de no sabían qué hacer con ellos.

El francés, un señor de 73 años, había superado en esos meses a un inversor/inventor llamado Elon Musk, 51, estadounidense nacido en Sudáfrica, que se había forrado con una aplicación para transferir dinero en la inter-net y después se dedicó a la producción de autos eléctricos lujosos y pequeños engendros espaciales pero consiguió perder, ese año, más de 100.000 millones de dólares —el PIB de, digamos, Ecuador o Eslovaquia— en pésimos negocios que incluyeron la compra de una red social muy conocida (ver cap.18).

Y en el tercer lugar seguía resistiendo el comerciante Jeffrey Preston Jorgensen, alias Jeff Bezos, 59, estadounidense, dueño de una empresa global que se dedicaba a vender a través de las redes todo lo vendible y solía ser muy denunciada por la forma en que trataba a sus trabajadores.

Los diez lugares top se completaban con otros seis norteamericanos y un solo “extranjero”: un mexicano. Entre ellos había un señor que había montado una gran empresa de ordenadores que manejaban grandes ordenadores, un señor mayor que había especulado con mucha precisión o suerte, un señor que había sabido simplificar e imponer las interfases digitales que otros habían inventado, un señor que había puesto en marcha el “buscador” que todos usaban para orientarse en esa selva desordenada que era entonces “la red”, un señor que había aprovechado las privatizaciones de un país corrompible para montar una gran empresa de comunicaciones.

En síntesis: entre los diez, solo dos producían objetos palpables: el francés, el automotor americano. Los demás se habían enriquecido con servicios digitales y, el más anciano, financieros. El francés venía de una familia rica; los norteamericanos no.

De izquierda a derecha: los millonarios Bernard Arnaut, Elon Musk y Gautam Adani.
De izquierda a derecha: los millonarios Bernard Arnaut, Elon Musk y Gautam Adani.Equipo de diseño EL PAÍS


Los triunfadores del año eran una muestra de la nueva legitimidad de la riqueza: durante siglos, en el Occidente rico, el “dinero nuevo” fue desdeñado por los que lo tenían viejo. Los poderosos eran los dueños de la tierra: los que tenían realmente mucha se llamaban duques o marqueses y uno de ellos se llamaba rey. Los “burgueses” enriquecidos con sus comercios o fabricaciones eran llamados “nuevos ricos” y los viejos los despreciaban sin tapujos: existía la idea de que la riqueza “legítima” era la que alguien había recibido de su padre y su abuelo, la que estaba asentada en siglos de expolio. Por eso, también, los nuevos ricos por excelencia, los “barones ladrones” americanos de principios del siglo XX, casaban a sus hijos e hijas con nobles ingleses —del sexo opuesto— que les daban solera. Pero en la época que nos ocupa la tendencia se había invertido: la riqueza se legitimaba por su novedad. Los ricos respetados eran los self-made-men que habían tenido una idea y la astucia y la suerte de convertirla en miles de millones. La extrema riqueza podía justificarse, entonces, como una recompensa al esfuerzo individual.  Tanto así que una corriente crítica de cierta relevancia basaba su denuncia en el hecho —reprochable para los valores de la época— de que la forma más fácil de ser rico era tener padres que lo hubieran sido.

Los diez hombres más ricos del mundo eran hombres: no había entonces —ni en los años anteriores— mujeres entre los ganadores. La mujer más rica aparecía en el número 11 —una francesa que había heredado fábricas de cosméticos— y la seguía un señor indio que había sido, durante buena parte de ese año, el tercero más rico del mundo pero que había perdido la mitad de su fortuna —más de 60.000 millones— en una semana, acusado de fraudes y manipulaciones. Después aparecían otros siete hombres: el hermano del indio, un español textil, el único chino de la lista —un emprendedor que empezó vendiendo agua embotellada— y cuatro norteamericanos: dos dueños de un gran supermercado, un tecnólogo, un financista. Muchos otros documentos de época proclaman un avance importante en la igualdad entre hombres y mujeres; este lo desmiente.

También desentona el lugar de China, que parecía extrañamente sub-representada. Era, se diría, un efecto de la dispersión y cantidad de sus fortunas: había muchas, ninguna tan concentrada como las norteamericanas. Estados Unidos seguía siendo el país con más billonarios, con 724 —que tenían más dinero que sus 200 millones de compatriotas más pobres—, pero China ya había llegado a 607. El tercero en la lista era la India —que solo tenía, entonces, 166 billonarios. En total, eran unos 2.700 en todo el mundo.

Vista aérea de los edificios frente al mar de la costa de Miami (Florida).
Vista aérea de los edificios frente al mar de la costa de Miami (Florida).Jeff Greenberg (Jeffrey Greenberg/Universal Imag)


Esos riquísimos hacían un espectáculo de sí mismos. Un espectáculo velado: parte de su show consistía en no mostrarse mucho, apenas lo suficiente como para que se supiera que ocultaban una vida espléndida. El lujo extremo, en esos años, consistía en correrse del espacio público: vivir en cotos cerrados custodiados, transportarse en sus propias aeronaves, vacacionar en barcos e islas propias; ese mundo donde las personas —incluidas las bastante ricas— se mezclaban era, si acaso, una vulgaridad que dejaban a los que no tenían más remedio. Como decía con sorna uno de ellos: “El otro día comí con un hombre que no tenía avión: un verdadero excéntrico”.

Los riquísimos parecían fuera de cualquier control. Un puntal del establishment norteamericano muy celebrado en esos días, Paul Krugman, publicó en un diario del establishment norteamericano muy celebrado en esos días un artículo titulado “Cuidado, un grupo de oligarcas caprichosos se ha adueñado de nuestro mundo”, que describía unas “sociedades dominadas por plutócratas ególatras de piel fina que exhiben sus inseguridades en la plaza pública” y postulaba que “la pregunta más interesante es por qué ahora estamos gobernados por esta clase de personas. Claramente, estamos viviendo la era del oligarca quisquilloso”.

Dueños de fortunas mucho mayores que las que muchas generaciones de herederos podrían gastar, una de sus tareas más arduas era encontrar formas de hacerlo. “Al fin y al cabo —decía otro— la cantidad de mansiones y helicópteros y chefs que uno quiere tener es limitada”. Aún así, hacían todo lo posible y más por no pagar impuestos. En un informe muy completo, un medio de investigación norteamericano mostraba cómo, entre 2014 y 2018, esos riquísimos habían tributado entre el 1 y el 3 por ciento de impuestos sobre sus ganancias. El campeón era el banquero Buffet: había conseguido pagar 0,1 por ciento; el tendero Bezos lo envidiaba: había pagado el 0,98; y el vocinglero Musk debía celarlos con encono: pagó el 3,27. Hay que recordar que en esos días y en esos países una familia de clase media solía pagar entre un 20 y un 40 por ciento de impuestos por ganancias millones de veces menores. Aunque había signos que podían sugerir el cambio de dirección: en el Reino Unido, por ejemplo, una primera ministra anunció que eliminaría ciertos impuestos para los más ricos y, ante la presión de muchos sectores, debió retroceder —y renunciar tras 45 días en su cargo.

Pero en esos días los riquísimos seguían pagando tanto menos que cualquier ciudadano. Lo conseguían, por supuesto, con ejércitos de contadores y abogados dedicados a buscar todos los agujeros —más o menos— legales y lobistas dedicados a influir sobre los legisladores cuando alguna ley no tenía agujeros suficientes. Algunos intentaban, pese a todo, legitimarse a través de la beneficencia y dedicar parte importante de sus fortunas al “bien común”. Lo cual completaba hasta la caricatura la autarquía de los riquísimos y les permitía sustituir, también en eso, a los estados. En lugar de pagar sus impuestos para que esos estados invirtieran en lo que —supuestamente sus ciudadanos— decidieran, ellos mismos podían decidir en qué gastarían una parte de lo que consiguieran sustraerles. Así ellos, no los estados, definían las vías y prioridades del asistencialismo global. Ellos, no los organismos internacionales, definían qué problemas debían ser encarados con más medios, con mayor premura: si lo importante era combatir el sida o la malaria o la tartamudez de las orugas aporísticas.



(Lo cual no significaba que el gasto de los estados ricos en su contribución al “bien común” —la ayuda internacional, las limosnas a los países más pobres— fuera mucho más justo. Esas ayudas, que algunos países y los grandes organismos internacionales proclamaban tanto, no llegaban al 0,2 por ciento del PIB mundial. Y era notorio que, en general, lo que estos países aportaban a los más pobres era mucho menos que lo que sus empresas se llevaban de ellos bajo forma de materiales y capitales: el caso de Níger era un buen ejemplo. Níger era, entonces, uno de los países más pobres del mundo. Los organismos internacionales hablaban de su “pobreza estructural” para decir que no tenía solución. Y se podía creerlo: era un país agrícola de tierras tan áridas, avaras. Solo que era, también, entonces, el segundo productor mundial de un mineral muy cotizado, el uranio, necesario para alimentar los reactores nucleares. El uranio se vendía muy caro, pero en Níger lo explotaban dos corporaciones: una china y una francesa, por lo cual el país casi no recibía sus beneficios. Con ellos, podría haber mejorado sus infraestructuras —caminos, riegos, depósitos, casas, escuelas, hospitales— para salir de la miseria, pero no los tenía. En cambio, los países cuyas empresas se los llevaban lo “ayudaban”: le entregaban alguna limosna bajo forma de “cooperación” mientras se quedaban con la renta del uranio. Era un caso entre cientos.)

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Inmediatamente por debajo de los riquísimos aparecía otro sector de clase: los ricos muy visibles porque habían logrado su riqueza en alguna actividad pública, deportes, actuación, canciones. Estos sí se mostraban, salían en las revistas y en las redes, se exhibían. Así cumplían su función de modelo a imitar, una supuesta prueba de que cualquiera podía dejar atrás su clase y sus limitaciones. Auque sus fortunas eran, comparadas con las otras, minúsculas. El practicante más famoso del deporte más famoso de esos tiempos, el fútbol humano (ver cap.20), un hispano-argentino llamado Lionel Messi, pudo juntar en su mejor momento una gran fortuna de 500 millones de euros: no era siquiera billonario.

El futbolista Lionel Messi con su Audi durante la presentación de la marca donde entregó a los jugadores del FC Barcelona algunos de sus coches en noviembre de 2017 en Barcelona.
El futbolista Lionel Messi con su Audi durante la presentación de la marca donde entregó a los jugadores del FC Barcelona algunos de sus coches en noviembre de 2017 en Barcelona.Alex Caparros (Getty Images For AUDI)

La lista de los riquísimos era una indicación; la de las empresas más poderosas del mundo ofrecía otra, que la complementaba. Si se las medía simplemente por el valor de mercado de sus acciones, la lista era casi homogénea: cuatro compañías tecnológicas —vendedoras de aparatos o servicios en la red— estadounidenses y una petrolera saudí la encabezaban. Y la seguían otras cinco también USA: una financiera, dos tecnológicas y dos de servicios y materiales sanitarios.

Pero no es fácil medir el poder de una compañía: una de esas escuelas de negocios que abundaban en la época, tan útiles para aprender trucos comerciales y conocer a la gente apropiada, intentó computarlo y armar un ranking de las más potentes. Para eso usó una serie de parámetros: su capital, sus ingresos, sus beneficios, su valor de mercado, su número de empleados. Pero también su influencia política y su reputación entre el público, el “valor de la marca”, los países donde funcionaba. Allí la potencia oriental se hacía evidente: de las diez primeras, cinco eran chinas —incluyendo la primera, la segunda y la cuarta, tres grandes bancos con reservas extraordinarias. Las otras se repartían entre tres norteamericanas —un banco, un fabricante de ordenadores, un supermercadista—, una japonesa —fabricante de coches— y una coreana —fabricante de electrónica variada. La lista permitía apreciar el cambio geográfico y el cambio económico: no había, entre esas empresas top, ninguna europea y ninguna extractiva. Había que ir a las diez siguientes para encontrarlas entre las primeras petroleras —que, veinte años antes, encabezaban las listas—: una americana, una rusa, una holandesa y una británica.



Los ricos eran el tótem de esos tiempos y eran un bloque más o menos homogéneo: eran pocos, producían y consumían los mismos servicios y productos. Los pobres, en cambio, eran demasiados y, por lo tanto, tan diversos. La mitad de la población del mundo, decíamos, poseía el 2 por ciento de sus riquezas: ese gran batallón de miserables incluía desocupados en las favelas de Rio de Janeiro o de Jakarta, campesinos desahuciados en México o la India, familias sin tierras en las regiones más áridas de Sudán o las más húmedas de Bangladesh, y tantos otros. Queda dicho: junto a esos 2.700 billonarios, casi mil millones de personas no comían suficiente cada día (ver cap.8) —y eso definía, mejor que casi nada, a ese sistema que todavía llamaban “capitalismo global”.

Porque la característica definitoria de aquel capitalismo era, decían, su “globalización”: el hecho de que todo viniera de todos lados y llegara a —casi— todos lados, que —casi— todos los procesos estuvieran ligados, que ya —casi— no quedara lugar en el mundo que tuviera un funcionamiento autónomo. La globalización, decían historiadores de esos días, había empezado con la llegada de los españoles a América en el siglo XV, pero nunca había sido tan completa: la circulación económica incluía, con funciones muy distintas, a —casi— todas las personas.

Para involucrar —con sus enormes diferencias— a 8.000 millones de individuos en esa enorme máquina era necesario, por un lado, producir cantidades extraordinarias de bienes necesarios —comida, ropa, casas, caminos, energía— para que todas esas personas sobrevivieran y cantidades aún más extraordinarias de bienes innecesarios que mantuvieran la maquinaria en marcha: que usaran el trabajo de millones, que les procuraran los ingresos precisos para consumir algo, que les hicieran querer consumir.

Una fábrica textil a las afueras de Dhaka (Bangladesh) en 2015 donde trabajan unos seis mil empleados.
Una fábrica textil a las afueras de Dhaka (Bangladesh) en 2015 donde trabajan unos seis mil empleados.Frédéric Soltan (Corbis via Getty Images)

Lo necesario —lo indispensable— era un porcentaje cada vez menor de lo que el trabajo producía y el dinero consumía. Más aún: el grado de éxito de una sociedad se podía medir por la proporción de mercaderías innecesarias que absorbía. Cuanta más plata gastaba en lo que no necesitaba —cuanta menos en comida, salud, ropa, vivienda—, significaba que mejor le había ido a ese grupo, ese sector, ese país: quería decir que era más rico.

La riqueza, en esos días, se definía por la abundancia de lo inútil.

* * *

Para eso, la clave parecía ser “el crecimiento”. La economía capitalista se apoyaba en esa variante: necesitaba crecer sin parar. El capitalismo global, decían, era como un avión: si no avanzaba a toda pastilla se caía.

Se suponía que el crecimiento de la economía de un país —”el crecimiento de un país”— conseguía que sus ciudadanos vivieran mejor. No siempre era cierto, porque ese crecimiento solía beneficiar a unos pocos mucho más que al resto y podía, en cambio, perjudicar a muchos. Un país donde se descubriera, por ejemplo, un nuevo filón de mineral y una empresa privada lo extrajera, “crecería” en su PIB, pero su espacio se contaminaría y muchos de sus habitantes deberían abandonar sus lugares habituales y no recibirían demasiado beneficio de esa nueva fuente: a lo sumo, la posibilidad de trabajar muy duro por salarios escasos. Se podría argumentar que había beneficios indirectos: que esa empresa privada pagaría impuestos al estado local que beneficiarían a todos sus ciudadanos; ya hemos visto (ver cap.12) que a menudo no.

También había situaciones, por supuesto, en que ese crecimiento contribuía a la mejora general, pero la creencia indiscriminada en sus bondades era una religión de época, más allá de los resultados concretos en cada caso. Si la productividad —la capacidad de un sistema para producir mercaderías— seguía creciendo porque las máquinas eran cada vez mejores, había que producir más mercaderías para rentabilizar esas máquinas. Si la distribución —la capacidad de un sistema para trasladar mercaderías a sus puntos de venta— seguía creciendo porque las redes eran cada vez mejores, había que trasladar más mercaderías para rentabilizar esas redes. Si la demanda —la cantidad de ventas posibles— seguía creciendo porque la publicidad llegaba a todas partes y había más personas que querían y podían consumir esos productos, había que vender más para rentabilizar esa demanda. Era una lógica ciega: si se podía ganar más, había que ganar más, porque para eso se hacía todo. El dogma estaba claro: cada empresa “debía” a sus dueños y/o accionistas el compromiso de ganar lo más posible; para eso existía. Eso era el crecimiento: expandir constantemente la economía para que sus beneficiarios ganaran más y más, sin preocuparse por los efectos de mediano plazo que podría tener. Así funcionaba la sociedad de los riquísimos.

Por eso el mayor temor de aquellos políticos y empresarios eran los ciclos de “recesión” —cuando el crecimiento era nulo o negativo— y tomaban todo tipo de medidas para combatirlos. Los empresarios sabían que ganarían mucho menos; los políticos, que sus votantes, convencidos de que consumir era la prueba de su bienestar, no les perdonarían tener que aminorar sus compras —o, en sociedades más pobres, no alcanzar lo necesario para subsistir.



Había críticos, ya entonces, que decían que aquella sociedad desaparecería por tratar de crecer más allá de sus posibilidades, de sus límites. Había incluso intelectuales —europeos, sobre todo— que insistían en las virtudes del “decrecimiento”, la tentativa de vivir con muchas menos cosas, con mucho menos gasto, con mucho menos despilfarro de los recursos naturales y humanos. Pero sus voces casi no se oían. La religión del crecimiento tenía pocos ateos todavía y seguía su marcha a todo trapo. Ya sabemos, claro, lo que sucedió.

Próxima entrega: 14. Hacer dinero

Hacer dinero era la meta; los medios eran tan variados. Desde la agricultura hasta el turismo, la extracción de petróleo hasta la fabricación de microchips, la medicina y el transporte y el deporte, todo tenía ese objetivo.

El mundo entonces

Una historia del presente

MARTÍN CAPARRÓS

El mundo Caparrós

Babelia

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