Capitalismos, todavía
La duodécima entrega de ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, trata del sistema económico único que dominaba el mundo. Gracias a él, los bancos, los especuladores financieros, los evasores fiscales se hacían más y más ricos
Aquella fue una época económica. Hubo tiempos en que las sociedades fueron regidas por un orden político: un rey, un emperador, un presidente y su partido eran su eje y su foco de poder, a veces absoluto. Hubo tiempos en que fueron regidas por sus creencias religiosas: un gran sacerdote, un papa, un imam tenían la posibilidad de decidir cómo vivían sus paisanos en todos los aspectos, desde la comida al sexo pasando por el ritmo de sus actividades, los criterios morales, la forma del tiempo. Pero en aquellos días parecía claro que el principio rector era la economía: todas las sociedades —salvo excepciones muy menores— practicaban la misma forma de intercambio económico y se organizaban a su alrededor. El mundo de 2022 vivía inmerso en un esquema económico llamado “capitalismo”.
El capitalismo era un sistema basado en una serie de premisas:
♦ La propiedad privada era el principio rector absoluto. Cuando alguien adquiría o poseía algo —una banana, una fábrica, una estatuilla, un avión, una camisa—, le pertenecía. Dos siglos después de promulgada se mantenía vigente la regla del Código Civil de Napoleón, 1804: “La propiedad es el derecho de gozar y disponer absolutamente de las cosas, siempre que no se las use de un modo prohibido por las leyes o los reglamentos”;
♦ La propiedad se transmitía de padres y madres a hijos e hijas y descendientes varios en un proceso llamado “herencia”, por el cual se suponía que el linaje era la forma natural de transferencia de los bienes acumulados. En sociedades donde la mayor parte de los nacimientos todavía sucedían en familias tradicionales de padre y madre, la herencia seguía siendo una forma decisiva de adquisición de fortuna;
♦ El uso de la propiedad podía tener dos fines principales: el consumo o el lucro. El consumo era el momento para-capitalista del capitalismo —un individuo usando una mercancía sin buscar una ganancia directa—, indispensable para el funcionamiento del sistema. El lucro se obtenía usando una mercancía para producir algo o vender algún servicio y se medía en esa unidad básica de entonces, el dinero;
♦ El dinero, la unidad de medida universal del valor, era emitido y garantizado todavía —en su gran mayoría— por los estados nacionales, que lo usaban como el sustento principal de su poder;
♦ La propiedad privada de los medios de producción era la base para que cada propietario “ganara dinero” con ellos y acumulara más. En ese uso el poder del o los propietarios era absoluto: napoleónicamente, podían hacer lo que quisieran mientras no quebraran una ley. Para hacerlo, a menudo necesitaban utilizar personas que les vendieran su fuerza de trabajo y cumplieran sus órdenes: “empleados”;
♦ Cada persona teóricamente tenía la propiedad privada de su fuerza de trabajo —la mercancía intrínseca de cada quien— y era libre de venderla según “las leyes del mercado”. La teoría solía chocar con las circunstancias y necesidades reales de cada individuo;
♦ Las leyes del mercado —o de “la oferta y la demanda”— eran centrales en la definición de los precios de cualquier mercancía, incluida la fuerza de trabajo. Así, si había mucha oferta de cualquiera de ellas, sus precios bajaban. Aunque también intervenían en esos precios diversos factores externos, que la teoría no solía aceptar;
♦ También se consideraban de propiedad privada inventos y descubrimientos: más allá del uso o la necesidad que pudieran tener para el conjunto, su inventor o descubridor los poseía y decidía cómo lucrar con ellos;
♦ El éxito de estas operaciones de producción y venta definía las vidas de las personas: determinaba cómo vivían, qué podían hacer y qué no, de qué privilegios gozaban o privaciones sufrían y, en la mayoría de los casos, cómo se sentían: qué lectura hacían de sus propias vidas.
El dinero tenía, entre tantas, una utilidad fundamental: ganarlo justificaba una vida, le daba sentido.
* * *
El capitalismo era, por supuesto, mucho más que un sistema económico: era el formato con que esas personas hacían todo lo que hacían. La enorme mayoría lo ejercía a cada momento: si no estaba vendiendo su fuerza de trabajo para conseguir dinero estaba comprando con ese dinero los objetos o servicios que necesitaba o no necesitaba o, si acaso, consumiendo esos objetos o servicios que había pagado con él. En síntesis, muy pocas actividades de las personas en esos días salían de la órbita del esquema económico en que vivían, pero eso no suponía que consiguieran entenderlo —o, incluso, que se lo propusieran.
Hubo momentos en la historia en que la mayoría de las personas tenía la sensación de comprender —o al menos abarcar— su funcionamiento económico. Un campesino español del siglo XIX, todavía, sabía que debía producir tanto trigo y tanta fruta y los frutos del huerto y las olivas para aceite y atender a sus veinte gallinas y seis cerdos y dos burros para poder comer durante el año, vender los sobrantes en el mercado para comprar si acaso sal, algo de vino, una herramienta nueva y alguna prenda de vestir muy cada tanto, y pagar los diezmos o cualquier forma de impuesto o renta que su rey y sus señores y su iglesia le cobraran. La economía mundo podía ser complicada pero, para él, todo era simple y limitado, y creía entenderlo. En cambio, ya en pleno siglo XXI, el funcionamiento económico de todos estaba hecho de tantas aristas, tantas intervenciones, tantos datos que nadie —o casi nadie— lo entendía. Todo dependía de un conjunto cada vez más confuso, más entreverado, de millones de causas y efectos, de maniobras que convergían en cada objeto, en cada movimiento. Y nadie, ni siquiera los más marginales, le escapaba.
Esa complejidad contribuía a uno de los grandes activos de aquel sistema: que parecía ineludible, la forma natural del mundo. Muy pocos, entonces, cuestionaban esa forma básica. El acuerdo era tan homógeneo que no había siquiera partidos o sectores políticos que propusieran otros modos: a lo sumo discutían las maneras de manejarlo para que fuera más “justo” o más “productivo”, que privilegiara una mínima distribución de la riqueza o su creación sin más preocupaciones. El acuerdo era tan sólido, incuestionado, que un escritor de esos días llegó a pensar que era “más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.
(Le contestaron con cierta lógica que, a lo largo de la historia, todos los sistemas socioeconómicos se habían terminado y dado paso a otros, y que no había ninguna razón para que este rompiera la regla.)
El capitalismo se concretaba y centraba en las empresas, y una empresa era la estructura capitalista por excelencia: una organización libre libremente dedicada a conseguir más dinero para sus dueños a través de su actividad —cualquiera fuese—, sus mejoras técnicas y tácticas, su habilidad para hacer y vender y administrar. En nombre de la democracia y la libertad de mercado, las empresas eran organizaciones perfectamente autoritarias, con propietarios y directores que ponían en marcha las estructuras necesarias para ejercer su poder sin cortapisas: para que se hiciera en ellas lo que ellos decidían. Para eso eran sus “dueños”.
El capitalismo era un sistema profundamente monetarizado: donde todo estaba definido por la circulación de dinero. Para los habitantes del mundo en esos días, la producción y venta de mercancías por dinero era su ecosistema “natural”. El dinero estaba en todas partes: era la forma más inmediata, más constante de relación de las personas con la economía —donde se habían hecho rarísimas las demás formas de circulación de bienes: trueques, intercambios, colaboraciones. Aunque es cierto que, ya entonces, ese dinero había avanzado mucho en su camino a la abstracción.
El dinero siempre fue una tentativa de abstracción: las primeras “monedas” —unos trozos de metal con un sello estatal que garantizaba su calidad y cantidad— servían para abstraer el valor de una vaca o un tejido o un día de trabajo y volverlo intercambiable y transportable. Miles de años después, el peso de esas monedas se abstrajo a su vez y se representó en unos papeles respaldados por un banco o un estado que llamaron “billetes”. Cientos de años después, en la segunda mitad del siglo XX, esos billetes se fueron reemplazando con unas tarjetas de plástico que aseguraban que el portador tenía “dinero” en su cuenta bancaria o suficiente crédito. Ya llegando al 2020, incluso esas tarjetas de plástico fueron reemplazadas, en muchos casos, por operaciones virtuales de esos ordenadores portátiles que llamaban “teléfonos móviles inteligentes” (ver cap.17). La tendencia aumentó con lapandemia (ver cap.7) de 2020: entonces, el miedo de contagiarse con materiales toqueteados hizo que muchos se decidieran a dejar de usar los clásicos billetes.
(En esos días se calculaba que la moneda emitida por algún estado era una vigésima parte del “dinero” circulante: el resto eran números en máquinas, abstracciones todavía mayores.)
Pero cada país tenía, entonces, su propia “divisa”, uno de los tres o cuatro símbolos y elementos centrales de su autonomía nacional. Aunque algunos, entonces, intentaban formas de integración consistentes en compartir una moneda común: la Unión Europea con su euro, la Comunidad Financiera Africana con su franco. Había, también, países que, creyéndose incapaces de manejar una moneda propia, se “dolarizaban”: adoptaban el dinero norteamericano. El Salvador, Panamá, Ecuador, Micronesia, Timor estaban entonces entre ellos. Más allá de esos ejemplos aislados, la moneda era el gran instrumento de cada estado, su forma de manejar la economía de sus países. No siempre funcionaba.
* * *
Los bancos, entonces, eran omnipresentes, poderosos. En un año cualquiera los mil bancos mayores ganaban más de un millón de millones de euros, más o menos la recaudación fiscal total de Francia, el sexto país más rico del mundo, o la suma de las recaudaciones de España, Polonia, Noruega, Suecia y Dinamarca, por ejemplo.
Su negocio tradicional era la “atención al público”. Eran sociedades que, siglos antes, habían empezado por recibir dinero de empresas y particulares y prestarlo a interés a quienes pudieran pagarlo, pero ya entonces se habían inmiscuido en todos los aspectos de las vidas: gracias a eso manejaban una gran parte del dinero circulante. En esos días se completaba, en los países ricos, el proceso de “bancarización” de la población: prácticamente nadie podía vivir sin una cuenta bancaria. En los demás países estaban bancarizadas las personas más ricas: otra diferencia significativa entre clases era que los más pobres seguían usando su —escaso— efectivo, y los ricos pagaban con aquellas “tarjetas” que los definían e identificaban. No tener una cuenta bancaria se volvió otro elemento de marginación, que impedía muchas operaciones. El 76 por ciento de los 5.500 millones de personas mayores de 18 años que había entonces en el mundo —casi 4.200 millones— tenía una cuenta, y muchos tenían más de una. En el MundoRico quedaban muy pocas personas que no manejaran su economía a través de esas empresas poderosas.
Que seguían prosperando: no solo obtenían beneficios siempre crecientes; además, alrededor de cien millones de individuos entraban en el sistema cada año. El flujo era particularmente fuerte en los países más pobres, donde todavía quedaba espacio para que los bancos continuaran su avance: la mitad de los “no bancarizados” del planeta vivía en solo siete países, Bangladesh, China, India, Indonesia, México, Nigeria y Pakistán.
Así, en cada vez más lugares, la enorme mayoría de las transacciones monetarias pasaba por la intermediación de los bancos: casi todos los sueldos o los intercambios comerciales, por supuesto, pero también las operaciones más cotidianas. El “servicio”, por supuesto, no era gratis: cada vez que una persona compraba un kilo de manzanas o tomaba un café o pagaba un transporte con una tarjeta le entregaba una ínfima fracción de dinero al banco que la había emitido; la infimidad multiplicada por millones constituía un negocio extraordinario —y la mayoría de los usuarios ni siquiera lo pensaba.
(Y estaban las transferencias entre bancos —que, en esos días, eran otro de los innumerables campos en que se libraba, silenciosa, la pelea por la hegemonía entre Estados Unidos y China. Durante décadas el SWIFT —Society for Worldwide Interbank Financial Telecommunication—, un consorcio basado en Bélgica y formado por cientos de empresas financieras occidentales, había sido el sistema a través del cual los bancos del mundo hacían sus transacciones. En 2022 el sistema SWIFT todavía movía unos cinco millones de millones —cinco billones en castellano— de euros por día, en unos doce millones de operaciones diarias. Esas operaciones solían dejarle a cada banco involucrado un pequeño porcentaje —que se hacía enorme en esos volúmenes. Pero en 2015 le había aparecido un contrincante: el estado chino había lanzado su “Cross-Border Interbank Payment System” —CIPS— para competir con el SWIFT. Y así en cada campo del enfrentamiento: monopolios que iban cayendo uno tras otro.)
El otro gran negocio de los bancos y entidades semejantes era la especulación: el juego de las bolsas. En su origen, se suponía que las “bolsas de valores” eran ámbitos donde quienes querían emprender o ampliar un negocio pedían capital para hacerlo: los “inversores” les entregaban ese dinero y, a cambio, recibían acciones —partes— del emprendimiento, que los volvían propietarios con derecho a repartirse sus ganancias. Pero esa teoría de base había quedado muy por detrás de una práctica cada vez más compleja de especulación con esas acciones: había, en esos días, máquinas sofisticadas que operaban sobre los valores futuros y pasados y probables y posibles de empresas y materias primas, realizando millones de operaciones por segundo para medrar con compras y ventas y subas y bajas y expectativas y decepciones. En esos días, esas máquinas —esa forma artificial de la pequeña inteligencia— ya tomaban tres cuartos de las decisiones en las bolsas del mundo.
Lo cual mostraba un rasgo de esos tiempos: las inversiones —como tantas otras cosas— no permanecían sino que se movían sin parar, como correspondía a aquello que algún teórico había llamado “una sociedad líquida”, donde casi todo podía cambiar continuamente para que nada cambiara. Y definía otra marca de época: en esos días nadie ganaba más que los que traficaban con dinero —nada sobre nada.
Ese dinero era —una vez más— una ficción o, por lo menos, una convención. Aunque se suponía que representaba realidades, no era sino un aluvión de números en máquinas, resultado de la habilidad especulativa mucho más que de lo que sucedía en el mundo material. El dinero había sido inventado —y utilizado— como un equivalente mensurable de valores reales. Esa condición se había perdido —y esa pérdida tendría las consecuencias que sabemos. En esos días la riqueza se medía según la “valoración bursátil” de las empresas, o sea: lo que miles de personas pagaban por sus acciones para tener la ilusión de que iban a ganar dinero. Y todos se creyeron que podían inventar dinero por pases de magia, trucos contables y astucias diseñadas para trampear el sistema que ellos mismos representaban y aprovechaban mejor que nadie —y que terminaba por volvérseles en contra.
Innumerables ejemplos lo mostraban: uno, muy sonado, fue aquel día —que, por esos azares, resultó ser el 2/2/22— en que la caída de la cotización de una corporación, Facebook/Meta (ver cap.18) en la Bolsa de Valores de Nueva York licuó, en un par de horas, unos 200.000 millones de dolares. O sea: esa empresa valía esa mañana 200.000 millones más que esa tarde, o sea: 200.000 millones se habían evaporado de la mañana a la noche. Fue otra muestra estruendosa de la ficción de la riqueza: aquella noche el mundo estaba exactamente igual que esa mañana —incluso la empresa estaba exactamente igual— y sin embargo ese dinero, equivalente al PIB —toda la producción— anual de un país mediano como Grecia, Perú, Pakistán o Nueva Zelanda, había desaparecido.
En total, a lo largo de ese año —”malo para los negocios”—, cinco de las mayores empresas tecnológicas (ver cap.13) consiguieron disolver en el aire más de 520.000 millones de euros: el PIB anual de Austria o Israel. Riqueza que existía un año antes había dejado de existir.
Pero en general la ficción se sostenía. Para producirla, los grandes bancos —y las compañías financieras— manejaban sus “fondos de inversión”, engendros contables que reunían los dineros de muchos —clases medias y altas de los países ricos, clases altas de los países pobres— y los apostaban en la ruleta financiera. Así multiplicados, esos fondos —multimillonarios— multiplicaban su poder de intervención en los “mercados”, imponían sus condiciones. Muchos participantes participaban sin siquiera saberlo: el ahorro para sus retiros, por ejemplo, sus fondos de pensión, jugaban ese juego so pretexto de que era el modo de asegurar su valor —o acrecentarlo. Así, con frecuencia, su dinero se invertía en negocios y emprendimientos contrarios a sus ideas: su dinero se había independizado de ellos y actuaba más allá de sus voluntades. No controlaban eso que, supuestamente, les era más propio.
* * *
Teóricamente, la bancarización tan extendida permitía un control sobre la economía y una disminución de las transacciones confusas: toda operación hecha a través de un banco dejaba un registro. La circulación bancarizada fue un arma de vigilancia: los estados podían saber cuánto dinero tenía cada quién, qué hacía con él. Su excusa era que así evitaban maniobras delictivas; su beneficio era que, así, sabían cuántos impuestos debía cada cual —a menos que tuviera la suficiente riqueza como para ocultar su dinero en esas zonas oscuras que la guasa de la época llamaba “paraísos fiscales”, riéndose al mismo tiempo de la idea de paraíso y de la idea de fisco.
El auge de los paraísos fiscales era un efecto directo de la libre circulación del dinero que se había impuesto a fines del siglo anterior. Gracias a ella, las empresas y personas más ricas —las que podían permitírselo— contrataban a especialistas en desviar dineros, que llevaban los suyos a ciertos países dedicados a encubrir fortunas, a guardar las de los dueños del mundo lejos de cualquier información y, sobre todo, de cualquier presión impositiva.
Se calculaba que, en esos días, el 10 por ciento de las riquezas europeas se escondían en esos paraísos, donde también se refugiaban entre el 30 y el 50 por ciento de las africanas, asiáticas, rusas, árabes. Era una estafa montada a la vista del mundo, con la anuencia de las autoridades (in)competentes: los estados no mostraban ninguna voluntad real de descubrirlos. Solo había, cada tanto, algún grupo de periodistas que lo conseguía —de forma parcial, pero demostrando que si lo podían hacer unas docenas de particulares, los estados no tenían más obstáculos que su complicidad.
“Los estados organizaron un sistema legal donde los actores económicos principales adquirieron un derecho casi sagrado a enriquecerse usando las infraestructuras públicas y las instituciones sociales del país —sistema educativo, sanitario, etcétera— para después desplazar, con una firma o un clic, sus activos a otra jurisdicción, sin que se haya previsto nada para perseguir las riquezas en cuestión y ponerlas a contribuir de forma justa y coherente con el resto del sistema fiscal”, escribía entonces un economista francés que se volvió famoso, Thomas Piketty. Era, claramente, dinero que se sustraía de la fiscalidad pública, o sea: dinero que se robaba a los estados, a los ciudadanos —y que, sobre todo en los países más pobres, impedía que esos estados se ocuparan debidamente de esos ciudadanos.
Expertos calculaban que solo las grandes empresas norteamericanas evadían, cada año, unos 100.000 millones de dólares de impuestos, suficientes —según la FAO— para acabar en una década con el hambre en el mundo. Para eso, las grandes empresas y fortunas disponían de todos los recursos. Tenían, por supuesto, equipos de expertos especializados en usar todas las triquiñuelas para pagar lo menos posible. Su presencia en distintos países se lo facilitaba: una de las opciones habituales consistía en arreglárselas para tributar allí donde los impuestos eran más baratos —o se acercaban a la nada. En una tibia reacción, 38 de los estados más ricos del mundo, reunidos en una organización llamada OCDE —Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos—, decidieron, en 2021, fijar una tasa fiscal básica para todas las corporaciones que operaban en sus territorios. Propusieron un mínimo de 15 por ciento: era tan mínimo —tanto menos que lo que pagaban los ciudadanos— que no solucionaría ningún problema y permitiría que las grandes corporaciones siguieran pagando mucho menos que lo que debían. Aún así, su presión consiguió postergar su aplicación, que siguió debatiéndose.
Más allá de trampas y subterfugios, en la mayoría de los países la fiscalidad favorecía claramente a los más ricos. La ola liberal de los ‘90 había conseguido desarmar los sistemas que los países occidentales habían instituido décadas antes para obligar a las fortunas y sueldos importantes a tributar bastante más. Fue ese proceso de liberalización y descontrol de la economía que quedó asociado a Ronald Reagan, pero que había iniciado su antecesor, el demócrata Jimmy Carter. (El sistema norteamericano era eficaz y funcionó hasta el final: sus “demócratas” hacían casi lo mismo que sus “republicanos” pero con palabras más amables y gestos más tolerantes, así que servían para descomprimir la situación cuando parecía que el ala derecha exageraba.)
Era, en definitiva, la concreción de las ideas de los economistas que, más de medio siglo antes, habían sentado las bases del “neoliberalismo” y su “disciplina del mercado”. Según un señor Friedrich Hayek, economista austríaco, el mercado era un “orden extenso y complejo” que debía imponerse a la autoridad política del estado porque sus conocimientos y sus recursos eran muy superiores a los de cualquier organismo estatal. Su triunfo les permitió realizar ese programa —emancipar a los mercados de los estados— hasta extremos impensados. Y lo más curioso fue que fueron los propios estados —conducidos por políticos afines— los que eligieron abdicar de sus derechos y, en ese mismo proceso, se encontraron con que el crecimiento extraordinario del sistema los había superado: se habían quedado sin recursos, a merced del poder y las maniobras de esas grandes empresas. En esos años los estados nacionales se volvieron cada vez más incapaces de controlar nada: algunos sectores empezaban a reclamar la redefinición de aquellos estados que se mantenían en sus límites nacionales mientras las realidades de la economía ya los habían superado por completo.
Y otros —o los mismos— planteaban como alternativa el modelo chino: un sistema donde el poder del mercado y la democracia de delegación había sido reemplazado por el orden del estado y la autoridad del partido hegemónico. Ya sabemos cuáles fueron las extrañas consecuencias de esa disyuntiva.
* * *
Mientras tanto, aparecían otros intentos de desligar el dinero del control —siquiera nominal— de los estados. El más difundido fue un instrumento que se llamó, en un primer momento, “criptomoneda”, donde cripto, por supuesto, significaba “escondido” o “secreto”. La primera, lanzada en 2008, fue el “bitcoin”.
El bitcoin fue el invento de uno o varios señores y/o señoras que se presentaban como Satoshi Nakamoto, un ingeniero japonés y treintañero —cuya identidad real nunca se conoció. En un mundo donde casi todo terminaba por saberse, alias Nakamoto consiguió guardar su secreto para siempre. Su bitcoin era una unidad de valor garantizada por una técnica informática ingeniosa y primitiva llamada “block chain” o cadena de bloques. El “block chain” era una base de datos repartida entre tantos usuarios que no podía ser falsificada: nadie podía modificar informaciones que los demás también tenían registradas. Y el “bitcoin” era una “moneda” cuyo valor vendría de su escasez: los sistemas de control compartido aseguraban que solo se crearía una cantidad definida, 21 millones de unidades. En su creación y manejo los usuarios intervenían como iguales: las regulaciones verticales del estado o los grandes bancos eran reemplazadas por esa red horizontal de personas que no se conocían pero confiaban en que su cantidad —y las tecnologías que usaban— certificara los registros y los intercambios. Su diligencia tenía recompensa: el sistema entregaba, según protocolos complicados, pequeñas cantidades de moneda a los que contribuían a que el “pro-grama” (ver cap.18) se mantuviera en marcha —para lo cual se necesitaba tal poder de computación, tal gasto de energía, que su huella ambiental empezó a resultar muy preocupante. En 2020 se calculó que el mundo estaba gastando por año en la “minería” de bitcoins la misma energía que todo un país rico como Holanda.
Con el aumento de la demanda y la escasez consiguiente, su cotización fue creciendo y le surgieron muchos imitadores: poco a poco, el bloque de monedas estatales conoció su primera grieta en siglos. Eliminada la necesidad de una autoridad superior para garantizar contratos o transacciones entre individuos, las criptomonedas fueron el primer gran momento de la doctrina “peer-to-peer” —o persona a persona, igual a igual—: allí empezó el recorrido que sabemos.
En junio de 2021 un pequeño país centroamericano, El Salvador, que no tenía divisa propia y se manejaba en dólares, fue el primero en aceptar los bitcoins como moneda de curso legal. En agosto lo hizo otro pequeño país de la región, Cuba, que tenía problemas comerciales con Estados Unidos. En cambio en septiembre la gran potencia estatal, China, los prohibió tajante: entendió que amenazaban sus cimientos. Su autonomía parecía indudable; lo que se discutía, todavía, en esos días, era quién la aprovecharía: si “el público” en general —fuera quien fuese— o los bancos y fondos que ya se estaban apropiando de la mayoría de los caudales y los lavadores de dinero del narcotráfico, la pornografía infantil, la venta de armas. El gran activo del capitalismo siempre había consistido en su capacidad para integrar todo lo que podía amenazarlo.
Así que las criptomonedas fueron al mismo tiempo una forma de salir del sistema y de seguir sus principios más extremos: recurso de tesorización secreta, números sin soporte material, quintaesencia de la especulación: puro valor que podía aumentar porque había otros que lo querían, una radiografía de las leyes del mercado y el capitalismo financiero. Otra ficción: en 2021 el total de las criptomonedas valía tres millones de millones de dólares; en 2022 bajó hasta 800.000 millones: 2,2 millones de millones de dólares desaparecieron sin dejar rastro.
Y en un breve lapso, lo que había empezado como una red de transacciones entre iguales dio paso a la creación de entidades financieras que funcionaban como bancos y emisoras de criptos. La decepción terminó de consumarse cuando se conocieron varias estafas estratosféricas: usando los viejos “esquemas piramidales”, una serie de señores se aprovecharon de la opacidad de ese mercado para hacer creer a millones de incautos que poseían “criptomonedas” que nunca existieron y los defraudaron en muchos miles de millones. Solo unos meses antes el más dañino de todos, un treintañero tan cool llamado Sam Bankman-Fried, era celebrado por el establishment económico global como un innovador genial.
La crisis de las criptomonedas no solo fue un golpe duro para la confianza en esa forma distinta del dinero; lo fue, sobre todo, para los que creían en ciertas vías del progreso humano.
Próxima entrega: 13. Los riquísimos
Nunca tan pocos habían tenido tanto: un millar de súper ricos dominaba la economía mundial. Y fogoneaba un crecimiento constante que el planeta no soportaría.
El mundo entonces
Una historia del presente
MARTÍN CAPARRÓS
'El mundo entonces' es un manual de historia que nos cuenta cómo era este planeta, sus sociedades, sus personas, en 2022. 'El mundo entonces' será escrito en 2120 por la célebre historiadora Agadi Bedu y llega a nosotros gracias a la gentileza de Martín Caparrós.